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– La primera, la del restaurante, creo que fue un accidente de verdad -dijo Lucas desde el otro extremo de la sala.

– Tal vez -contestó el inspector-. En cualquier caso, es un trabajo de profesionales, porque no hemos conseguido encontrar el menor indicio que permita suponer que se trata de otra cosa. Los que han organizado esto son demoníacos, y no sé qué puede detenerlos mientras no hayan alcanzado su objetivo. A ustedes habrá que protegerlos, y tendrá que ayudarme a convencer a su amiguito de que colabore.

– Será difícil.

– ¡Hágalo antes de que ardan todos los barrios de la ciudad! Entretanto, la llevaré a un lugar seguro donde pasar la noche. El director del Sheraton del aeropuerto me debe algunos favores y ha llegado el momento de que se los cobre. La recibirá en el más absoluto secreto. Voy a llamarlo y la acompañaré. Vaya a despedirse de su amiga.

Zofia apartó la cortina y entró en el box donde estaba Mathilde.

– ¿Qué te han dicho? -le preguntó, acercándose a ella.

– Nada importante. Van a ponerme una escayola nueva y quieren tenerme en observación para asegurarse de que no he inhalado demasiados humos tóxicos. ¡Los pobres! ¡Si supieran todas las cosas tóxicas que me he tragado, no estarían tan preocupados! ¿Cómo está Reina?

– No muy bien. Se la han llevado a la unidad de quemados. Está durmiendo y no podemos verla; la han puesto en una habitación esterilizada, en la cuarta planta.

– ¿Vendrás a buscarme mañana?

Zofia se volvió de espaldas y miró el panel luminoso donde estaban colgadas las radiografías.

– Mathilde, no creo que pueda venir.

– No sé por qué, pero lo sospechaba. Es el destino de los amigos, alegrarse de que el otro rompa un día su celibato, aunque eso signifique la soledad para uno. Voy a añorar mucho los ratos que hemos pasado juntas.

– Yo también. Me voy de viaje, Mathilde.

– ¿Estarás mucho tiempo fuera?

– Sí, bastante.

– Pero volverás, ¿no?

– No lo sé.

La tristeza nubló los ojos a Mathilde.

– Creo que comprendo. Vive, Zofia, el amor acaba pronto, pero los recuerdos duran mucho tiempo.

Zofia abrazó con fuerza a Mathilde.

– ¿Serás feliz? -preguntó ésta.

– Todavía no lo sé.

– ¿Podremos telefonearnos de vez en cuando?

– No, no creo que sea posible.

– ¿Tan lejos está el sitio adonde te lleva?

– Muy lejos. Por favor, no llores.

– No lloro, es que todavía me pican los ojos del humo. Vamos, vete.

– Cuídate -dijo Zofia en voz baja, alejándose.

Apartó la cortina y volvió a mirar a su amiga con los ojos llenos de tristeza.

– ¿Podrás arreglártelas sola?

– Cuídate tú también… por una vez -dijo Mathilde.

Zofia sonrió y el velo blanco cayó de nuevo.

El inspector Pilguez iba al volante y Lucas a su lado. El motor ya estaba en marcha. Zofia subió detrás. El vehículo se alejó del hospital y tomó la dirección de la autopista. Ninguno decía nada.

Zofia, muy afectada, revivía algunos recuerdos proyectados en las fachadas y los cruces que desfilaban tras la ventanilla. Lucas inclinó el retrovisor para mirarla; Pilguez hizo una mueca y lo enderezó. Lucas esperó unos segundos y volvió a desplazarlo.

– ¿Le molesta que conduzca? -gruñó Pilguez, colocándolo bien de nuevo.

Bajó la visera del lado del pasajero, dejó a la vista el espejo y apoyó las manos en el volante.

El coche salió de la autopista 101 a la altura del paseo South Airport. Al cabo de unos instantes, el inspector estacionaba en el aparcamiento del Sheraton.

El director del hotel les había reservado una suite en la sexta planta, la última. Habían sido registrados con el nombre de Oliver y Mary Sweet. Pilguez les había explicado, encogiéndose de hombros, que no había nada mejor para llamar la atención que los Doe y los Smith. Antes de despedirse, les aconsejó que no salieran de la suite y que llamaran al servicio de habitaciones para que les llevaran lo que les apeteciera comer. Les dio el número de su busca y les informó de que iría a buscarlos al día siguiente antes de mediodía. Si se aburrían, podían ponerse a redactar un informe sobre los acontecimientos de la semana, así le ahorrarían trabajo a él. Lucas y Zofia le dieron las gracias lo suficiente para que se sintiera incómodo y se marchó, ceñudo, alternando los «adiós» con algunos «ya vale, ya vale». Eran las diez de la noche cuando la puerta de la suite se cerró tras ellos.

Zofia se metió en el cuarto de baño. Lucas se tumbó en la cama, cogió el mando a distancia del televisor y empezó a pasar de una cadena a otra. Los programas le hicieron bostezar enseguida y apagó el aparato. Oía el ruido del agua al otro lado de la puerta; Zofia estaba duchándose. Se miró la punta de los zapatos, colocó bien la vuelta de los pantalones, juntó las rodillas y tiró de la raya. Se levantó, abrió el minibar, lo cerró enseguida, se acercó a la ventana, apartó el visillo, vio el aparcamiento desierto y volvió a tumbarse. Observó su caja torácica, que se hinchaba y deshinchaba al ritmo de su respiración, suspiró, examinó la pantalla de la lámpara de la mesilla de noche, desplazó el cenicero ligeramente a la derecha y abrió el cajón. Le llamó la atención el libro, de tapa dura, con el nombre del hotel grabado; lo sacó y empezó a leer. Las primeras líneas lo sumieron en un completo desconcierto. Prosiguió la lectura pasando las páginas cada vez más deprisa. Al llegar a la séptima, se levantó fuera de sí y llamó a la puerta del cuarto de baño.

– ¿Puedo pasar?

– Un momento -dijo Zofia, poniéndose un albornoz.

Cuando abrió, lo encontró indignado, caminando arriba y abajo ante la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó, inquieta.

– ¡Pasa que nadie respeta ya nada! -Agitó el librito que tenía en la mano y prosiguió, señalando la cubierta-: ¡Este Sheraton ha copiado de cabo a rabo el libro de Hilton! Y sé de lo que hablo, es mi autor preferido.

Zofia le quitó el libro de las manos y se lo devolvió de inmediato.

– ¡Es la Biblia, Lucas! -Ante su expresión interrogativa, añadió, desanimada-: ¡Olvídalo!

No se atrevía a decirle que tenía hambre, pero él lo adivinó por la forma en que hojeaba el folleto del servicio de habitaciones.

– Hay una cosa que me gustaría entender -dijo Zofia-. ¿Por qué ponen horarios delante del menú de cada comida del día? ¿Qué significa eso? ¿Que pasadas las diez y media de la mañana tienen que guardar los cereales en una caja fuerte provista de cerradura programada, que no podrán abrir hasta el día siguiente? ¡Es un poco raro, la verdad! ¿Y si te apetece comer cereales a las diez y media de la noche? ¡Y mira, hacen lo mismo con las creps! ¡Claro que no hay más que mirar la longitud del cable del secador de pelo para entenderlo todo! El que inventó ese sistema debía de ser calvo. Tienes que ponerte a diez centímetros de la pared para secarte un mechón.

Lucas la tomó entre sus brazos y la estrechó contra sí para calmarla.

– ¡Te estás volviendo muy exigente!

Ella miró a su alrededor y se sonrojó.

– Puede ser.

– Tienes hambre.

– En absoluto.

– Yo creo que sí.

– Está bien, tomaré un bocado, pero sólo para complacerte.

– ¿Frosties o Special K?

– Esos que crujen al mascarlos.

– Rice Krispies. Yo me encargo de pedirlos.

– Sin leche.

– Nada de leche -dijo Lucas, descolgando el teléfono.

– Pero azúcar sí, mucho azúcar.

– Lo pido también.

Cuando colgó, fue a sentarse al lado de ella.

– ¿No has pedido nada para ti? -preguntó Zofia.

– No, no tengo hambre -respondió Lucas.

Después de que el servicio de habitaciones les entregara lo que habían pedido, Zofia extendió una toalla sobre la cama y puso la comida encima. Cada vez que tomaba una cucharada, le daba otra a Lucas, que la aceptaba de buen grado. Un relámpago iluminó el cielo a lo lejos. Lucas se levantó y corrió las cortinas. Luego volvió a tenderse al lado de ella.

– Mañana encontraré una solución para escapar de ellos -dijo Zofia-. Tiene que haber una manera.

– No digas nada -murmuró Lucas-. Hubiera querido pasar domingos fantásticos, vivir mañanas contigo soñando que habría muchos más, pero sólo nos queda un día, y quiero que ése lo vivamos de verdad.

El albornoz de Zofia se abrió un poco y él lo cerró. Ella acercó los labios a los suyos y murmuró.

– Tómame.

– No, Zofia, las pequeñas alas que llevas tatuadas en el hombro te sientan muy bien y no quiero que las quemes.

– Quiero ir contigo.

– Pero no así, no para eso.

Lucas buscó a tientas el interruptor de la lámpara. Zofia se acurrucó contra él.

En su habitación del hospital, Mathilde apagó la luz. Esa noche también se dormiría justo encima de la cama de Reina. Las campanas de la catedral dieron las doce.

Y atardeció y amaneció…

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