Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa había terminado de comer sus tortitas y Mary tuvo que ordenar la cocina apresuradamente mientras Philip hacía sonar el claxon para que fueran al coche. El motor ya estaba en marcha cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor, que Lisa le devolvía. Mary intentaba concentrarse en el programa impreso de la jornada, pero lo dejó, pues leer en el coche la mareaba. En cuanto hubieron aparcado fueron a saludar a los profesores. Philip estaba hecho un flan. Antes de que Lisa se alejase para ir a reunirse con sus compañeros de promoción, Mary le dio ánimos y la tranquilizó, actuaba así siempre que había una ceremonia oficial. Philip apremió a Thomas y Mary para que tomaran asiento en las gradas que se hallaban dispuestas delante de la tribuna donde se desarrollaría la entrega de diplomas. Mary hizo un movimiento con las cejas al tiempo que daba unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La ceremonia comenzaría dentro de una hora; no había razón alguna para alarmarse y ella quería aprovechar el tiempo dando un corto paseo por el parque.
Cuando regresó, Philip estaba ya sentado en la primera fila y había colocado cada uno de sus zapatos sobre las dos sillas que tenía al lado para reservarlas.
Al sentarse, Mary le devolvió un mocasín.
– ¡Tienes una imaginación desbordante cuando se trata de reservar un sitio! ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
– Las ceremonias me ponen nervioso.
– ¡Ya ha conseguido su título, Philip! Era antes, durante los exámenes, cuando había que estar nervioso.
– No sé cómo te las arreglas para estar tan tranquila. ¡Mira, ya está en la tribuna! ¡Va a pronunciar su discurso!
– … que desde hace un mes nos sabemos de memoria. Te lo ruego, para de moverte todo el rato de esa manera.
– ¡Pero si no me estoy moviendo!
– Sí. Y tu silla está rechinando. Si quieres escuchar a tu hija, tendrás que estarte quieto.
Thomas los interrumpió. Tras la muchacha que ahora saludaba le tocaba el turno a Lisa. Philip estaba tenso, pero sobre todo muy orgulloso, y se dio la vuelta para contar el número de personas que asistían a la ceremonia. Había doce filas de treinta asientos, lo que sumaba un total de trescientos sesenta espectadores.
¿Fue algo sin importancia lo que atrajo su atención o fue quizás ese eterno instinto lo que hizo que se volviese de nuevo? Desde el fondo de la multitud, sentada en la última fila, una mujer miraba fijamente a Lisa, que avanzaba hacia el micrófono.
Ni las gafas de sol que llevaba puestas ni la ligera capa con la que se cubría, ni tampoco las señales que el tiempo había dejado en su rostro le impidieron reconocer a Susan.
Mary pellizcó a Philip en la rodilla.
– Si quieres ver cómo tu hija recibe el diploma, date la vuelta. Parece como si hubieses visto a un fantasma.
Durante todo el tiempo en que Lisa estuvo saludando a sus profesores, la mano izquierda de Philip, húmeda, temblaba. Mary la cogió entre las suyas y la apretó con fuerza. Cuando Lisa dio solemnemente las gracias a sus padres por su amor y su paciencia, Mary sintió una urgente necesidad de comer unas creps con azúcar. Luego se tocó el párpado con la punta del dedo para ahuyentar la emoción pasajera que atravesaba sus ojos y soltó la mano de Philip.
– ¿Qué te pasa?
– Estoy emocionado.
– ¿Crees que hemos sido unos buenos padres para ella? -preguntó con una voz suave.
Él retomó el aliento y no pudo evitar darse la vuelta una vez más. La silla donde creyera ver a Susan estaba vacía. Barrió con la mirada los alrededores, pero no la vio en ninguna parte. Mary le hizo volver la atención a Lisa, que saludaba entre las aclamaciones. Philip juntó las manos y comenzó a aplaudir con todas sus fuerzas.
Se mantuvo al acecho el resto de la tarde. Diez veces Mary le preguntó qué buscaba y diez veces él le respondió que no se sentía muy bien, que sólo era la resaca de la emoción. Le pidió excusas con ternura y ella decidió que era mejor dejarlo tranquilo y ocuparse de Thomas y, sobre todo, de Lisa, que aún estaba con ellos. Philip deambulaba por el parque de la escuela, paseando entre los árboles, saludando brevemente a las personas con las que se cruzaba, pero… Susan no estaba en ninguna parte. Al final del día consideró la posibilidad de que tal vez había tenido una visión. Sin confesárselo, rogaba para que así fuese. Eran las cinco de la tarde y los cuatro se dirigían al aparcamiento. Fue al aproximarse al coche cuando lo vio, simplemente metido entre las dos puertas: un trocito de papel doblado en cuatro, unas pocas líneas que ya le cortaban la respiración al mismo tiempo que dudaba sobre si leerlas o no. Guardó el secreto en el puño de su mano durante todo el trayecto de regreso. Mary no pronunció ni una sola palabra. Cuando aparcó el coche delante de la casa, simuló que tenía que recoger algo del portaequipajes y dejó que la familia subiese por el sendero.
Una vez solo abrió el papel, que se resumía en una pocas letras: «7 de la mañana». Se lo metió en el bolsillo y se dirigió a la casa.
Durante la cena Lisa no lograba comprender la razón de aquel silencio, que sólo unas frases cortas y forzadas de Mary interrumpía de vez en cuando. El postre estaba todavía en la mesa cuando Thomas declaró que, habida cuenta la «atmósfera hilarante» que reinaba, prefería retirarse a su habitación. Lisa miró primero a Philip y luego a Mary.
– ¿Qué os pasa? ¿Por qué tenéis esa cara de funeral? ¿Habéis discutido?
– En absoluto -respondió Mary-. Lo que ocurre es que tu padre está cansado. Eso es todo. Uno no está obligado a estar siempre en plena forma.
– Es fantástico este ambiente, sobre todo en vísperas de mi marcha -añadió Lisa-. Os dejo, me voy a arreglar la bolsa. Luego iré a la fiesta de Cindy.
– Tu avión sale a las seis de la tarde. Tienes tiempo de sobra para prepararla mañana. Tus cosas quedarán arrugadas si la haces ahora -replicó Philip.
– Los pliegues naturales están de moda. Las ropas bien planchadas y todo lo demás, lo dejo para vosotros. Bueno, me voy.
Subió la escalera y entró en la habitación de su hermano.
– ¿Qué les pasa?
– ¿Qué crees tú? Es porque te vas mañana. Desde hace una semana mamá da vueltas por la casa. Anteayer entró por lo menos cinco veces en tu habitación; una vez arregló las cortinas, otra colocó bien un libro de la estantería, la tercera estiró las sábanas. Yo pasaba por el pasillo y vi cómo abrazaba tu almohada y se la ponía junto a la cara.
– Pero si sólo me voy un par de meses a Canadá. ¡Qué pasará el día en que me vaya a vivir sola!
– Soy yo quien se quedará solo cuando tú te vayas. Te voy a echar de menos este verano.
– Pero si te voy a escribir, pequeñín. Y, además, el próximo año podrás matricularte en mi campamento de vacaciones. Así estaremos juntos.
– ¿Para tenerte a ti de monitora? ¡Jamás! ¡Anda, ve a hacerte la maleta, traidora!
Philip secaba el mismo plato desde hacía cinco minutos. Mary estaba acabando de retirar la mesa y lo observaba. Ella le dirigió su inimitable movimiento de cejas. Él no reaccionó.
– Philip, ¿quieres que hablemos?
– No debes preocuparte -respondió él, sobresaltado-. En Canadá todo le irá muy bien.
– No te hablaba de eso, Philip.
– ¿De qué entonces?
– De lo que en la ceremonia te ha puesto de esa manera.
Dejó el plato en el fregadero y se acercó a ella, invitándola a tomar asiento.
Ella lo miró de hito en hito, inquieta.
– ¡Ten cuidado con tus revelaciones fulminantes! ¿Qué vas a decirme?
Él la miró directamente a los ojos y le acarició la cara.
Ella adivinó la emoción en su mirada y, puesto que él se había callado, como si las palabras que intentaba pronunciar se ahogasen en el fondo de su garganta, repitió la pregunta.
– ¿Qué vas a decirme?
– Mary, desde el día en que Lisa llegó a nuestra vida he comprendido cada mañana al levantarme, en cada uno de tus suspiros cuando te veía dormir, cada vez que tu mirada se cruzaba con la mía o que tu mano estaba entre las mías como ahora, por qué y hasta qué punto te amo. Y además de todas las fuerzas que me has dado, de tus combates, tus sonrisas, de todas las dudas que resolvías, de todas mis dudas que con tu confianza se borraban, de tu capacidad de compartir, de tu paciencia y de todos los días que hemos pasado juntos, uno tras otro, que me has entregado también el mejor regalo del mundo: ¿Cuántos hombres podrán conocer este increíble privilegio de amar y al mismo tiempo ser amado?
Ella descansó la cabeza sobre su pecho, como para oír mejor los latidos de su corazón; quizá también porque había estado esperando tanto tiempo esas palabras.
Luego le rodeó el cuello con los brazos:
– Philip, tienes que ir. Yo no podría, no debo. Tú le explicarás.
– ¿Qué?
– Lo sabes bien. ¡Cómo se parece a Lisa! ¡Es sorprendente! Además, imagino que te habrá citado, en ese papel que escondías en la mano mientras volvíamos a casa.
– No iré.
– Sí que irás. No por ti, sino por Lisa.
Más tarde, cuando estuvieron en el dormitorio, hablaron largo rato. Acurrucados uno en brazos del otro, hablaron de ellos, de Thomas y de Lisa.
En realidad no habían dormido. Se habían levantado al amanecer, y Mary bajó a la cocina para preparar un desayuno rápido. Philip se vistió y entró en el cuarto de Lisa. Se acercó a la cama y pasó su mano por la mejilla de la muchacha para despertarla con suavidad. Ella abrió los ojos y sonrió.
– ¿Qué hora es?
– Date prisa, pequeña. Vístete y baja a desayunar.
Ella miró el despertador y cerró los ojos de nuevo.
– ¡Mi avión despega a las seis de la tarde! Papá, sólo me voy por dos meses. Es necesario que los dos os tranquilicéis. ¿Puedo dormir un poco más? ¡Volví tarde a casa!
– Tal vez cojas otro avión. Cariño, levántate y no pierdas el tiempo, que no tenemos mucho. Te lo explicaré todo en el camino.
La besó en la frente, cogió la bolsa que estaba sobre la mesa y salió de la habitación. Lisa se frotó los ojos, se levantó y se puso un pantalón; se pasó por los hombros una camisa y se la abrochó deprisa. Al cabo de unos instantes, bajaba con los ojos todavía medio cerrados. Philip esperaba delante de la puerta de entrada, anunció que iba al coche y cerró la puerta tras de sí.