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Al principio fueron los troyanos los que nos aplastaron. Pero cuando Patroclo vio a sus amigos cayendo bajo nuestros golpes, a su alrededor, entonces se puso en primera línea: como un gavilán que pone en fuga a los cuervos y los estorninos, se arrojó sobre los enemigos haciéndolos retroceder. Desde la tierra se elevaba el fragor del bronce, del cuero, de las sólidas pieles de buey, bajo los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo. Ningún hombre, por muy perspicaz que fuera, podría ya reconocer el cuerpo de Sarpedón, porque desde la cabeza hasta los pies estaba completamente cubierto por flechas, y polvo, y sangre. Seguíamos combatiendo alrededor de aquel cadáver, sin tregua, como las moscas que zumban sin cesar en el establo alrededor de los jarros llenos de blanca leche. Y así continuó hasta que Héctor hizo algo sorprendente. Tal vez el miedo se había apoderado de su corazón, no lo sé. Vimos que se subía a su carro y que, dándonos la espalda, huía mientras gritaba a todos que lo siguieran. Y todos, en verdad, lo siguieron, abandonando el cuerpo de Sarpedón y el campo de batalla. Había algo que yo no entendía. Corrían hacia su ciudad: pocas horas antes estaban sobre nuestras naves, prendiéndole fuego a nuestras esperanzas, y ahora corrían huyendo hacia su ciudad. Deberíamos haberíos dejado marcharse. Aquello era lo que nos había dicho Aquiles. Expulsadlos de las naves, pero luego deteneos, volved atrás. Deberíamos haberlos dejado marcharse. Pero Patroclo no consiguió detenerse. Grande era el coraje en su corazón. Y límpido el destino de muerte que lo aguardaba.

Se lanzó a la persecución y nos arrastró a todos consigo. No paraba de matar, corriendo hacia las murallas de Troya: Adresto, Autónoo, Equeclo, Périmo, todos cayeron bajo sus golpes; y luego fueron Epístor, Melanipo, Élaso, Mulio, Pilartes; y cuando llegó a las puertas Esceas, con el mismo impulso se lanzó contra la torre, una vez, y luego otra, y luego otra mas, siendo siempre repelido por los escudos brillantes de los tróvanos, y una cuarta vez, de nuevo, antes de darse por vencido. Miré a mi alrededor, entonces, para buscar a Héctor. Parecía indeciso, dudando entre si retirar el ejército tras la muralla o permanecer allí, combatiendo. Ahora sé que en su mente no había dudas, sino tan sólo el instinto de todo gran guerrero. Vi cómo le hacía un gesto a Cebríones, su auriga. Luego vi su carro lanzándose en el corazón de la batalla. Vi a Héctor erguido, sobre el carro, pasando entre los guerreros sin tomarse siquiera la molestia de matar, simplemente surcaba la multitud, y se encaminaba directamente hacia Patroclo: era a donde quería llegar. Patroclo lo comprendió y saltó del carro. Se agachó para coger una piedra del suelo, blanca, puntiaguda. Y cuando el carro de Héctor estuvo a tiro la arrojó con todas sus fuerzas. La piedra le dio a Cebríones, el auriga que empuñaba las riendas: le acertó en mitad de la frente, el hueso se partió, los ojos cayeron al suelo en el polvo, y íuego cayó él también, desde el carro. «¡Qué agilidad!», dijo burlándose Parroclo. «¡Qué pescador más experto serías, Cebríones, si te lanzaras al agua con la misma agilidad con que te lanzas del carro! Pero ¿quién se atreve a decir que no hay buenos nadadores entre los tróvanos?» Se reía. Y se encontró frente a frente con Héctor. Como dos leones hambrientos luchan en la cima de un monte, furibundos, por una cierva muerta, así se pusieron a luchar los dos por el cuerpo de Cebríones. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba. Patroclo lo había aferrado por los pies e intentaba llevárselo de allí. Alrededor de ambos se entabló una lucha feroz, troyanos contra aqueos, todos sobre aquel cadáver.

Luchamos durante horas, en torno a ese hombre que permanecía en el polvo, olvidado ya de carros y caballos y de todo lo que había sido su vida. Cuando al final conseguimos hacer retroceder a los troyanos, algunos de los nuestros cogieron el cuerpo y lo arrastraron lejos de la contienda, para despojarlo. Pero Patroclo permaneció en el corazón de la batalla. Ya no era posible detenerlo. Por tres veces arremetió contra los troyanos, gritando con una voz terrible, y a nueve hombres mató. Pero cuando se arrojó por cuarta vez, semejante a un dios, en ese momento, Patroclo, todos vimos aparecer de repente el término de tu vida. Fue Euforbo quien te dio de Heno entre los hombros, en mitad de la espalda. Llegó sobre su carro, abriéndose paso en el tumulto, había polvo por todas partes, una enorme nube de polvo; no lo viste llegar, surgió como de la nada, repentinamente, a tu espalda, y tú no podías verlo. Yo lo vi, desde muy cerca te clavó la lanza en la espalda…, ¿te acuerdas de Euforbo, Patroclo?, ¿recuerdas que lo veíamos en plena batalla, y comentábamos su belleza, su larga melena sobre los hombros?, ¿no era, entre todos, el más bello?… Te acertó de lleno en coda la espalda y luego, con rapidez, se escapó de allí, fue a esconderse entre los suyos, sintiendo miedo de lo que había hecho.

Patroclo permaneció inmóvil, estupefacto. Los ojos le giraron hacia atrás, las piernas que sustentaban todavía aquel cuerpo tan hermoso ya no ¡o sentían. Me acuerdo de su cabeza, cayendo hacia delante, tras el golpe, y el yelmo cayó en el polvo. Aquel yelmo…, nunca habría pensado verlo sucio de polvo y de sangre, en el suelo: el yelmo que cubría la cabeza y el rostro hermosísimo de Aquiles, hombre divino. Lo vi rodando por el suelo, entre las patas de los caballos, entre el polvo y entre la sangre.

Patroclo dio unos pasos, buscaba algo que pudiera esconderlo o salvarlo. No quería morir. A su alrededor todo se había detenido. Hay algunas muertes que son rituales, pero vosotros no podéis comprenderlo. Nadie detuvo a Héctor cuando se le aproximó. Eso no podéis entenderlo. En medio del tumulto se le acercó, sin que nadie de nosotros acertara a detenerlo; llegó a un paso de él y luego, con la lanza, le atravesó el vientre. Y Patroclo se desplomó al suelo. Todos nosotros lo vimos, esta vez, desplomarse al suelo. Y luego a Héctor, agachándose sobre él, mirarlo a los ojos y decirle, en aquel silencio sobrecogedor: «Patroclo, tú creías que habías venido aquí para destruir mi ciudad, ¿no es cierto?, te imaginabas regresando a casa con la nave llena de mujeres y de riquezas troyanas. Ahora sabes que Troya está defendida por hombres fuertes, y que el más fuerte de ellos se llama Héctor. Tú, ahora, ya no eres nada, sólo eres comida para los buitres. No te será de gran ayuda, por muy fuerte que sea, tu amigo Aquiles. Es él, ¿verdad?, quien te ha enviado aquí. Es él quien te ha dicho: "Patroclo, no vuelvas hasta que hayas desgarrado el pecho y ensangrentado la túnica de Héctor." Y tú, estúpido, lo has escuchado.»

Patroclo se estaba muriendo. Pero todavía encontró fuerzas para hablar. «Ahora puedes, Héctor, jactarte de haberme vencido. Pero la verdad es que morir era mi destino. Los dioses me han matado y, entre los hombres, Euforbo ha sido el primero. Tú, que acabas ahora conmigo, tan sólo eres el tercero, Héctor. Eres sólo el último de aquellos que me han matado. Y ahora escúchame, y no olvides lo que tengo que decirte. Héctor, tú eres un muerto que camina. Nadie podrá alejar de ti tu horrendo destino. La poca vida que te queda todavía, ésa vendrá Aquiles a arrebatártela.»

Luego el velo de la muerte lo envolvió. El alma emprendió el vuelo y se marchó al Hades, llorando la fuerza y la juventud perdidas.

Héctor apoyó el pie sobre el pecho de Patroclo y extrajo la lanza de bronce de la herida. El cuerpo se levantó y luego, desgarrado, cayó de nuevo al polvo. Héctor permaneció allí, contemplándolo. Dijo algo en voz baja. Luego, como dominado por una furia, intentó arremeter contra Automedonte. Lo habría matado, pero se lo llevaron de allí los caballos veloces, los caballos que los dioses le entregaron a Aquiles; se lo llevaron lejos de las garras de Héctor, de su rabia y de la muerte.

Yo moriría dos años después, durante el viaje en que intentaba regresar a casa desde Troya. Fue Neoptólemo quien prendió juego a mi cadáver. Era el hijo de Aquiles. Ahora mis huesos reposan en una tierra de la que no sé ni siquiera su nombre. Tal vez es justo que las cosas hayan terminado de esta manera. Lo cierto es que no habría conseguido regresar verdaderamente de todo aquello, de aquella guerra, de aquella sangre, y de la muerte de dos muchachos a los que no supe salvar.

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