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Arthur tomó el manojo de llaves que la señora Senard había dejado sobre la mesa. El llavero era una bolita de plata con una ranura en medio y un minúsculo cierre. Arthur lo levantó y la bola se abrió, mostrando una pequeñísima foto en cada lado. Una era de él cuando tenía siete años; la otra, de Lili. Arthur cerró con delicadeza el llavero.

– ¿Qué estudios superiores piensas cursar? -le preguntó la directora.

– Arquitectura. Quiero ser arquitecto.

– ¿No irás a Carmel, a esa casa?

– No, todavía no, más adelante.

– ¿Porqué?

– Ella sabe por qué. Es un secreto.

La directora se levantó y él hizo lo propio. Cuando llegaron a la puerta del despacho, lo abrazó con fuerza. Entonces puso en la mano de Arthur un sobre y cerró sus dedos sobre él.

– Es de ella -le susurró al oído-. Es para ti. Me pidió que te la entregara justo en este momento.

En cuanto la señora Senard abrió los dos batientes de la puerta, Arthur se adentró en el pasillo sin volverse, con las largas y pesadas llaves en una mano y la carta en la otra. Dobló al llegar a la gran escalera, y entonces ella cerró las dos grandes puertas de su despacho.

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