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Zofia levantó lentamente la cabeza. Quería leer de nuevo el texto desde el principio para comprender el origen del documento que tenía en las manos.

– Es una apuesta absurda -dijo el Señor, un tanto confuso-, pero lo hecho, hecho está.

La joven miró el pergamino. El Señor comprendió el estupor que delataban sus ojos.

– Considera este escrito una cláusula de mi testamento. Yo también me hago viejo. Es la primera vez que estoy impaciente, así que arréglatelas para que el tiempo pase deprisa -añadió, mirando por la ventana-. Pero no olvides lo limitado que es… Siempre lo ha sido, ésa fue mi primera concesión.

Miguel le hizo una seña a Zofia: había que levantarse y salir de la habitación. Ella obedeció inmediatamente. Al llegar a la puerta, no pudo evitar volverse.

– Señor…

Miguel contuvo la respiración. Dios volvió la cabeza hacia Zofia y el rostro de ésta se iluminó.

– Gracias -dijo.

Dios le sonrió.

– Siete días para una eternidad… ¡Confío en ti!

La miró salir de la habitación.

Ya en el pasillo, Miguel empezaba a respirar con normalidad cuando oyó que la voz grave lo llamaba. Dejó a Zofia, dio media vuelta y entró de nuevo en el despacho. El Señor frunció el entrecejo.

– El trozo de goma que ha pegado debajo de la mesa es de fresa, ¿verdad?

– No cabe duda de que es de fresa, Señor -respondió Miguel.

– Otra cosa. Cuando haya terminado su misión, te agradeceré que te encargues de hacer que se quite ese dibujito del hombro antes de que a todo el mundo le dé por ponerse uno. Nunca se está a salvo de las modas.

– Por supuesto, Señor.

– Una pregunta: ¿cómo sabías que la elegiría?

– ¡Porque hace más de dos mil años que trabajo con usted, Señor!

Miguel cerró la puerta a su espalda. Cuando el Señor estuvo solo, se sentó en un extremo de la larga mesa, miró fijamente la pared que tenía enfrente y carraspeó para anunciar con voz clara y fuerte:

– ¡Estamos a punto!

– ¡Nosotros también! -contestó en tono burlón la voz de Lucifer.

Zofia esperaba en una salita. Miguel entró y se acercó a la ventana. A sus pies, el cielo estaba despejándose; unas colinas emergían de la capa nubosa.

– Date prisa, no tenemos tiempo que perder, debo prepararte.

Se sentaron alrededor de una mesa redonda, en una esquina. Zofia hizo partícipe a Miguel de su inquietud.

– ¿Por dónde tengo que empezar una misión como ésta, padrino?

– Partes con cierta desventaja, querida Zofia. Miremos las cosas de cara: el mal se ha vuelto universal, y casi tan invisible como nosotros. Tú juegas en posición de defensa, mientras que tu adversario es el que ataca. Primero tendrás que identificar las fuerzas que él coaligue contra ti. Localiza el lugar donde va a intentar operar. Quizá sea conveniente que lo dejes actuar primero y después combatas sus proyectos lo mejor que puedas. Hasta que no lo hayas neutralizado, no tendrás oportunidad de poner en práctica un gran plan. Tu única baza es el conocimiento del terreno. Casualmente, han escogido San Francisco como teatro de operaciones.

Lucas, balanceándose en la silla, acababa de leer el mismo documento ante la mirada atenta de su Presidente. A pesar de que los estores estaban bajados, Lucifer no se había quitado las oscuras gafas de sol que ocultaban su mirada. Todos sus allegados sabían que la más tenue claridad le irritaba los ojos, quemados mucho tiempo atrás por una intensa radiación.

Rodeado de los miembros de su gabinete, que se habían sentado alrededor de la mesa de proporciones desmesuradas (se extendía hasta el tabique que separaba la inmensa sala del despacho adyacente), el Presidente comunicó a los miembros del Consejo que se levantaba la sesión. El grupo, encabezado por el director de comunicación, un tal Blaise, se dirigió hacia la única puerta de salida. El Presidente se quedó sentado y le hizo una seña a Lucas indicándole que se acercara. Cuando estuvo a su lado, lo invitó a inclinarse hacia él y le murmuró al oído algo que nadie más oyó. Una vez fuera del despacho, Blaise se reunió con Lucas y lo acompañó hasta los ascensores.

Por el camino, le entregó varios pasaportes, dinero y un manojo de llaves de coche, y agitó delante de sus nances una tarjeta de crédito de color platino.

– ¡Cuidado con las notas de gastos! ¡No abuse!

Con un gesto rápido y brusco, Lucas se apoderó del rectángulo de plástico y renunció a estrechar la mano más pegajosa de toda la organización. Blaise, acostumbrado a ello, se frotó las palmas contra el pantalón y escondió torpemente las manos en los bolsillos. Disimular era una de las especialidades del individuo que había alcanzado ese puesto, no por competencia, sino por toda la trapacería y la hipocresía que el deseo de ascender puede producir. Blaise felicitó a Lucas y le dijo que había utilizado toda su influencia para favorecer su candidatura. Lucas no concedió el menor crédito a sus palabras; consideraba a Blaise un incompetente, al que habían confiado la responsabilidad de la comunicación interna exclusivamente por razones de parentesco.

Lucas ni siquiera se tomó la molestia de cruzar los dedos cuando prometió informar regularmente a Blaise de los progresos de su misión. En el seno de la organización para la que trabajaba, engañar era el medio más seguro de que disponían los directores para perpetuar su poder. Llegaban incluso a mentirse entre sí para complacer al Presidente. El responsable de comunicación suplicó a Lucas que le dijera lo que el Presidente le había susurrado al oído. Este lo miró con desprecio y se despidió.

Zofia le besó la mano a su padrino y le aseguró que no lo decepcionaría.

Le preguntó si podía confiarle un secreto. Miguel asintió con la cabeza. Tras un instante de vacilación, la joven le confesó que el Señor tenía unos ojos increíbles, que nunca había visto nada tan azul.

– A veces cambian de color, pero no puedes decirle a nadie lo que has visto en ellos.

Ella lo prometió y salió al pasillo. Miguel la acompañó hasta el ascensor. Justo antes de que las puertas se cerraran, le susurró en un tono de complicidad:

– Le has parecido encantadora.

Zofia se sonrojó. Miguel fingió no haberse dado cuenta.

– Para ellos, este reto quizá no sea sino un maleficio más, pero para nosotros es una cuestión de supervivencia. Todos confiamos en ti.

Unos instantes después, Zofia cruzó de nuevo el gran vestíbulo. Pedro echó un vistazo a las pantallas de control: había vía libre. La puerta camuflada en la fachada volvió a deslizarse y Zofia salió a la calle.

En el mismo momento, Lucas salía por el otro lado de la torre. Un último rayo atravesó el cielo a lo lejos, por encima de las colinas de Tiburón. Lucas paró un taxi, el vehículo se detuvo ante él y el joven montó.

En la acera de enfrente, Zofia corría hacia su coche; una agente de tráfico estaba poniéndole una multa.

– Buenos días, ¿qué tal está? -le dijo Zofia a la mujer de uniforme.

La policía volvió lentamente la cabeza a fin de asegurarse de que Zofia no estaba burlándose de ella.

– ¿Nos conocemos? -preguntó la agente Jones.

– No, no creo.

La agente, dubitativa, mordisqueaba el bolígrafo observando a Zofia. Arrancó la multa del bloc.

– ¿Y usted? ¿Está bien? -dijo mientras la colocaba bajo el limpiaparabrisas.

– ¿No tendrá por casualidad un chicle de fresa? -preguntó Zofia, apoderándose del papel.

– No, de menta.

Zofia rechazó cortésmente el paquete que le ofrecía y abrió la portezuela del coche.

– ¿No quiere negociar la multa?

– No, no.

– ¿Sabe que, desde principios de año, los conductores de vehículos oficiales tienen que pagar las multas de su bolsillo?

– Sí -dijo Zofia-, lo he leído en algún sitio. Después de todo, es bastante lógico.

– ¿En el colegio se sentaba siempre en la primera fila? -preguntó la agente Jones.

– Francamente, no me acuerdo… Ahora que lo dice, creo que me sentaba cada vez en un sitio.

– ¿Está segura de que se encuentra bien?

– Esta noche habrá una puesta de sol espléndida, no se la pierda. Debería ir a verla en familia; desde Presidio Park, el espectáculo será magnífico. La dejo, tengo muchísimo trabajo -dijo Zofia, subiendo al coche.

Cuando el Ford se alejó, la agente notó que un ligero estremecimiento le recorría la espalda. Se guardó el bolígrafo en el bolsillo y sacó el teléfono móvil. Dejó un largo mensaje en el buzón de voz de su mando. Le preguntó si podía empezar el servicio media hora más tarde; ella haría todo lo posible por regresar más temprano. Le proponía dar un paseo por Presidio Park a la caída del sol. Sería excepcional, ¡se lo había dicho una empleada de la CÍA! Añadió que lo quería y que, desde que tenían horarios distintos, no había encontrado el momento de decirle lo mucho que lo echaba de menos. Unas horas más tarde, mientras hacía unas compras para un picnic improvisado, ni se dio cuenta de que el paquete de chicles que había metido en el carrito no era de menta.

Lucas, atrapado en los embotellamientos del barrio financiero, hojeaba una guía turística. Pensara lo que pensara Blaise, la envergadura de su misión justificaba un aumento de sus notas de gastos, de modo que le dijo al conductor que lo dejara en Nob Hill. Una suite en el Fairmont, el famoso hotel de lujo de la ciudad, sería perfecta. El vehículo tomó la calle California a la altura de Grace Cathedral y avanzó bajo la majestuosa marquesina del hotel hasta detenerse delante de la alfombra de terciopelo rojo con ribetes dorados. El mozo de equipajes intentó hacerse con su maletín, pero él le lanzó una mirada que lo mantuvo a distancia. Sin dar las gracias al portero, que había empujado la puerta giratoria para que pasara, se acercó al mostrador de recepción. La recepcionista no encontraba ni rastro de su reserva. Lucas levantó la voz y tachó a la joven de inútil. Inmediatamente apareció el responsable del servicio. Le tendió a Lucas una llave magnética y, en un obsequioso tono «cliente difícil», se deshizo en disculpas, esperando que una habitación de categoría «suite superior» le hiciera olvidar las ligeras molestias causadas por una empleada incompetente. Lucas tomó la tarjeta y pidió que no se le molestara bajo ningún concepto. Hizo ademán de ponerle discretamente un billete en la mano, que imaginaba igual de húmeda que la de Blaise, y se dirigió apresuradamente hacia el ascensor. El responsable de la recepción dio media vuelta con las manos vacías y cara de enfado. El ascensorista preguntó amablemente a su radiante pasajero si había tenido un buen día.

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