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Reina se acercó al viejo armario y abrió la puerta, cuya madera crujió. Sus manos, delicadamente manchadas por los años, se metieron bajo la pila de ropa blanca de encaje, antigua, y sus frágiles dedos se cerraron sobre el álbum de tapas de piel cuarteadas. Cerró los ojos y las olió antes de dejar el álbum en el suelo, sobre la alfombra extendida en el centro del salón. Sólo le faltaba calentar el agua y toda estaría a punto; Zofia llegaría de un momento a otro. Notó que el corazón le latía un poco más deprisa y se concentró en controlar la emoción que la dominaba. Volvió a la cocina y se preguntó dónde había podido dejar las cerillas.

Zofia se agarraba lo mejor que podía del asa de encima de la portezuela. Lucas le sonrió.

– ¡No te puedes ni imaginar la cantidad de coches que he conducido sin rayar jamás ninguno! Dos semáforos más y llegaremos a tu calle. Relájate, sólo son las cinco menos dos minutos.

Reina rebuscó en los cajones del aparador, después en los del trinchero y por último en los de la despensa sin ningún resultado. Apartó la cortina de debajo del banco y miró atentamente en los estantes. Al levantarse, sintió un ligero vértigo y sacudió la cabeza antes de seguir buscando.

– Pero ¿dónde las habré metido? -masculló.

Miró a su alrededor y finalmente vio la cajita sobre el reborde del fogón.

– Si llega a ser un toro… -se dijo, haciendo girar la llave del quemador.

Los neumáticos del coche chirriaron en la curva. Lucas acababa de adentrarse en Pacific Heights y la casa estaba a menos de cien metros. Le anunció con orgullo a Zofia que llegaría como mucho con quince segundos de retraso. Desconectó la sirena… y, en la cocina, Reina encendió la cerilla.

La explosión hizo estallar al instante todos los cristales de la casa. Lucas pisó con los dos pies el pedal del freno y el Ford dio un bandazo, evitando por los pelos la puerta de entrada, que había salido disparada hacia la calle. Zofia y Lucas se miraron, horrorizados: la planta baja estaba envuelta en llamas, les era imposible cruzar semejante muro de fuego. Eran las cinco… y apenas unos segundos.

Mathilde había sido proyectada al centro del salón. A su alrededor, todo estaba por el suelo: la mesita yacía a su lado, el cuadro de encima de la chimenea se había roto al caer, esparciendo mil fragmentos de cristal sobre la alfombra. La puerta del frigorífico colgaba de las bisagras, la gran lámpara se balanceaba, peligrosamente suspendida de los cables eléctricos. Un olor acre de humo se filtraba ya a través del suelo. Mathilde se incorporó y se pasó las manos por la cara para retirar el polvo que la cubría. La escayola se había rajado de arriba abajo. Separó con decisión los bordes y la arrojó lejos. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se apoyó en el respaldo de la silla volcada y se levantó. Avanzó cojeando entre los escombros, tocó la puerta de entrada y, como no estaba caliente, salió al rellano y se acercó a la barandilla. Al asomarse, vio por dónde podría abrirse camino entre los numerosos focos del incendio y empezó a bajar la escalera haciendo caso omiso de las dolorosas punzadas que sentía en la pierna. En el recibidor, la temperatura era insoportable; tenía la impresión de que el pelo y las pestañas se le iban a incendiar de un momento a otro. Delante de ella, una viga al rojo vivo se desprendió del techo, arrastrando en su caída una lluvia de brasas rojizas. El concierto de crujidos de madera era ensordecedor, el aire que aspiraba le quemaba los pulmones; cada vez que inspiraba, Mathilde se asfixiaba. El último peldaño le despertó demasiado vivamente el dolor, las piernas le fallaron y cayó cuan larga era. En el suelo, aprovechó el poco oxígeno que quedaba en la habitación. Inspiró y espiró a costa de grandes esfuerzos y se rehízo. A su derecha había un enorme boquete en la pared; le bastaría arrastrarse unos metros para salvar la vida. Pero a su izquierda, a la misma distancia. Reina yacía boca arriba. Sus miradas se cruzaron a través de un velo de humo. Reina le indicó con la mano que se marchara y le señaló la abertura.

Mathilde se puso en pie con un grito de dolor. Apretando las mandíbulas hasta casi partirse los dientes, avanzó hacia Reina. Cada paso asestaba un puñetazo en su carne. Apartó los jirones de artesonado lamidos por el fuego y continuó avanzando. Entró en las habitaciones de Reina y se tendió a su lado para recobrar el aliento.

– Voy a ayudarla a levantarse, usted agárrese a mí -dijo, jadeando.

Reina pestañeó en señal de asentimiento. Mathilde pasó un brazo por debajo de la nuca de la anciana e intentó levantarla.

El dolor fue insoportable, una constelación de estrellas la cegó, perdió el equilibrio.

– Sálvate tú -dijo Reina-. No discutas y sal de aquí. Dile a Zofia de mi parte que la quiero; dile también que me ha encantado conversar contigo, que eres muy cariñosa. Eres una chica maravillosa, Mathilde, tienes un corazón de oro; simplemente debes tratar de escoger mejor a quién se lo entregas. Vamos, vete antes de que sea demasiado tarde. De todas formas, quería que esparcieran mis cenizas alrededor de la casa, así que más o menos se habrá cumplido mi voluntad.

– ¿Cree que hay una pequeña posibilidad de que yo sea menos cabezota que usted a su edad? Recupero el aliento en dos segundos y volvemos a intentarlo. Saldremos de aquí las dos juntas… o no saldremos.

Lucas apareció en el hueco de la puerta y avanzó hacia ellas. Se arrodilló delante de Mathilde y le explicó cómo iban a salir los tres de entre las llamas.

Se quitó la chaqueta de tweed, le cubrió la cabeza a Reina para protegerle la cara y la tomó en brazos. Cuando dio la señal, Mathilde se agarró a sus caderas y lo siguió perfectamente pegada a su cuerpo, que hacía de pantalla. Unos segundos más tarde, los tres escapaban del infierno.

Lucas continuó sosteniendo en brazos a Reina, mientras que Mathilde se abandonó entre los de Zofia, que se había acercado corriendo a ella. Las sirenas de los servicios de urgencias se aproximaban. Zofia tendió a su amiga sobre el césped de la casa contigua.

Reina abrió los ojos y miró a Lucas con una sonrisa maliciosa en la comisura de los labios.

– Si me hubieran dicho que un joven tan guapo…

Pero un acceso de tos le impidió proseguir.

– Conserve las fuerzas.

– Te sienta bien el papel de príncipe azul, pero debes de estar miope perdido, porque, francamente, a tu alrededor hay cosas mucho mejores que la que tienes en brazos.

– Usted posee un gran encanto, Reina.

– ¡Sí, tanto como una bicicleta antigua en un museo! No la pierdas, Lucas; hay errores que uno no se perdona nunca, créeme. Y ahora, si tienes la bondad de dejarme en el suelo, creo que otro va a venir a buscarme.

– No diga tonterías.

– Y tú no las hagas.

Los servicios de urgencias acababan de llegar. Los bomberos se ocuparon inmediatamente del incendio. Pilguez corrió hacia Mathilde y Lucas se acercó a los dos hombres que empujaban una camilla. Los ayudó a tumbar a Reina. Zofia se reunió con él y subió a la ambulancia.

– ¡Nos veremos en el hospital! ¡Dejo a Mathilde a tu cargo!

Un policía había pedido otra ambulancia, pero Pilguez hizo cancelar la orden. Para ganar tiempo, llevaría a Mathilde él mismo. Ordenó a Lucas que lo acompañara y entre los dos la levantaron para instalarla en el asiento trasero del vehículo. La ambulancia de Reina ya estaba lejos.

En la ambulancia, un torbellino de luces azules y rojas centelleaba dentro del habitáculo. Reina miró por la ventanilla y apretó la mano de Zofia.

– Es curioso, el día que nos vamos, pensamos en todo lo que no hemos visto.

– Estoy aquí, Reina -murmuró Zofia-. Descanse.

– Todas mis fotos se han quemado menos una. La he llevado encima, escondida, toda la vida. Era para ti, quería dártela esta noche.

Reina alargó un brazo y abrió la mano, que estaba vacía. Zofia la miró, desconcertada, y Reina le sonrió.

– Has pensado que había perdido la chaveta, ¿eh? Es la foto del hijo que nunca tuve, sin duda habría sido la más bonita. Tómala y guárdatela junto al corazón; el mío la ha echado mucho de menos. Zofia, sé que un día harás algo que me enorgullecerá para siempre. Querías saber si el Bachert era simplemente un cuento bonito… Te diré la verdad. Le corresponde a cada uno hacer que su historia sea verdadera. No renuncies a tu vida y lucha.

Reina le acarició una mejilla con ternura.

– Y acércate que te dé un beso. ¡Si supieras cuánto te quiero! Me has dado años de auténtica felicidad.

Estrechó a Zofia entre sus brazos y le ofreció en ese abrazo todas las fuerzas que le quedaban.

– Ahora voy a descansar un poco, voy a tener mucho tiempo para descansar.

Zofia respiró hondo para contener las lágrimas. Apoyó la cabeza en el pecho de Reina, que respiraba lentamente.

La ambulancia llegó a la entrada de urgencias y las puertas se abrieron. Se llevaron a Reina y, por segunda vez esa semana, Zofia se sentó en la sala de espera reservada a los familiares de los pacientes.

En el interior de la casa de Reina, las tapas de piel cuarteadas de un viejo álbum acababan de consumirse.

Las puertas se abrieron de nuevo para dar paso a Mathilde, sostenida por Lucas y Pilguez. Una enfermera se precipitó hacia ellos empujando una silla de ruedas.

– ¡Déjelo! -dijo Pilguez-. ¡Nos ha amenazado con irse si la sentábamos ahí!

La enfermera recitó de memoria el reglamento de las admisiones en el hospital y Mathilde se plegó a las razones de las aseguradoras sentándose a regañadientes en la silla de ruedas. Zofia se acercó a ella.

– ¿Cómo te encuentras?

– De maravilla.

Un interno fue a buscar a Mathilde y la llevó a un box para examinarla. Zofia prometió esperarla.

– ¡No demasiado! -dijo Pilguez a su espalda.

Zofia se volvió hacia él.

– Lucas me lo ha contado todo en el coche -añadió.

– ¿Qué le ha dicho?

– Que ciertos asuntos inmobiliarios no sólo le habían granjeado amigos. Zofia, creo muy en serio que están los dos en peligro. Cuando vi a su amigo en el restaurante hace unos días, pensé que trabajaba para el gobierno y no que había ido a verla a usted. Dos explosiones de gas en una semana, en dos lugares donde usted estaba, es demasiada coincidencia.

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