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Capítulo tres. Viaje a Chile, 1510-1541

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Nuestra animosa caravana emprendió el camino a Chile siguiendo la ruta del desierto, que Diego de Almagro había hecho para regresar, según el quebradizo papel con el dibujo del mapa, que éste le dio a Pedro de Valdivia. Mientras, como un lento gusano, nuestros escasos soldados y mil indios auxiliares subían y bajaban cerros, atravesaban valles y ríos en dirección al sur, la noticia de que llegábamos nos había precedido y las tribus chilenas nos esperaban con las armas prontas. Los incas utilizaban veloces mensajeros, los chasquis, que corrían por pasos ocultos de la sierra en sistema de postas de relevo, cubriendo el imperio desde el extremo norte hasta el río Bío-Bío, en Chile. Así se enteraron los indios chilenos de nuestra expedición tan pronto salimos del Cuzco, y cuando llegamos a su territorio, varios meses más tarde, ya estaban preparados para darnos guerra. Sabían que los viracochas controlaban el Perú desde hacía un tiempo, que el inca Atahualpa había sido ejecutado y que en su lugar reinaba, como un títere, su hermano, el inca Paullo. Este príncipe había entregado a su pueblo para servir a los extranjeros y pasaba la vida en la jaula dorada de su palacio, perdido en los placeres de la lujuria y la crueldad. También sabían que en el Perú se gestaba en la sombra una vasta insurrección indígena, dirigida por otro miembro de la familia real, el fugitivo inca Manco, quien había jurado expulsar a los extranjeros. Habían oído que los viracochas eran feroces, diligentes, tenaces, insaciables y, lo más inaudito, que no respetaban la palabra dada. ¿Cómo podían seguir viviendo con esa vergüenza? Era un misterio. Los indios chilenos nos llamaron huincas , que en su idioma, el mapudungu , quiere decir «gente mentirosa, ladrones de tierra». He tenido que aprender esta lengua porque se habla en Chile entero, de norte a sur. Los mapuche compensan la falta de escritura con una memoria indestructible; la historia de la Creación, sus leyes, sus tradiciones y el pasado de sus héroes están registrados en sus relatos en mapudungu , que pasan intactos de generación en generación, desde el comienzo de los tiempos. Algunos se los traduje al joven Alonso de Ercilla y Zúñiga, a quien me he referido antes, para que se inspirara cuando componía La Araucana . Parece que ese poema fue publicado y circula en la corte de Madrid, pero yo sólo tengo los versos borroneados que me dejó Alonso después de que lo ayudé a copiarlos en limpio. Si mal no recuerdo, así describe en sus octavas reales a Chile y a los mapuche, o araucanos:

Chile, fértil provincia y señalada
en la región antártica famosa,
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa;
la gente que produce es tan granada,
tan soberbia, gallarda y belicosa,
que no ha sido por rey jamás regida
ni a extranjero dominio sometida.

Alonso exagera, por supuesto, pero los poetas tienen licencia para ello, de otro modo los versos carecerían del necesario vigor. Chile no es tan principal y poderoso, ni su gente es tan granada y gallarda, como él dice, pero estoy de acuerdo en que los mapuche son soberbios y belicosos, no han sido por rey jamás regidos ni a extranjero dominio sometidos. Desprecian el dolor; pueden sufrir terribles suplicios sin un quejido, pero no por ser menos sensibles al sufrimiento que nosotros, sino por valientes. No existen mejores guerreros, les honra dejar la vida en la batalla. Nunca lograrán vencernos, pero tampoco podremos someterlos, aunque mueran todos en el intento. Creo que la guerra contra los indios seguirá por siglos, ya que provee a los españoles de siervos. Esclavos es la palabra justa. No sólo los prisioneros de guerra terminan en la esclavitud, también los indios libres, que los españoles cazan con lazo y venden a doscientos pesos por mujer preñada y cien pesos por varón adulto y por niño sano. El comercio ilegal de estas gentes no se limita a Chile, llega hasta la Ciudad de los Reyes, y en él están involucrados desde los encomenderos y capataces de las minas, hasta los capitanes de los barcos. Así exterminaremos a los naturales de esta tierra, como temía Valdivia, porque prefieren morir libres que vivir esclavos. Si cualquiera de nosotros, españoles, tuviese que escoger, tampoco dudaría. A Valdivia le indignaba la estupidez de quienes abusan de este modo, despoblando el Nuevo Mundo. Sin indígenas, decía, esta tierra nada vale. Se murió sin ver el fin de la matanza, que ya dura cuarenta años. Siguen llegando españoles y nacen mestizos, pero los mapuche están desapareciendo, exterminados por la guerra, la esclavitud y las enfermedades de los españoles, las cuales no resisten. Temo a los mapuche por las vicisitudes que nos han hecho pasar; me enfada que hayan rechazado la palabra de Cristo y resistido nuestros intentos de civilizarlos; no les perdonaré la forma feroz en que dieron muerte a Pedro de Valdivia, aunque no hicieron más que devolverle la mano, porque éste había cometido muchas crueldades y abusos contra ellos. Quien a hierro mata, a hierro muere, como dicen en España. También los respeto y admiro, no puedo negarlo. Dignos enemigos somos españoles y mapuche: de parte y parte valientes, brutales y determinados a vivir en Chile. Ellos llegaron aquí antes que nosotros y eso les da mayor derecho, pero nunca podrán expulsarnos y por lo visto tampoco podremos convivir en paz.

¿De adónde vinieron estos mapuche? Dicen que se parecen a ciertos pueblos de Asia. Si allí se originaron, no me explico cómo cruzaron mares tan tumultuosos y tierras tan extensas para llegar hasta aquí. Son salvajes, no saben de arte ni escritura, no construyen ciudades ni templos, no tienen castas, clases ni sacerdotes, sólo capitanes para la guerra, sus toquis. Andan de un lado a otro, libres y desnudos, con sus muchas esposas e hijos, que pelean con ellos en las batallas. No hacen sacrificios humanos, como otros indios de América, y no adoran ídolos. Creen en un solo dios, pero no es nuestro Dios, sino otro al que llaman Ngenechén.

Mientras acampábamos en Tarapacá, donde Pedro de Valdivia planeaba esperar que le llegaran refuerzos y nos repusiéramos de las fatigas pasadas, los indios chilenos se organizaban para hacernos la travesía lo más difícil posible. Rara vez nos daban la cara, pero nos robaban o atacaban por detrás. Así me mantuvieron siempre ocupada con los heridos, sobre todo yanaconas, que luchaban sin caballos ni armaduras. Carne de choque, los llamaban. Los cronistas siempre olvidan mencionarlos, pero sin esas masas silenciosas de indios amigos, que seguían a los españoles en sus empresas y guerras, la conquista del Nuevo Mundo habría sido imposible.

Entre el Cuzco y Tarapacá se nos habían sumado veintitantos soldados españoles y Pedro estaba seguro de que acudirían más cuando se corriera la voz de que la expedición ya estaba en marcha, pero habíamos perdido cinco, número muy alto si se considera cuán pocos éramos. Uno fue herido de gravedad por una flecha emponzoñada y, como no pude curarlo, Pedro lo mandó de vuelta al Cuzco, acompañado por su hermano, dos soldados y varios yanaconas. Días más tarde, el maestre de campo amaneció alborozado, porque había soñado con su esposa, que lo aguardaba en España, y por fin había cedido un dolor agudo que le atravesaba el pecho desde hacía más de una semana. Le serví un tazón de harina tostada con agua y miel, que comió con parsimonia, como si fuese un manjar exquisito. «Hoy estáis más bella que nunca, doña Inés», me dijo con su habitual galantería, y enseguida se le pusieron los ojos de vidrio y cayó muerto a mis pies. Después que le dimos cristiana sepultura, aconsejé a Pedro que nombrara a don Benito en su lugar, porque el viejo conocía la ruta y tenía experiencia en organizar campamentos y mantener la disciplina.

Teníamos algunos soldados menos, pero poco a poco iban llegando, como sombras andrajosas, otros que andaban vagando por campos y serranías, hombres de Almagro, derrotados, sin amigos en el imperio de Pizarro. Llevaban años viviendo de la caridad, poco podían perder en la aventura de Chile.

En Tarapacá acampamos por varias semanas para dar tiempo a indios y bestias a ganar peso antes de emprender la travesía del desierto, que, según don Benito, sería lo peor del viaje. Explicó que la primera parte era muy ardua, pero la segunda, llamada el Despoblado, era mucho peor. Entretanto, Pedro de Valdivia recorría leguas a caballo oteando el horizonte a la espera de nuevos voluntarios. También Sancho de la Hoz debía juntarse con nosotros trayendo por mar los soldados y pertrechos prometidos, pero el empingorotado socio no daba señales de vida.

Mientras yo hacía tejer más mantas y preparaba carne seca, cereales y otros alimentos durables, don Benito tenía trabajando de sol a sol a los negros en las fraguas para abastecernos de municiones, herraduras y lanzas. También organizó partidas de soldados para descubrir los alimentos que enterraban los indios antes de abandonar sus rancheríos. Había instalado el campamento en el lugar más apropiado y seguro, donde había sombra, agua y cerros para colocar a sus vigías. La única tienda decente era la que Pizarro me había dado, espaciosa, de dos habitaciones, hecha con tela encerada y sostenida por un firme andamiaje de palos, tan cómoda como una casa. El resto de los soldados se las arreglaba como podía, con unas telas parcheadas que apenas los protegían del clima. Algunos ni eso poseían, dormían echados junto a sus caballos. El campamento de los indios auxiliares estaba separado y se hallaba permanentemente vigilado, para evitar que escaparan. Por las noches refulgían centenares de pequeñas fogatas, donde cocinaban sus alimentos, y la brisa nos traía el sonido lúgubre de sus instrumentos musicales, que tiene el poder de entristecer por igual a hombres y animales.

Estábamos instalados cerca de un par de aldeas abandonadas, donde no encontramos comida por mucho que buscamos. Allí descubrimos que los indios tienen la costumbre de convivir amablemente con sus parientes fallecidos, los vivos en una parte de la choza y los muertos en otra. En cada vivienda había un cuarto con momias muy bien preservadas, olorosas a musgo, oscuras; abuelos, mujeres, infantes, cada uno con sus objetos personales, pero sin joyas. En el Perú, en cambio, se habían hallado tumbas atiborradas de objetos preciosos, incluso estatuas de oro macizo. «Hasta los muertos son miserables en Chile, no hay una pizca de oro por ninguna parte», maldecían los soldados. Para desquitarse, ataron a las momias con sogas y las arrastraron al galope, hasta que se rompieron los envoltorios y quedó un desparrame de huesos. Celebraron su hazaña con largas risotadas, mientras en el campamento de los yanaconas cundía el espanto. Después de que se puso el sol empezó a circular entre ellos el rumor de que los huesos mancillados empezaban a juntarse y antes del amanecer los esqueletos caerían sobre nosotros como un ejército de ultratumba. Los negros, aterrados, repitieron el cuento, que llegó a oídos de los españoles. Entonces estos vándalos invencibles, que no conocen el miedo ni de nombre, se echaron a lloriquear como criaturas de pecho. A eso de la medianoche era tanta la sonajera de dientes entre los nuestros, que Pedro de Valdivia debió arengarlos para recordarles que eran soldados de España, los más vigorosos y mejor entrenados del mundo, y no un montón de lavanderas ignorantes. Yo no dormí durante varias noches, las pasé rezando, porque los esqueletos andaban rondando, y quien diga lo contrario es que no estuvo allí.

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