Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Está el viejo Ford en el garaje.

– ¿Cuándo circuló por última vez ese cacharro?

– ¡Hace mucho!

– ¿Y arrancará?

– Seguramente. Cargaré la batería y arrancará.

– ¡Seguramente! Además, después de todo, si te quedas en la estacada aquí ya espabilarás. Yo ya he hecho bastante por esta noche.

Arthur acompañó a Paul hasta el coche.

– No te preocupes más por mí, ya has hecho mucho.

– Pues claro que me preocupo por ti. En circunstancias normales te dejaría solo en esta casa, angustiado con la idea de que podría haber fantasmas. ¡Pero es que tú te traes el tuyo!

– ¡Lárgate!

Paul puso el motor en marcha. Antes de irse, bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Estás seguro de que todo va a ir bien?

– Sin duda.

– Bueno, pues entonces me voy.

– Paul…

– ¿Qué?

– Gracias por todo lo que has hecho.

– No ha sido nada.

– Sí, ha sido mucho. Te has arriesgado por mí sin entender nada, simplemente por lealtad y amistad. Eso es mucho, y yo lo sé.

– Ya sé que lo sabes. Bueno, me voy, si no, todavía soltaremos una lagrimita. Cuídate y llámame al despacho para contarme cómo va todo.

Arthur se lo prometió y el automóvil se perdió rápidamente detrás de la colina. Lauren apareció en la escalera de la entrada.

– Bien -dijo-, ¿me enseñas la propiedad?

– ¿Por dónde empezamos, por dentro o por fuera?

– Antes de nada, ¿dónde estamos?

– Estás en la casa de Lili.

– ¿Quién es Lili?

– Lili era mi madre. Aquí es donde yo pasé la mitad de mi infancia.

– ¿Hace mucho que murió?

– Sí, mucho.

– ¿Y no habías vuelto nunca aquí?

– Nunca.

– ¿Porqué?

– Entra. Hablaremos de eso más tarde, después de la visita.

– ¿Por qué? -insistió Lauren.

– Había olvidado que eres la reencarnación de una mula. ¿Por qué esto, por qué lo otro?…

– ¿He sido yo quien te ha hecho venir?

– Tú no eres el único fantasma de mi vida -dijo Arthur en voz baja.

– Se te hace difícil estar aquí.

– Difícil no es la palabra. Digamos más bien que es importante para mí.

– ¿Y lo has hecho por mí?

– Lo he hecho porque había llegado el momento de intentarlo.

– ¿De intentar qué?

– Abrir la maleta negra.

– ¿Te importa decirme qué hay en esa maleta negra?

– Recuerdos.

– ¿Tienes muchos aquí?

– Casi todos. Era mi casa.

– ¿Y después de aquí?

– Después me las arreglé para que el tiempo pasara muy deprisa. Crecí completamente solo.

– ¿Tu madre murió de repente?

– No, murió de cáncer. Ella lo sabía, pero para mí sí que fue muy repentino. Acompáñame, voy a enseñarte el jardín.

Salieron los dos y Arthur llevó a Lauren hasta el mar, que bordeaba el jardín. Se sentaron al borde de las rocas.

– Si supieras cuántas horas he pasado sentado aquí con ella… Contaba las crestas de las olas, haciendo apuestas. Veníamos con frecuencia a ver la puesta de sol. Mucha gente de por aquí se pasa una media hora en la playa para presenciar el espectáculo. Cada día es distinto. Debido a la temperatura del mar, al aire, a montones de cosas, los colores del cielo nunca son iguales. De la misma forma que en las ciudades la gente vuelve a casa a una hora determinada para ver el telenoticias, aquí la gente sale para ver la puesta de sol. Es un ritual.

– ¿Viviste mucho tiempo aquí?

– Cuando ella murió era un niño, sólo tenía diez años.

– ¡Esta tarde me traerás a ver la puesta de sol!

– Aquí es obligatorio -dijo él sonriendo.

Detrás de ellos, la casa comenzaba a brillar, iluminada por la claridad de la mañana. La fachada que daba al mar estaba deteriorada, pero la construcción en su conjunto había resistido bien el paso de los años. Desde el exterior, nadie hubiera creído que llevaba tanto tiempo durmiendo.

– Ha aguantando bien -comentó Lauren.

– Antoine era un maniático del mantenimiento. Jardinero, maestro del bricolaje, pescador, niñera, guarda de la casa… Era un escritor que había venido a parar aquí y al que mamá había dado albergue. Vivía en el pequeño anexo. Antes de que papá sufriera el accidente de avión, era amigo de mis padres. Yo creo que siempre estuvo enamorado de mamá, incluso cuando papá aún estaba aquí. Y sospecho que acabaron por ser amantes, pero mucho más tarde. Los dos hablaban poco, al menos mientras yo estaba despierto, pero entre ellos había una gran complicidad. Se comprendían con la mirada. Curaron en sus silencios comunes toda la violencia de sus respectivas vidas. Reinaba entre ellos un sosiego que resultaba desconcertante, como si se hubieran impuesto el deber de no experimentar nunca más rabia o rebeldía.

– ¿Qué ha sido de él?

Refugiado en el despacho, la estancia donde habían instalado el cuerpo de Lauren, había sobrevivido diez años a Lili. Antoine se había pasado el final de su vida manteniendo la casa. Lili le había dejado dinero; su estilo era preverlo todo, incluso lo imprevisible. Antoine se le parecía en eso. Murió en el hospital a principios de un invierno. Una mañana soleada y fresca, se había despertado cansado. Mientras engrasaba los goznes de la puerta de entrada, había sentido un dolor sordo en el pecho. Había avanzado entre los árboles buscando el aire que le faltaba. El viejo pino bajo en el que dormía la siesta en primavera y verano lo había acogido bajo sus ramas cuando, incapaz de sostenerse, acabó por caer. Atenazado por el dolor, se había arrastrado hasta la casa y había pedido auxilio a unos vecinos. Había sido trasladado al hospital de Monterrey, donde falleció el lunes siguiente. Se hubiera dicho que había preparado su partida. Tras su muerte, el notario se había puesto en contacto con Arthur para preguntarle qué había que hacer con la casa.

– Me dijo que se había quedado de piedra cuando vino aquí. Antoine lo había dejado todo en orden, como si fuera a irse de viaje el día que se encontró mal.

– Tal vez pensaba hacerlo.

– ¿Antoine, irse de viaje? No, qué va… Si para conseguir que fuera a Carmel de compras había que empezar a negociar con él varios días antes… No, yo creo que tuvo el instinto de los elefantes viejos, que presintió que le llegaba la hora; o quizá ya había tenido bastante y se abandonó.

Para explicar su punto de vista, se remitió a la respuesta de su madre a una pregunta que un día él le había hecho sobre la muerte. Arthur quería saber si las personas mayores tenían miedo de morir, y ella le había dado la siguiente respuesta, que tenía muy fresca en la memoria: «Cuando has pasado un buen día, te has levantado temprano para acompañarme a pescar, has corrido y has trabajado en los rosales con Antoine, al llegar la noche estás cansado y, aunque habitualmente no te gusta nada irte a la cama, te sientes feliz de meterte entre las sábanas para conciliar el sueño. Esas noches no tienes miedo de dormirte.

»Pues bien, la vida es en cierto modo como uno de esos días. Al principio experimentamos cierta tranquilidad diciéndonos que un día descansaremos. Quizá porque, con el tiempo, el cuerpo nos impone las cosas con menos facilidad. Todo se vuelve más difícil y fatigoso, así que la idea de dormirse para siempre ya no da miedo como antes.»

– Mamá ya estaba enferma y creo que sabía de lo que hablaba.

– ¿Qué le dijiste tú?

– Me agarré a su brazo y le pregunté si estaba «cansada». Ella sonrió. En fin, lo que quería decir con todo esto es que no creo que Antoine estuviera cansado de vivir, en el sentido depresivo; yo creo que había adquirido una forma de sabiduría.

– Como los elefantes -dijo Lauren en voz baja.

Se encaminaron hacia la casa, pero Arthur, sintiéndose preparado para entrar en la rosaleda, se desvió.

– Por aquí vamos al corazón del reino, la rosaleda…

– ¿Por qué es el corazón del reino?

¡Era el Lugar! A Lili le entusiasmaban las rosas. Era el único tema sobre el que había discutido con Antoine.

– Mamá conocía absolutamente todas las flores. No podías cortar ni una sola sin que ella se diera cuenta.

Había una cantidad inimaginable de variedades. Ella pedía esquejes por catálogo y disfrutaba cultivando especies del mundo entero, sobre todo si en la descripción se especificaba que el desarrollo de la planta requería unas condiciones climáticas muy distintas de las de allí. Era un reto desmentir a los floricultores y lograr que esos esquejes prosperaran.

– ¿Tantas había?

Él había contado hasta ciento treinta y cinco. Durante una lluvia torrencial, su madre y Antoine se habían levantado a media noche, habían ido corriendo al garaje y agarrado una lona que debía de medir diez metros de ancho por treinta de largo. Antoine había enganchado tres de las puntas de la lona en lo alto de unos palos, y la última la habían sostenido los dos con las manos, subidos uno en un taburete y el otro en una silla de árbitro de tenis. Habían pasado así parte de la noche, sacudiendo aquel paraguas gigante cuando resultaba demasiado pesado por la cantidad de agua acumulada. La tormenta había durado más de tres horas.

– Si hubiera habido un incendio dentro de la casa, estoy seguro de que no habrían estado tan excitados. Si los hubieses visto al día siguiente… Estaban destrozados.

Pero, eso sí, la rosaleda se había salvado.

– ¡Mira! -dijo Lauren al entrar en el jardín-. ¡Todavía hay muchísimas!

– Sí, son rosas silvestres. Esas no le temen ni al sol ni a la lluvia, y conviene ponerse guantes para cortarlas porque están repletas de espinas.

Pasaron buena parte del día descubriendo y redescubriendo el inmenso jardín que rodeaba la casa. Arthur le enseñó a Lauren los árboles, las inscripciones que había hecho en la corteza de algunos. Pasado un pino piñonero, le señaló el lugar donde se había roto la clavícula.

– ¿Cómo fue?

– Estaba maduro y caí del árbol.

Y el día transcurrió sin que se dieran cuenta. A la hora prevista, fueron de nuevo a la orilla del mar, se sentaron en las rocas y contemplaron ese espectáculo que gente de todo el mundo va a ver. Lauren abrió los brazos y exclamó:

– ¡Miguel Ángel está en forma esta tarde!

Arthur la miró sonriendo. La noche cayó muy deprisa. Se refugiaron en la casa. Arthur se ocupó de «los cuidados del cuerpo» de Lauren. Luego encendió la chimenea del saloncito, donde se instalaron ambos después de que él hubiera tomado una cena ligera.

30
{"b":"93195","o":1}