Partimos por fin una cálida mañana de enero de 1540. Francisco Pizarro había llegado de la Ciudad de los Reyes, con varios de sus oficiales, a despedirse de Valdivia, llevando de regalo algunos caballos, su único aporte a la expedición. El eco de las campanas de las iglesias, que repicaron desde el amanecer, alborotó a los pájaros en el cielo y a los animales en la tierra. El obispo ofició una misa cantada, a la que todos asistimos, y nos endilgó un sermón sobre la fe y el deber de llevar la Cruz a los extremos de la Tierra; luego salió a la plaza a dar su bendición a los mil yanaconas que aguardaban junto a los bultos y animales. Cada grupo de indios recibía órdenes de un curaca, o jefe, que a su vez obedecía a los capataces negros y éstos a los barbudos viracochas. No creo que los indios apreciaran la bendición obispal, pero tal vez sintieron que el sol radiante de ese día era un buen augurio. Eran en su mayoría hombres jóvenes, además de algunas abnegadas esposas dispuestas a seguirlos aun sabiendo que no volverían a ver a sus hijos, que quedaban en el Cuzco. Por supuesto, iban también las mancebas de los soldados, cuyo número aumentó durante el viaje con las muchachas cautivas de las aldeas arrasadas.
Don Benito me comentó la diferencia entre la primera expedición y la segunda. Almagro partió a la cabeza de quinientos soldados en bruñidas armaduras, con flamantes banderas y pendones, cantando a pleno pulmón, y varios frailes con grandes cruces, además de los miles y miles de yanaconas cargados de pertrechos, y manadas de caballos y otros animales, avanzando todos al son de trompetas y timbales. Por comparación, nosotros éramos un grupo más bien patético, sólo once soldados, además de Pedro de Valdivia y yo, que también estaba dispuesta a blandir una espada si llegaba el caso.
– Que seamos pocos no importa, señora mía, puesto que con coraje y buen ánimo hemos de compensarlo. Con el favor de Dios, por el camino habrán de sumarse otros valientes -me aseguró don Benito.
Pedro de Valdivia cabalgaba delante, seguido por Juan Gómez, nombrado alguacil, don Benito y otros soldados. Lucía espléndido en su armadura, con el yelmo empenachado y vistosas armas, montado en Sultán, su valioso corcel árabe. Más atrás íbamos Catalina y yo, también a caballo. Yo había colocado en el arzón de mi montura a Nuestra Señora del Socorro, y Catalina llevaba en brazos al cachorro Baltasar, porque queríamos que se acostumbrara al olor de los indios. Pensábamos entrenarlo para guardián, no para asesino. Cecilia iba acompañada por un séquito de indias de su servicio, disimuladas entre las mancebas de los soldados. Enseguida venía la fila interminable de animales y cargadores, muchos lloraban, porque iban obligados y se despedían de sus familias. Los capataces negros flanqueaban la larga serpiente de indios. Eran más temidos que los viracochas, por su crueldad, pero Valdivia había dado instrucciones de que sólo él podía autorizar los castigos mayores y el tormento; los capataces debían limitarse al látigo y emplearlo con prudencia. Esa orden se diluyó por el camino y pronto sólo yo habría de recordarla. Al sonido de las campanas, que seguían repicando en las iglesias, se sumaban los gritos de despedida, el piafar de los caballos, el tintineo de los arreos, el quejido largo de los yanaconas y el ruido sordo de sus pies desnudos golpeando la tierra.
Atrás quedó el Cuzco, coronado por la fortaleza sagrada de Sacsayhuamán, bajo un cielo azulino. Al salir de la ciudad, a plena vista del marqués gobernador, su séquito, el obispo y la población de la ciudad que nos despedía, Pedro me llamó a su lado con voz clara y desafiante.
– ¡Aquí, conmigo, doña Inés Suárez! -exclamó, y cuando me adelanté a los soldados y oficiales para colocar mi caballo junto al suyo, agregó en voz baja-: Nos vamos para Chile, Inés del alma mía…