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– ¡Creía que no era una mirona!

Ella le recordó que un rato antes, en el cuarto de baño, no hacía falta ser una mirona sino simplemente no estar ciega para verlo desnudo. Él se puso rojo como un tomate y le dio las buenas noches.

– Buenas noches, Arthur, que tenga felices sueños.

Arthur se fue al dormitorio y cerró la puerta.

– Está como una cabra -masculló-. Es una historia de locos.

Se tumbó en la cama. Los números verdes del radio-despertador marcaban la una y media. Los vio pasar hasta las dos y once minutos. Se levantó de un salto, se puso un jersey grueso, unos vaqueros y unos calcetines y salió al salón. Lauren estaba sentada con las piernas cruzadas en el alféizar de la ventana.

– Me gusta esta vista-dijo sin volverse cuando él entró

– Fue lo que hizo que me enamorara de este apartamento. Me gusta mirar el puente; en verano me encanta abrir la ventana y oír las sirenas de los cargueros. Siempre he soñado con contar cuántas olas romperán contra su estrave antes de que crucen el Golden Gate.

– Bueno, vamos -dijo él por toda respuesta.

– ¿De verdad? ¿Por qué se ha decidido de pronto?

– Me ha desvelado, así que, puestos a no dormir, más vale solucionar el asunto esta misma noche, porque mañana tengo una reunión importante al mediodía y debo intentar dormir al menos un par de horas, de modo que vámonos ya.

– Bien, ya me reuniré con usted.

– ¿Dónde se reunirá conmigo?

– Le digo que me reuniré con usted. Confíe un poco en mí, aunque sólo sea durante un par de minutos.

A Arthur le parecía que, teniendo en cuenta la situación, ya estaba confiando demasiado en ella. Antes de salir, volvió a preguntarle su apellido. Ella se lo dijo, así como la planta y el número de la habitación donde se suponía que estaba ingresada: planta quinta, habitación 505. Añadió que era fácil acordarse porque era capicúa. A él no le parecía nada fácil lo que le esperaba. Arthur cerró la puerta tras de sí, bajó la escalera y entró en el aparcamiento. Lauren ya estaba dentro del coche, sentada en el asiento de atrás.

– No sé cómo lo hace, pero es impresionante. ¡Oiga, no será una discípula de Houdini!

– ¿De quién?

– Houdini, un ilusionista.

– Está usted muy informado.

– Pase delante, no me he puesto la gorra de chófer.

– Tenga un mínimo de indulgencia. Ya le he dicho que todavía me falta precisión, y después de todo el asiento posterior no está tan mal; hubiera podido aterrizar en el capó, aunque me había concentrado en el interior del coche. Le aseguro que estoy haciendo muchos progresos, y cada vez más deprisa.

Lauren se sentó a su lado y se quedaron en silencio. Ella miraba por la ventanilla mientras Arthur conducía a través de la oscuridad. El le preguntó cómo debía actuar una vez que llegaran al hospital. Ella le propuso que se hiciera pasar por un primo de México que acababa de enterarse de la noticia y se había pasado todo el día y toda la noche conduciendo. Iba a tomar un avión para Inglaterra a primera hora de la mañana y no regresaría antes de medio año; de ahí la imperiosa necesidad de que se saltaran las reglas y le dieran permiso para ver a su querida prima a pesar de lo tarde que era. El no creía en absoluto que tuviera pinta de sudamericano y que se fueran a tragar esa bola. Ella lo encontró muy negativo y sugirió que, si fuera así, volverían al día siguiente. No debía preocuparse. Era más bien la imaginación de ella lo que le preocupaba. El vehículo se adentró en el recinto del complejo hospitalario. Ella le pidió que girara a la derecha y que tomara la segunda calle a la izquierda; luego le indicó que aparcara justo detrás del pino albar. Una vez aparcado el coche, ella le señaló con un dedo el timbre de llamada, advirtiéndole que no lo pulsara mucho rato porque eso les molestaba.

– ¿A quién? -preguntó Arthur.

– A las enfermeras, que casi siempre vienen desde la otra punta del pasillo y no van motorizadas. Venga, espabílese.

– Eso quisiera yo.

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