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En contraste con el azul claro del cielo y el sol blanquecino, la señorita Winter era toda fuego y calor, una exótica flor de estufa en un invernadero del norte. Esa mañana no llevaba puestas las gafas de sol, pero se había pintado los párpados de color violeta y se los había perfilado con una raya de kohl a lo Cleopatra, ribeteados con las mismas pestañas negras y pobladas del día anterior. A la luz del día advertí un detalle que se me había pasado por alto por la noche: a lo largo de la rectísima línea que dividía en dos los rizos cobrizos de la señorita Winter transcurría una raya muy blanca.

– ¿Recuerda nuestro trato? -comenzó mientras me sentaba en la butaca, al otro lado de la chimenea-. Introducción, nudo y desenlace, todo en el orden correcto. Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.

Me sentía cansada. Una cama extraña en una casa extraña; además, me había despertado con una melodía monótona y atonal resonando en mi cabeza.

– Empiece por donde quiera -dije.

– Empezaré por la introducción. Aunque, naturalmente, la introducción nunca está donde uno cree. Le damos tanta importancia a nuestra propia vida que tendemos a creer que su historia comienza con nuestro nacimiento. Primero no había nada, entonces nací yo… Pero no es así. Las vidas humanas no son pedazos de cuerda que podemos separar del nudo que forman con otros pedazos de cuerda para enderezarnos. Las familias son tejidos. Resulta imposible tocar una parte sin hacer vibrar el resto. Resulta imposible comprender una parte sin poseer una visión del conjunto.

»Mi historia no es solo mía, es la historia de Angelfield. El pueblo de Angelfield. La casa de Angelfield. Y la propia familia Angelfield. George y Mathilde; sus hijos, Charlie e Isabelle; las hijas de Isabelle, Emmeline y Adeline. Su casa, sus vicisitudes, sus miedos, y su fantasma. Siempre deberíamos prestar atención a los fantasmas, ¿no cree, señorita Lea?

Me lanzó una mirada afilada, pero fingí no verla y continuó:

– Un nacimiento no es, en realidad, una introducción. Nuestra vida, cuando empieza, no es realmente nuestra, sino la continuación de la historia de otro. Pongamos, por ejemplo, mi caso. Viéndome ahora, seguro que piensa que mi nacimiento fue especial, ¿verdad? Acompañado de extraños presagios y atendido por brujas y hadas madrinas. Pues no, ni mucho menos. De hecho, cuando nací no era más que un argumento secundario.

»Pero cómo puede conocer esta historia que precede a mi nacimiento, advierto que se está preguntando. ¿Cuáles son mis fuentes? ¿De dónde proviene la información? Bien, ¿de dónde proviene la información en una casa como Angelfield? De los sirvientes, naturalmente, en especial del ama. No quiero decir que fue ella quien me lo contó todo, si bien es cierto que a veces rememoraba el pasado cuando se sentaba a limpiar la plata y parecía olvidarse de mi presencia mientras hablaba. Fruncía el entrecejo al recordar rumores y chismes que corrían por el pueblo. Sucesos, conversaciones y episodios salían de sus labios y parecían representarse de nuevo sobre la mesa de la cocina. Sin embargo, tarde o temprano, el hilo de la historia la conducía a episodios no aptos para una niña -sobre todo no aptos para mí- y de repente recordaba que yo estaba allí, suspendía su relato en mitad de una frase y se ponía a frotar con energía la cubertería, como si así pudiera borrar todo el pasado, pero en una casa donde hay niños no puede haber secretos. Así pues, reconstruí la historia de otra manera. Cuando el ama conversaba con el jardinero frente al té de la mañana, yo aprendía a interpretar los silencios repentinos que interrumpían conversaciones aparentemente inocentes. Fingiendo no notar nada, reparaba en las palabras concretas que les hacían mirarse en silencio. Y cuando creían que estaban solos y podían hablar con libertad… en realidad no estaban solos. De esa forma fui comprendiendo la historia de mis orígenes, i más tarde, cuando el ama envejeció y se le soltó la lengua, sus divagaciones confirmaron la historia que yo había estado años tratando de adivinar. Es esta historia -la que me llegó en forma de insinuaciones, miradas y silencios- la que voy a vestir de palabras para usted.

La señorita Winter se aclaró la garganta, preparándose para comenzar.

– Isabelle Angelfield era extraña.

La voz pareció abandonarla y, sorprendida, guardó silencio. Cuando habló de nuevo su tono fue cauto.

– Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Otra vez la brusca pérdida de voz.

Tan acostumbrada estaba la señorita Winter a esconder la verdad que se le había atrofiado en su interior. Hizo un comienzo fallido, luego otro. No obstante, como un músico de talento que después de años sin tocar toma de nuevo su instrumento, finalmente se abrió camino.

Me contó la historia de Isabelle y Charlie.

El cuento n?mero trece - pic_2.jpg

Isabelle Angelfield era extraña.

Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Es imposible saber si esos dos hechos guardan relación. No obstante, cuando veinticinco años después Isabelle se marchó de casa por segunda vez, los vecinos echaron la vista atrás y recordaron la interminable lluvia que cayó el día de su nacimiento. Algunos recordaron como si fuera ayer que el médico llegó tarde, pues tuvo que enfrentarse a las inundaciones causadas por el desbordamiento del río. Otros recordaron, sin sombra de duda, que el cordón umbilical había permanecido enrollado en el cuello de la pequeña hasta casi estrangularla antes de poder nacer. Sí, fue un parto muy complicado, pues al dar las seis, justo cuando el bebé estaba saliendo y el médico tocaba la campana, ¿no había abandonado la madre este mundo y pasado al siguiente? Así que si el tiempo hubiera sido apacible y el médico hubiera llegado antes y si el cordón no hubiera privado a la niña de oxígeno y si la madre no hubiera muerto… Y si, y si, y si… De nada sirve ese tipo de razonamiento. Isabelle era como era y no hay nada más que decir al respecto.

La recién nacida, un bultito blanco de furia, era huérfana de madre. Y al principio, en la práctica, también fue huérfana de padre. George Angelfield se hundió. Se encerró en la biblioteca y se negó a salir. Quizá parezca algo excesivo; por lo general, diez años de matrimonio bastan para curar el afecto conyugal, pero Angelfield era un tipo extraño, como demostró en aquel momento. Había amado a su esposa, a su malhumorada, perezosa, egoísta y preciosa Mathilde.

La había querido más de lo que quería a sus caballos, más incluso que a su perro. En cuanto a su hijo Charlie, un niño de nueve años, a George jamás se le ocurrió preguntarse si lo quería más o menos que a Mathilde, porque ni siquiera pensaba en Charlie.

Desconsolado, medio enloquecido por el dolor, George Angelfield pasaba los días sentado en la biblioteca, sin comer, sin ver a nadie. Y también pasaba allí las noches, en el diván, sin dormir, contemplando la luna con los ojos enrojecidos. Esa situación se prolongó varios meses. Sus mejillas, ya pálidas de por sí, empalidecieron aún más, adelgazó y dejó de hablar. Hicieron llamar a especialistas de Londres. El párroco fue y se marchó. El perro languidecía por falta de afecto y cuando pereció, George Angelfield apenas se percató.

Finalmente el ama perdió la paciencia. Levantó a la pequeña Isabelle de la cuna del cuarto de los niños y la llevó abajo. Pasó ante el mayordomo desoyendo sus advertencias y entró en la biblioteca sin llamar. Caminó hasta el escritorio y puso al bebé en los brazos de George Angelfield sin decir ni una palabra. A renglón seguido giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.

El mayordomo hizo ademán de entrar con la idea de recuperar a la niña, pero el ama alzó un dedo y espetó entre dientes:

– ¡Ni se te ocurra!

El mayordomo se quedó tan pasmado que obedeció. Los sirvientes de la casa se congregaron frente a la biblioteca, mirándose unos a otros, sin saber qué hacer, pero la firme determinación del ama los tenía paralizados, de modo que no hicieron nada.

Fue una tarde larga y al anochecer una criada corrió hasta el cuarto de los niños.

– ¡Ha salido! ¡El señor ha salido!

Con su paso y su porte habituales, el ama bajó para que le explicaran lo sucedido.

Los sirvientes se habían pasado horas en el vestíbulo, pegando la oreja a la puerta y mirando por el ojo de la cerradura. Al principio el señor se había limitado a contemplar al bebé con el rostro embobado y perplejo. El bebé se retorcía y gorjeaba. Cuando George Angelfield empezó a responder con gorgoritos y arrullos, los sirvientes se miraron atónitos, pero mayor fue su pasmo cuando al rato le escucharon cantar una nana. El bebé se durmió y se hizo el silencio. El padre, informaron los sirvientes, no apartó los ojos de la cara de su hija ni un segundo. Luego la pequeña despertó hambrienta y comenzó a llorar. Los berridos fueron ganando volumen e intensidad hasta que, finalmente, la puerta se abrió de par en par.

Y ahí estaba mi abuelo, con su hija en los brazos.

Al ver a los sirvientes rondando ociosos, los fulminó con la mirada y bramó:

– ¿Es que en esta casa se deja a los bebés morir de hambre?

A partir de ese día George Angelfield cuidó personalmente de su hija. Le daba de comer y la bañaba, trasladó la cuna a su habitación por si se sentía sola y se ponía a llorar por las noches, confeccionó un cabestrillo para poder montar a caballo con ella, le leía (cartas comerciales, páginas de deportes y novelas románticas) y compartía con ella todos sus pensamientos y proyectos. En pocas palabras, se comportaba como si Isabelle fuera una compañera sensata y agradable y no una niña rebelde e ignorante.

Quizá su padre la adorara por su físico. Charlie, el hijo a quien no prestaba atención, nueve años mayor que Isabelle, era el vivo retrato de su padre: recio, pálido y pelirrojo, de andar patoso y semblante alelado. Isabelle, en cambio, había heredado rasgos de sus dos progenitores. El cabello pelirrojo que compartían su padre y su hermano se le fue oscureciendo hasta adquirir un castaño rojizo intenso y vivo. En ella la blanca tez de los Angelfield se extendía sobre bellas facciones francesas. Poseía el mejor mentón, el paterno, y la mejor boca, la materna. Tenía los ojos almendrados y las pestañas largas de su madre pero cuando las levantaba dejaba ver los asombrosos iris de color verde esmeralda distintivos de los Angelfield. Isabelle era, físicamente al menos, la mismísima perfección.

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