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Cuando los nuestros depositaron el cuerpo de Patroclo en una camilla, en lugar seguro, Aquiles se acercó. Puso las manos sobre el pecho de su amado, con dulzura, aquellas manos acostumbradas a matar; se las puso sobre el pecho, y se echó a gemir sin tregua, como un león al que, en el corazón del bosque, un cazador le haya arrebatado sus cachorros.

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