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Los soldados, muy descontentos, se preguntaban qué diablos hacíamos acampados durante semanas en ese lugar maldito, por qué no continuábamos hacia Chile, como estaba planeado, o nos volvíamos al Cuzco, lo que sería más cuerdo. Cuando Valdivia ya perdía las esperanzas de que llegaran refuerzos, apareció de súbito un destacamento de ochenta hombres, entre los que venían algunos grandes capitanes, que yo no conocía pero de quienes Pedro me había hablado porque eran de mucha fama, como Francisco de Villagra y Alonso de Monroy. El primero era rubio, colorado, robusto, con un rictus despectivo en la boca y modales abruptos. Siempre me pareció desagradable, porque trataba muy mal a los indios, era avaro y enemigo de los pobres, pero aprendí a respetarlo por su valor y lealtad. Monroy, nacido en Salamanca y descendiente de una familia noble, era todo lo contrario, fino, apuesto y generoso. Nos hicimos amigos de inmediato. Con ellos venía Jerónimo de Alderete, el antiguo camarada de armas de Valdivia, que años antes lo tentó de venir al Nuevo Mundo. Villagra los había convencido de que era mejor unirse a Valdivia: «Más vale servir a su majestad, que andar en tierras donde el demonio está suelto», les dijo, refiriéndose a Pizarro, a quien despreciaba. También llegó con ellos un capellán andaluz, hombre de unos cincuenta años, González de Marmolejo, que llegaría a ser mi mentor, como dije antes. Este religioso dio muestras de mucha bondad en su larga vida, pero creo que debió ser soldado y no fraile, porque era demasiado aficionado a la aventura, la riqueza y las mujeres.

Estos hombres habían estado durante meses en la terrible selva de los Chunchos, al oriente del Perú. La expedición partió con trescientos españoles, pero dos de cada tres perecieron, y los restantes quedaron convertidos en sombras famélicas y deshechas por pestes tropicales. De los dos mil indios, no quedó uno solo con vida. Entre los que dejaron allí los huesos estaba el desafortunado alférez Núñez, a quien Valdivia condenó a pudrirse en los Chunchos, como dijo que haría cuando éste intentó raptarme en el Cuzco. Nadie pudo darme noticia exacta de su fin, simplemente se esfumó en la espesura, sin dejar rastro. Espero que haya muerto como cristiano y no en boca de caníbales. Las penurias que soportaron años antes Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete en las junglas venezolanas fueron cosas de niño comparadas con las que pasaron esos hombres en los Chunchos, bajo torrenciales lluvias calientes y nubes de mosquitos, empantanados, enfermos, hambreados y perseguidos por salvajes que incluso se devoraban entre ellos cuando no lograban cazar a un castellano.

Antes de continuar, debo presentar de forma especial a quien mandaba este destacamento. Era un hombre alto y muy guapo, de frente amplia, nariz aguileña y ojos castaños, grandes y líquidos, como los de un caballo. Tenía los párpados pesados y una mirada remota, un poco dormida, que le suavizaba el rostro. Esto lo pude apreciar al segundo día, después de que se quitó la costra de mugre y se cortó los pelos de la cabeza y la cara, que le daban un aire de náufrago. Aunque era más joven que los otros afamados militares, éstos lo habían escogido capitán de capitanes por su valor y su inteligencia. Su nombre era Rodrigo de Quiroga. Nueve años más tarde sería mi marido.

Me hice cargo de devolver fuerza y salud a los soldados de los Chunchos, ayudada por Catalina y varias indias de mi servicio a las que había entrenado en el oficio de curar. Como dijo don Benito, esas pobres almas acababan de salir del infierno húmedo y enmarañado de la selva y pronto tendrían que internarse en el infierno seco y pelado del desierto. Nada más que lavarlos, limpiarles las pústulas, quitarles los piojos, cortarles la pelambre y las uñas, fue tarea de días. Algunos estaban tan débiles, que las indias debían alimentarlos a cucharaditas con papilla de infante. Catalina me sopló al oído el remedio de los incas para casos extremos y, sin decirles qué era, para no asquearlos, se lo dimos a los más necesitados. Por las noches, sigilosamente, Catalina sangraba a las llamas con un corte en el cuello. Mezclábamos la sangre fresca con leche y un poco de orina y se la dábamos a beber a los enfermos; así se repusieron y al cabo de dos semanas estaban en condiciones de emprender el camino.

Los yanaconas se prepararon para el sufrimiento que los esperaba; no conocían el terreno, pero habían oído hablar del terrible desierto. Cada uno llevaba colgado al cuello un odre para agua hecho con la piel de una pata de animal -llama, guanaco o alpaca-, arrancaban la piel entera y le daban la vuelta como una media, dejando los pelos hacia adentro. Otros usaban vejigas o piel de lobo marino. Agregaban al agua unos granos de maíz tostado, para disimular el olor. Don Benito organizó el transporte de agua en mayor escala, utilizando los barriles que pudo fabricar y también odres de piel, como los indios. Suponíamos que no alcanzaría para tanta gente, pero no se podía cargar más a hombres y llamas. Para colmo, los indios chilenos de la región no sólo habían escondido el alimento, también habían envenenado los pozos, como supimos por un chasqui del inca Manco, a quien se le dio tormento. Don Benito lo descubrió disimulado entre nuestros indios auxiliares y pidió permiso a Valdivia para interrogarlo. Los negros lo quemaron a fuego lento. Yo no tengo estómago para presenciar suplicios y me retiré lo más lejos posible, pero los horrendos alaridos del infeliz, coreados por los aullidos de terror de los yanaconas, se oían en una legua a la redonda. Para librarse del tormento, el mensajero admitió que venía desde el Perú con instrucciones para los indígenas de Chile de impedir el avance de los viracochas. Por eso los indios se escondían en los cerros, con los animales que podían llevar, después de enterrar el alimento y quemar sus siembras. Agregó que él no era el único mensajero, cientos de chasquis trotaban hacia el sur, por senderos secretos, con las mismas instrucciones del inca Manco. Después que hubo confesado lo terminaron de asar en la hoguera, para dar escarmiento. Increpé a Valdivia por permitir tanta crueldad y él me hizo callar, indignado. «Don Benito sabe lo que hace. Te advertí antes de salir que esta empresa no es para gente remilgada. Ahora es tarde para retroceder», replicó.

¡Qué largo y arduo el camino del desierto! ¡Qué lento y fatigoso el paso! ¡Qué caliente la soledad! Transcurrían los días largos, iguales, en una sequedad infinita, un paisaje yermo de tierra áspera y piedra dura, oloroso a polvo quemado y ceniza de espino, pintado de colores encendidos por la mano de Dios. Según don Benito, esos colores eran minerales escondidos y, por lo mismo, resultaba una burla diabólica que ninguno fuese oro o plata. Pedro y yo avanzábamos a pie horas y horas, conduciendo a nuestros caballos por las bridas, para no cansarlos. Hablábamos poco, porque teníamos la garganta ardiente y los labios resecos, pero estábamos juntos y cada paso nos unía más, nos conducía tierra adentro, al sueño que habíamos soñado juntos y que tantos sacrificios costaba: Chile. Yo me protegía con un sombrero de ala ancha, un trapo sobre la cara, con dos huecos para los ojos, y otros trapos amarrados en las manos, porque no disponía de guantes y el sol me las desollaba. Los soldados no aguantaban las armaduras calientes, que llevaban a la rastra. La larga hilera de indios avanzaba despacio, en silencio, mal vigilada por los negros cabizbajos, tan desanimados que no alzaban los látigos. Para los cargadores el camino era mil veces peor que para nosotros; estaban acostumbrados a pasar trabajos y comer poco, a trotar cerro arriba y cerro abajo, impulsados por la energía misteriosa de las hojas de coca, pero no soportaban la sed. Nuestra desesperación aumentaba a medida que pasaban los días sin dar con un pozo sano, los únicos que encontramos habían sido contaminados con cadáveres de animales por los sigilosos indios chilenos. Algunos yanaconas bebieron el agua putrefacta y murieron retorciéndose, con las tripas al fuego.

Cuando creímos que habíamos alcanzado el límite de nuestras fuerzas, el color de las montañas y del suelo cambió. El aire se detuvo, el cielo se volvió blanco y desapareció toda forma de vida, desde los abrojos hasta las aves solitarias que antes solían verse: habíamos entrado al temible Despoblado. Apenas surgía la primera luz del alba nos poníamos en marcha, porque más tarde el sol no permitía avanzar. Pedro había decidido que cuanto más rápido fuese el viaje, menos vidas perderíamos, aunque el esfuerzo de dar cada paso era desmedido. Descansábamos en las horas más calientes, tirados sobre ese mar de arena calcinada, con un sol de plomo derretido sobre nosotros, en un ámbito muerto. Volvíamos a andar a eso de las cinco de la tarde, hasta que caía la noche y no se podía seguir en la densa oscuridad. Era un paisaje áspero, de inmensa crueldad. Carecíamos de ánimo para armar las tiendas y organizar los campamentos sólo por unas horas. No había peligro de ser atacados por enemigos, nadie vivía ni se aventuraba en esas soledades. En la noche, la temperatura cambiaba bruscamente, del calor insoportable del día pasábamos a un frío glacial. Cada uno se echaba donde podía, tiritando, sin hacer caso de las instrucciones de don Benito, el único que insistía en la disciplina. Pedro y yo, abrazados entre nuestros caballos, procurábamos infundirnos calor. Estábamos muy fatigados. No nos acordamos de hacer el amor en las semanas que duró esa parte del viaje. La abstinencia nos dio oportunidad de conocer a fondo nuestras flaquezas y cultivar una ternura que antes yacía sofocada por la pasión. Lo más admirable de ese hombre es que jamás dudó de su misión: poblar Chile con castellanos y evangelizar a los indios. Nunca creyó que moriríamos asados en el desierto, como decían los demás; no le tembló la voluntad.

A pesar del severo racionamiento impuesto por don Benito, llegó un día en que el agua se terminó. Para entonces estábamos enfermos de sed, teníamos la garganta desollada por la arena, la lengua hinchada, los labios llagados. De pronto nos parecía escuchar el sonido de una cascada y ver una laguna cristalina rodeada de helechos. Los capitanes debían retener a la fuerza a los hombres para que no perecieran arrastrándose en la arena tras un espejismo. Algunos soldados bebían la propia orina y la de los caballos, que era muy poca y muy oscura; otros, enloquecidos, se abalanzaban sobre los yanaconas para arrebatarles las últimas gotas que les quedaban en sus odres de patas. Si Valdivia no impone orden con castigos ejemplares, creo que los hubieran matado para chuparles la sangre. Esa noche vino de nuevo a visitarme Juan de Málaga, alumbrado por la clara luna. Se lo señalé a Pedro, pero no pudo verlo y creyó que yo alucinaba. Mi marido lucía muy mal, sus andrajos estaban encostrados de sangre seca y polvo sideral, tenía una expresión desesperada, como si también sus pobres huesos padecieran de sed.

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