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Me obligué a concentrarme en su cara y a no mirar la zona amputada. ¿Por qué prestar más atención a lo que no existe que a todo el resto, que sí está? ¿Por qué dar más importancia a lo que no funciona que a lo que va bien? No podía dejar de preguntarme cómo iba a vivir con su minusvalía. Juan comprendió mi silencio y, antes de que me dirigiese a ella, me murmuró al oído: «No le manifiestes tu pena, deberías alegrarte. Lo importante no es su pierna cortada, sino su historia, su supervivencia».

Juan tenía razón. La instalamos sobre los fardos y tomamos la carretera que conduce a las montañas. Él la cuidó durante todo el trayecto, intentaba distraerla y también, eso creo, calmarme a mí. Para lograr sus objetivos no dejaba de burlarse de mí. Me imitaba al volante de este vehículo demasiado pesado que a cada kilómetro me quiere demostrar que es más fuerte que yo. ¡Como si sus siete toneladas no bastaran! Juan se colocaba semisentado, con los brazos tendidos hacia delante y comenzaba a hacer muecas mientras parodiaba mis esfuerzos en cada curva para dominar el volante, aderezando su imitación con comentarios que mi español no permite apreciar en su justo valor. Sucedió al término de seis horas. Al reducir la marcha, el camión se caló y solté una palabrota al tiempo que descargaba un puñetazo sobre el volante. ¡Mi mal carácter no ha desaparecido, sabes! Juan vio el cielo abierto: comenzó a lanzar una sarta de groserías, haciendo como que golpeaba sobre una caja que se supone que representaba el volante, y de repente la niña se echó a reír.

Primero fue el sonido claro de dos risas, luego un breve momento de pudor, luego otra risa y, de pronto, el instante impagable: el camión se llenó con sus exclamaciones. No imaginaba la importancia que de repente puede adquirir la simple risa de un niño. Por el retrovisor yo veía cómo respiraba profundamente. La risa alocada también conquistó a Juan. Creo que lloré más en ese momento que el día en que me abrazaste sobre la tumba de mis padres, salvo que ese día yo lloraba por dentro. De golpe había tanta vida, tantas esperanzas… Me di la vuelta para verlos, y en medio de sus carcajadas distinguí la sonrisa que Juan me dirigía. Las barreras de la lengua habían desaparecido…

A propósito, ahora que estás lanzado, cuéntame, mejor en español, el final de tu cena después del cine. Eso me ayudará a perfeccionar mis conocimientos…

Reconoció el camión en cuanto lo divisó en las primeras curvas del fondo del valle. Dejó de trabajar, se sentó sobre una piedra y no apartó la mirada del vehículo durante las cinco horas que duró la lenta ascensión. Rolando esperaba desde hacía trece largas semanas. Durante todo este tiempo no había dejado de preguntarse si la niña todavía estaba con vida. Ignoraba si los pájaros que volaban en lo alto del cielo auguraban su muerte o si, por el contrario, anunciaban que había sobrevivido. Con el paso de los días las cosas más simples de la vida cotidiana se transformaron en señales, prestándose a un juego incontrolable de augurios optimistas o pesimistas según el estado de ánimo que tuviese en ese momento.

En cada curva Susan hacía sonar tres veces el ronco claxon. Para Rolando era un buen presagio. Un sonido largo habría anunciado lo peor, pero tres cortos se podían interpretar como una buena noticia. Con un movimiento seco del brazo sacó de la manga el paquete marrón de Paladines: eran mucho más caros que los Dorados que fumaba habitualmente. De ese paquete sólo cogía uno al día, después de comer. Se llevó el cigarrillo a los labios y encendió un fósforo. Aspiró profundamente y se llenó los pulmones de un aire húmedo que olía a tierra y al perfume de los pinos. El tabaco, al arder, hizo que la punta del cigarrillo se pusiese incandescente. Aquella tarde se fumaría todo el paquete. Habría de tener paciencia. Cruzarían el puerto de montaña a la caída de la tarde.

Todos los campesinos se reunieron a la entrada de la aldea. En esta ocasión nadie se atrevió a subirse a los estribos. Susan aminoró la marcha y la población se arracimó en torno al vehículo. Apagó el motor y bajó, miró a derecha e izquierda, sosteniendo con orgullo cada una de sus miradas. Juan se mantenía detrás de ella e intentaba mantener la compostura rascando el suelo con el pie. Rolando estaba delante; tiró al suelo la colilla.

Susan respiró hondo y se dirigió a la trasera del Dodge. La gente la siguió con la mirada. Rolando se aproximó, nada en su rostro traicionaba su emoción. Susan apartó la lona con un gesto enérgico. Juan le ayudó a bajar la puerta de atrás, descubriendo a la niña que volvía al pueblo. La pequeña sólo tenía una pierna, pero tendió sus brazos a quien le había salvado la vida. Rolando saltó a la plataforma del camión y levantó a la niña. Murmuró algunas palabras en su oído y ella sonrió. Cuando bajó, la colocó en el suelo, arrodillándose a la altura de su hombro para sostenerla. Hubo unos segundos de silencio y luego todos los hombres lanzaron sus sombreros al aire al tiempo que prorrumpían en gritos que se elevaban hacia las alturas. Susan inclinó púdicamente la cabeza para ocultar su expresión en aquel momento en que se sentía particularmente frágil. Juan le cogió la mano. «Déjame», dijo ella. Él insistió en su apretón: «Gracias en su nombre». Rolando dejó a la niña con una mujer y se acercó a Susan. Su mano se elevó hacia su cara, le levantó la barbilla y se dirigió a Juan con autoridad:

– ¿Cómo se llama?

Juan miró a aquel hombre de estatura imponente y esperó unos instantes antes de responder:

– Abajo, en el valle, la llaman Doña Blanca.

Rolando dio un paso hacia ella y colocó sus pesadas manos sobre sus hombros. Los profundos surcos que rodeaban sus ojos se acentuaron y su boca se abrió de par en par en una inmensa sonrisa parcialmente desdentada.

– ¡Doña Blanca! -exclamó-. Así será como Rolando Alvarez la llamará.

El campesino condujo a Juan por el sendero de piedras que llevaba al pueblo. Esa noche beberían guajo. A una segunda Nochevieja, que también vivieron separados, sucedieron los primeros días del mes de enero de 1976. Susan pasó las fiestas trabajando sin descanso. Philip, que se sentía más solo que nunca, le escribió cinco cartas entre el día de Acción de Gracias y Nochevieja, pero no envió ninguna.

En la noche del 4 de febrero, un terrible temblor de tierra sacudió Guatemala, acabando con la vida de veinticinco mil personas. Susan hizo todo lo posible para viajar hasta allí y prestar ayuda, pero los engranajes oxidados de la maquinaria administrativa se negaron a moverse y tuvo que renunciar a su idea. El 24 de marzo, en Argentina, el régimen peronista fue derrocado. El general Jorge Rafael Videla acababa de ordenar la detención de Isabel Perón; otra esperanza se apagaba en aquella parte del mundo. En Hollywood, un Óscar caía desde un nido de cuco sobre los hombros de Jack Nicholson. El 4 de julio, unos Estados Unidos alborozados festejaban los doscientos años de su independencia. Algunos días más tarde, a centenares de miles de kilómetros, un Viking se posaba sobre Marte y enviaba las primeras imágenes del planeta rojo que la Tierra podía ver. El 28 de julio, otro seísmo alcanzaba el grado ocho de la escala de Richter. A las tres cuarenta y cinco minutos de la madrugada exactamente, la ciudad china de Tangshan era borrada del mapa; en ella vivían un millón seiscientas mil personas. Esa misma noche, cuarenta mil mineros quedaban sepultados en el fondo de una mina situada al sur de Pekín; entre los escombros de la megalópolis, seis millones de personas sin techo acampaban bajo unas precipitaciones diluvianas. China llevaría luto por setecientos cincuenta mil seres humanos. Al día siguiente, el avión de Susan aterrizaría en Newark.

Salió de la agencia un poco antes y en el camino se detuvo, para comprar rosas rojas y lirios blancos, las flores preferidas de Susan. En la tienda de comestibles de la esquina adquirió un mantel de tela, alimentos con los que preparar una buena cena, seis botellas pequeñas de Coca-Cola, porque a ella no le gustaban las grandes, y bolsas de chucherías, sobre todo caramelos ácidos de fresa, que ella devoraba con fruición. Subió la escalera con los brazos cargados de paquetes. Trasladó su mesa de trabajo al centro de la sala de estar y luego puso la mesa, comprobando varias veces que los platos estuviesen bien colocados, los cubiertos simétricamente puestos y los vasos correctamente alineados. Vació las bolsas de chucherías en un bol de desayuno, que situó sobre la repisa de la ventana y consagró la siguiente hora a recortar los tallos de las flores y a arreglar dos ramos; puso el de rosas rojas en el dormitorio, sobre la mesita de noche. Luego cambió las sábanas de la cama, añadió un segundo vaso para los dientes en la estantería del minúsculo cuarto de baño y limpió cuidadosamente los grifos del lavabo y la ducha. Ya era noche entrada cuando revisó el conjunto varias veces para comprobar que todo estuviera a punto y, como le pareció excesivamente ordenado, estudió la manera de redistribuir los objetos para dar un poco más de vida al lugar. Después de pulirse una bolsa entera de patatas fritas y lavarse la cara en el fregadero de la cocina, se estiró en el sofá. Tardó en conciliar el sueño y se despertó muchas veces. Al amanecer se vistió y salió a tomar el autobús que le llevaría al aeropuerto de Newark.

Eran las nueve de la mañana y el avión procedente de Miami aterrizaría en un par de horas. Con la esperanza de que ella hubiese elegido el primer vuelo, reservó su mesa inclinando el respaldo de la silla y se instaló en el mostrador para luchar contra la impaciencia, tratando de entablar conversación con el camarero. No era de esos hombres de librea negra o blanca que en los grandes hoteles están acostumbrados a escuchar las confidencias de sus clientes, y sólo prestó una atención distraída a las palabras de Philip. Entre las diez y las once, tuvo cien veces la tentación de acercarse a la puerta, pero la cita que había concertado con ella era ahí, en esa mesa. Este detalle era un fiel reflejo de Susan, una ilustración perfecta de sus contradicciones. Ella detestaba las situaciones enfáticas, pero adoraba los símbolos. Cuando el Super Continental de la Eastern Airlines sobrevoló la pista, el corazón de Philip comenzó a latir más deprisa y su boca se secó. Pero en cuanto el avión se inmovilizó, supo que ella no venía en ese vuelo. Pegado al ventanal, vio cómo los pasajeros salían del aparato y seguían la línea amarilla pintada en el suelo que los guiaba a la terminal.

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