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– Esto que quede entre nosotras, pero le puedo asegurar que no es el único que está tenso. Rafael y Gabriel se han pasado toda la noche occidental trabajando, y a la hora del crepúsculo oriental, Miguel se ha reunido con ellos. Debe de tratarse de algo muy grave.

A Zofia le divertía el extraño vocabulario de la Agencia. Aunque ¿era posible pensar en horas en aquel lugar, cuando cada huso del globo tenía la suya? Cada vez que ella hacía algún comentario irónico, su padrino le recordaba que la proyección universal de las actividades de la Central y las diversidades lingüísticas de su personal justificaban determinadas expresiones y otros usos. Estaba prohibido, por ejemplo, utilizar números para identificar a los agentes de Inteligencia. El Señor había elegido a los primeros miembros de su directiva nombrándolos, y la tradición había perdurado. Por último, unas reglas sencillísimas, muy alejadas de las ideas preconcebidas que se tenían en la Tierra, facilitaban la coordinación operativa y jerárquica de la CIA. Siempre se identificaba a los ángeles por un nombre.

Porque así era como funcionaba desde la noche de los tiempos la casa de Dios, también llamada CENTRAL DE INTELIGENCIA DE LOS ÁNGELES.

El Señor caminaba arriba y abajo con las manos cruzadas tras la espalda y el semblante preocupado. De vez en cuando, se detenía para mirar por las grandes ventanas de la habitación. Abajo, el grueso colchón de nubes impedía entrever la más mínima parcela de tierra. La inmensidad azul bordeaba el ventanal de dimensiones infinitas. Lanzó una mirada enfurecida a la mesa de reuniones, que cubría la estancia en sentido longitudinal. El desmesurado tablero se extendía hasta el tabique del despacho contiguo. El Señor se volvió hacia la mesa y apartó una pila de expedientes. Todos sus gestos delataban la impaciencia que intentaba controlar.

– ¡Todo esto está viejo! ¡Viejo y polvoriento! ¿Quieres que te diga lo que pienso? ¡Que estos candidatos están decrépitos! ¿Cómo quieres que ganemos así?

Miguel se había quedado junto a la puerta y avanzó unos metros.

– Todos son agentes seleccionados por su Consejo…

– ¡Eso, hablemos de mi Consejo! ¡Menuda falta de ideas! Siempre repitiendo las mismas parábolas… ¡El Consejo ha envejecido! Cuando eran jóvenes, tenían miles de ideas para mejorar el mundo, pero ahora casi están resignados.

– Pero no han perdido sus cualidades, Señor.

– Yo no las cuestiono, ¡pero mira en qué situación nos encontramos!

Su voz se había elevado, haciendo temblar las paredes de la estancia. Lo que más temía Miguel eran los accesos de cólera de su jefe. Eran rarísimos, pero hasta entonces sus consecuencias habían sido devastadoras. Bastaba mirar por la ventana el tiempo que hacía en la ciudad para adivinar de qué humor estaba en ese momento.

– ¿Las soluciones del Consejo han hecho progresar realmente a la humanidad en los últimos tiempos? -prosiguió el Señor-. No hay motivos para echar las campanas al vuelo, ¿verdad? A este paso, nuestra influencia será menor que el simple roce del ala de una mariposa…, la Suya y la Mía -añadió, señalando la pared del fondo de la habitación-. ¡Si los eminentes miembros de mi asamblea hubieran demostrado un poco más de modernidad, no tendría que aceptar un reto tan absurdo! ¡Pero la apuesta ya está hecha, así que necesitamos algo nuevo, original, brillante y, sobre todo, creativo! ¡Ha empezado una nueva campaña, y lo que está en juego es la suerte de esta casa, qué demonios!

Se oyeron tres golpes en el tabique que separaba el despacho de la estancia contigua. El Señor miró la pared, irritado, y se sentó en un extremo de la mesa. Luego miró a Miguel con expresión maliciosa.

– ¡Enséñame lo que llevas bajo el brazo!

Su fiel adjunto se acercó, confuso, y dejó ante él una carpeta de cartulina. El Señor la abrió y pasó las primeras hojas. La mirada se le iluminó, y las arrugas de la frente revelaban el creciente interés con que leía. Pasó el último separador y examinó atentamente la serie de fotografías adjuntas.

Rubia, abstraída en una calle del viejo cementerio de Praga; morena, corriendo por los canales de San Petersburgo; pelirroja, atenta bajo la torre Eiffel; con el pelo corto en Rabat, largo y suelto en Roma, rizado en la plaza de Europa de Madrid, ambarino en las callejuelas de Tánger. Y siempre encantadora. De frente o de perfil, su rostro era sencillamente angelical. El Señor señaló con expresión inquisitiva la única foto en la que Zofia llevaba los hombros descubiertos; un pequeño detalle había atraído su atención.

– Es un dibujo -se apresuró a decir Miguel, cruzando los dedos-. Un diminuto par de alas, una coquetería sin importancia, un tatuaje… ¿Un poco moderno quizá? No importa, se puede borrar.

– Ya veo que son unas alas -masculló el Señor-. ¿Dónde está? ¿Cuándo puedo verla?

– Está esperando fuera.

– ¡Pues hazla pasar!

Miguel salió del despacho y fue a buscar a Zofia. Por el camino, le hizo una serie de recomendaciones. Zofia iba a reunirse con el gran Jefe, y el acontecimiento era lo bastante excepcional para que su padrino se pusiera nervioso si se encontrase en su lugar… Zofia debía comportarse durante toda la entrevista. Se limitaría a escuchar, salvo si el Señor hacía una pregunta y no daba él mismo la respuesta. Estaba prohibido mirarlo a los ojos. Miguel hizo una pausa para recobrar el aliento y prosiguió:

– Recógete el pelo y mantente erguida. Ah, y otra cosa: si tienes que hablar, acaba todas las frases diciendo Señor. -Miguel miró a Zofia y sonrió-. Olvida lo que acabo de decirte y sé tú misma. Al fin y al cabo, es lo que prefiere. Por eso he propuesto tu candidatura, y no me cabe duda de que también por eso Él ya te ha elegido. Estoy agotado, ya no tengo edad para esto.

– ¿Elegido para qué?

– Ahora lo sabrás. Vamos, respira hondo y entra, es tu gran día… ¡Y tira ese chicle de una vez!

Zofia no pudo evitar hacer una reverencia.

Con su rostro profundamente marcado, sus manos sublimes, su corpulencia y su voz grave, Dios era más impresionante aún de lo que ella había podido imaginar. La joven deslizó discretamente el chicle hasta colocarlo debajo de la lengua y sintió que un indescriptible estremecimiento le recorría la espalda. El Señor la invitó a sentarse. Puesto que, según su padrino (sabía que así era como llamaba a Miguel), Zofia era uno de los agentes mejor cualificados de su Morada, se disponía a confiarle la misión más importante de la Agencia desde su creación. La miró e inmediatamente ella bajó la cabeza.

– Miguel te entregará los documentos y las instrucciones necesarios para el perfecto desarrollo de las operaciones, cuya responsabilidad será exclusivamente tuya…

No podía cometer ningún error y tenía el tiempo contado para lograr el objetivo: siete días.

– Demuestra imaginación, talento. Por lo que sé, posees innumerables aptitudes. Ah, y debes ser sumamente discreta. También sé que eres muy eficaz.

Bajo su dirección, ninguna operación había expuesto tanto a la Agencia. A veces, ni siquiera él mismo sabía cómo se había dejado arrastrar hasta el extremo de aceptar aquel increíble reto.

– Aunque… sí, creo que lo sé -añadió.

Teniendo en cuenta la gravedad de lo que había en juego, sólo informaría a Miguel y, en caso de necesidad extrema o de falta de disponibilidad por su parte, a El. Lo que el Señor iba a revelarle ahora no debía salir nunca de allí. Abrió el cajón y puso ante ella un manuscrito en el que había dos firmas. El texto detallaba las disposiciones de la singular misión que la esperaba:

Las dos potencias que rigen el orden mundial no han dejado de enfrentarse desde la noche de los tiempos. Ante la evidencia de que ninguna llega a influir de acuerdo con su voluntad en el destino de la humanidad, cada una de ellas se declara neutralizada por la otra para lograr la realización perfecta de su visión del mundo…

El Señor interrumpió a Zofia en su lectura para comentar:

– Desde el día en que la manzana se le quedó atravesada en la garganta, Lucifer se opone a que deje la Tierra en manos del hombre. No ha parado de intentar demostrarme que mi criatura no es digna de ello.

Le indicó que continuara y Zofia retomó la lectura:

Todos los análisis políticos, económicos y climáticos indican que la Tierra se está convirtiendo en un infierno.

Miguel le explicó a Zofia que el Consejo había rebatido esta conclusión prematura de Lucifer aduciendo que la situación actual era el resultado de su rivalidad permanente, la cual suponía un freno para la expresión de la auténtica naturaleza humana.

Era demasiado pronto para pronunciarse; lo único seguro era que el mundo ya no funcionaba muy bien. Zofia prosiguió:

La noción de humanidad difiere radicalmente según el punto de vista de uno u otro. Tras eternas discusiones, hemos aceptado la idea de que el advenimiento del tercer milenio debería consagrar una era nueva, libre de nuestros antagonismos. De norte a sur, de este a oeste, ha llegado el momento de sustituir nuestra convivencia forzada por un modo operativo más eficaz…

– Esto no podía seguir así -dijo el Señor. Zofia observaba los lentos movimientos de las manos que acompañaban su voz-. El siglo veinte ha sido demasiado duro. Además, al ritmo que van las cosas, vamos a acabar por perder del todo el control, tanto Él como Yo. Y eso es intolerable, está en juego nuestra credibilidad. La Tierra no es lo único que existe en el universo; todo el mundo me mira. Los lugares santos están llenos de preguntas, pero la gente encuentra cada vez menos respuestas.

Miguel miraba el techo, incómodo. Tosió, y el Señor invitó a Zofia a seguir.

Para garantizar la legitimidad de aquel a quien incumba regir la Tierra en el transcurso del próximo milenio, nos hemos lanzado un último reto cuyos términos figuran descritos a continuación:

Enviaremos entre los hombres, durante siete días, al que consideremos nuestro mejor agente. El que resulte más capaz de arrastrar a la humanidad hacia el bien o hacia el mal obtendrá la victoria para su bando, preludio de la fusión de nuestras instituciones. El poder para administrar el nuevo mundo corresponderá al vencedor.

El manuscrito estaba firmado por Dios y por el Diablo.

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