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«Glorioso Aquiles», me respondió, «si de verdad piensas en el retorno, ¿cómo podría yo, hijo mío, permanecer aquí solo, sin ti? Durante años te he querido con todo mi corazón. He hecho de ti lo que eres. ¿Te acuerdas?, no querías ir con nadie más a las fiestas y ni siquiera comías, en casa, si no te ponía yo sobre mis rodillas y te daba de comer, cortándote la carne y sirviéndote el vino. Eras un niño. Caprichoso. ¿Cuántas veces me has ensuciado la túnica, escupiéndome el vino encima? Pero todas las penas y fatigas las viví con felicidad si era por ti, porque tú eras el hijo que nunca podré tener. Y hoy, si hay alguien que puede salvarme de la desgracia, ése eres tú. Doblega tu corazón altivo, Aquiles. No seas tan despiadado. Hasta los dioses se doblegan de vez en cuando, y sin embargo son mil veces más fuertes y grandes que tú. Y se dejan aplacar por las plegarias de los hombres, que para remediar sus propios errores les ofrecen súplicas, libaciones y presentes. Las plegarias son hijas de Zeus, son cojas, bizcas y arrugadas, pero se empeñan en seguir las huellas de nuestros errores para intentar ponerles remedio. Son hijas de Zeus, respétalas: si las rechazas, volverán donde está su padre y le pedirán que te persiga. Agamenón te ruega que abandones tu ira: hazle honor a esta plegaria. No dejes que te posea tu demonio.

Ven a defender las naves: ¿de qué servirá salvarlas luego, cuando estén en llamas?»

Fénix.

Mi buen, mi viejo Fénix.

No debes amar a Agamenón si no quieres hacer que yo, que te amo, te odie. No lloriquees para defenderlo. Ama a aquellos que yo amo y sé un rey junto a mí, y comparte conmigo mi honor. Deja que los otros regresen con los aqueos para llevar mi mensaje. Tú quédate aquí a dormir, y mañana ya decidiremos si regresar a casa con nuestras naves.

Fue entonces cuando Avante se volvió hacia Ulises, diciéndole: «Vámonos de aquí, no sacaremos nada de esta manera. El corazón de Aquiles es orgulloso y salvaje, y es incapaz de escuchar la amistad que le hemos ofrecido. Los aqueos esperan una respuesta nuestra: volvamos a llevársela, aunque sea una respuesta descabellada y cruel.»

Muy bien, eso es una buena idea, Ayante. Volved junto a Agamenón y decidle de mi parte que regresaré a la batalla cuando Héctor alcance mis naves, no las vuestras. Aquí, delante de mi tienda, lo detendré, pero no antes.

Se marcharon. Y yo podía imaginármelos, a los príncipes aqueos, reunidos aquella noche en torno a una hoguera, escuchando mi respuesta, pálidos. Podía verlos regresar, uno a uno, a su propia tienda, en silencio, esperando a la Aurora de luz rosada, y mendigando el regalo del sueño.

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