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Fui a confesarme con el obispo del Cuzco, a quien ablandé antes con manteles bordados para su sacristía, ya que necesitaba su permiso para el viaje. Teniendo en mi poder el documento de Pizarro, iba más o menos segura, pero nunca se sabe cómo reaccionarán los frailes y menos aún los obispos. En la confesión no tuve más remedio que exponer la verdad desnuda de mis amores.

– El adulterio es pecado mortal -me recordó el obispo.

– Soy viuda, eminencia. Me confieso de fornicación, que es un pecado horroroso, pero no de adulterio, que es peor.

– Sin arrepentimiento y sin el firme propósito de no volver a pecar, hija, ¿cómo pretendéis que os absuelva?

– Tal como lo hacéis con todos los castellanos del Perú, eminencia, que de otro modo irían a parar de cabeza al infierno.

Me dio la absolución y el permiso. A cambio le prometí que en Chile construiría una iglesia dedicada a Nuestra Señora del Socorro, pero él prefería a Nuestra Señora de las Mercedes, que viene a ser lo mismo con otro nombre, pero para qué iba a discutir con el obispo. Entretanto, Pedro se ocupaba de reclutar a los soldados, conseguir los yanaconas o indios auxiliares necesarios, comprar armas, municiones, carpas y caballos. Yo me hice cargo de otras cosas de menor importancia que rara vez distraen la mente de los grandes hombres, como alimento, herramientas de labranza, utensilios de cocina, llamas, vacas, mulas, cerdos, gallinas, semillas, mantas, telas, lana y mucho más. Los gastos eran muchos y tuve que invertir mis monedas ahorradas y vender mis joyas, que de todos modos no usaba, las tenía guardadas para una emergencia y consideré que no había emergencia mayor que la conquista de Chile. Además, confieso que nunca me han gustado las alhajas y menos aún tan ostentosas como las que me había regalado Pedro. Las pocas veces que me las puse, me parecía ver a mi madre con el ceño fruncido recordándome que no conviene llamar la atención ni provocar envidia. El médico alemán me entregó un baulito con cuchillos, tenazas, otros instrumentos de cirugía y medicamentos: azogue, albayalde fino, mercurio dulce, jalapa en polvo, precipitado blanco, crémor tártaro, sal de saturno, basilicón, antimonio crudo, sangre de drago, piedra infernal, bolo armenio, tierra japónica y éter. Catalina le dio una mirada a los frascos y se encogió de hombros, despectiva. Ella llevaba sus bolsas con el herbolario indígena, que enriqueció por el camino con las plantas curativas de Chile. Además, insistió en llevar la batea de madera para el baño, porque nada le molestaba tanto como la hediondez de los viracochas y estaba convencida de que casi todas las enfermedades eran debidas a la mugre.

En eso estaba cuando llegó a golpear mi puerta un hombre maduro, simplón, con cara de niño, que se presentó como don Benito. Era uno de los hombres de Almagro, curtido por años de vida militar, el único que regresó enamorado de Chile, pero no se atrevía a decirlo en público para que no lo creyeran enajenado. Tan andrajoso como los otros «chilenos», tenía sin embargo una gran dignidad de soldado y no venía a pedir dinero prestado ni a poner condiciones, sino a acompañarnos y ofrecernos su ayuda. Compartía la idea de Valdivia de que en Chile se podía fundar un pueblo justo y sano.

– Esa tierra corre mil leguas de norte a sur y el mar la baña al oeste, mientras que al este hay una sierra tan majestuosa como no se ha visto en España, señora mía -me dijo.

Don Benito nos contó detalles del desastroso viaje de Diego de Almagro. Dijo que el adelantado permitió que sus hombres cometieran atrocidades indignas de un cristiano. Se llevaron del Cuzco a miles y miles de indios atados con cadenas y sogas al cuello, para evitar que escaparan. A los que morían, simplemente les cortaban la cabeza, para no darse el trabajo de desatar a la hilera de cautivos ni detener el avance de la fila, que se arrastraba por la sierra. Cuando les faltaban indios para servirles, se dejaban caer como demonios sobre pueblos indefensos, encadenaban a los hombres, violaban y raptaban a las mujeres, mataban o abandonaban a los niños y, después de robar el alimento y los animales domésticos, quemaban las casas y las siembras. Hacían que los indios cargaran más peso del humanamente posible, incluso que se echaran al hombro a los potrillos recién nacidos y las literas y hamacas en que ellos mismos se hacían transportar para no cansar a sus caballos. En el desierto, más de un viracocha llevaba amarrada a la montura a una india recién parida, para beberle la leche de los senos, a falta de otro líquido, mientras el niño quedaba tirado en las arenas hirvientes. Los negros azotaban hasta la muerte a quienes se doblaban de fatiga, y era tanta el hambre que pasaban los infelices indígenas, que llegaron a comerse los cadáveres de sus compañeros. Al español que era cruel y mataba a más indios, lo tenían por bueno, y al que no, por cobarde. Valdivia lamentó esos hechos, seguro de que él los habría evitado, pero comprendía que así es el desorden de la guerra, como le constaba después de haber presenciado el saqueo de Roma. Dolor y más dolor, sangre por el camino, sangre de las víctimas, sangre que envilece a los opresores.

Don Benito conocía las penurias del viaje porque las había vivido, y nos relató la travesía del desierto de Atacama, que ellos tomaron para volver al Perú. Ésa era la ruta escogida por nosotros para ir a Chile, a la inversa del recorrido de Almagro.

– No debemos contemplar sólo las necesidades de los soldados, señora. También el estado de los indios debe ocuparnos, requieren abrigo, alimento y agua. Sin ellos no llegaremos lejos -me recordó.

Yo lo tenía muy presente, pero proveer para mil yanaconas con el dinero disponible era tarea de mago.

Entre los escasos soldados que vendrían con nosotros a Chile se contaba Juan Gómez, un apuesto y valeroso joven oficial, sobrino del difunto Diego de Almagro. Un día se presentó en mi casa con su gorra de terciopelo en la mano, muy cohibido, y me confesó su relación con una princesa inca, bautizada con el nombre de Cecilia.

– Nos amamos mucho, doña Inés, no podemos separarnos. Cecilia quiere venir conmigo a Chile -me dijo.

– ¡Pues que venga!

– No creo que don Pedro de Valdivia lo permita, porque Cecilia está preñada -balbuceó el joven.

Era un problema serio. Pedro había sido muy claro en su decisión de que en un viaje de tal magnitud no se podían llevar mujeres en esa condición, porque era muy engorroso, pero al comprobar la angustia de Juan Gómez me sentí obligada a darle una mano.

– ¿De cuántos meses está la preñez? -le pregunté.

– Más o menos de tres o cuatro.

– Os dais cuenta del riesgo que esto supone para ella, ¿verdad?

– Cecilia es muy fuerte, dispondrá de las comodidades necesarias y yo la ayudaré, doña Inés.

– Una princesa mimada y su séquito serán un incordio tremendo.

– Cecilia no molestará, señora. Le aseguro que apenas la notarán en la caravana…

– Está bien, don Juan, no habléis de esto con nadie por el momento. Veré cómo y cuándo se lo anuncio al capitán general Valdivia. Preparaos para partir dentro de poco.

Agradecido, Juan Gómez me trajo de regalo un cachorro negro de pelaje áspero y duro, como el de un cerdo, que se convirtió en mi sombra. Le puse por nombre Baltasar, porque era 6 de enero, día de los Reyes Magos. Ese animal fue el primero de una serie de perros iguales, descendientes suyos, que me han acompañado durante más de cuarenta años. Dos días más tarde acudió a visitarme la princesa inca, que llegó en una litera llevada por cuatro hombres y seguida por otras cuatro criadas cargadas de regalos. Yo nunca había visto de cerca a un miembro de la corte del Inca; concluí que las princesas de España palidecerían de envidia ante Cecilia. Era muy joven y bella, con facciones delicadas, casi infantiles, de corta estatura y delgada, pero resultaba imponente, porque poseía la altivez natural de quien ha nacido en cuna de oro y está acostumbrada a ser servida. Vestía a la moda del incanato, con sencillez y elegancia. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello suelto, como un manto negro, liso y reluciente, que le cubría la espalda hasta la cintura. Me anunció que su familia estaba dispuesta a contribuir con los pertrechos de los yanaconas, siempre que no los llevaran encadenados. Así lo había hecho Almagro con la disculpa de que mataba dos pájaros de un tiro: evitaba que los indios escaparan y transportaba hierro. Más infelices murieron por esas cadenas de pesadumbre que por los rigores del clima. Le expliqué que Valdivia no pensaba hacer eso, pero ella me recordó que los viracochas trataban a los indígenas peor que a las bestias. ¿Podía yo responder por Valdivia y por la conducta de los otros soldados?, preguntó. No, no podía, pero le prometí mantenerme vigilante y, de paso, la felicité por sus compasivos sentimientos, ya que los incas de la nobleza rara vez tenían consideraciones con su pueblo. Me miró extrañada.

– La muerte y los suplicios son normales, pero las cadenas no. Resultan humillantes -me aclaró en el buen castellano aprendido de su amante.

Cecilia llamaba la atención por su hermosura, sus ropas del más fino tejido peruano y su inconfundible porte de realeza, pero se las arregló para pasar casi desapercibida durante las primeras cincuenta leguas de viaje, hasta que encontré el momento adecuado para hablar con Pedro, quien al principio reaccionó con cólera, como cabía esperarse cuando una de sus órdenes era ignorada.

– Si yo estuviese en la situación de Cecilia, habría tenido que quedarme atrás… -suspiré.

– ¿Acaso lo estás? -preguntó, esperanzado, porque siempre quiso tener un hijo.

– No, por desgracia, pero Cecilia sí, y no es la única. Tus soldados están preñando a las indias auxiliares cada noche, y ya tenemos a una docena con el vientre lleno.

Cecilia resistió la travesía del desierto, en parte montada en su mula y en parte cargada en una hamaca por sus servidores, y su hijo fue el primer niño nacido en Chile. Juan Gómez nos pagó con una lealtad incondicional que habría de sernos muy útil en los meses y años venideros.

Cuando ya estaba todo listo para emprender el camino con el puñado de soldados que quisieron acompañarnos, surgió un inconveniente inesperado. Un cortesano, antiguo secretario de Pizarro, llegó de España con una autorización del rey para conquistar los territorios al sur del Perú, desde Atacama hasta el estrecho de Magallanes. Este Sancho de la Hoz era pulcro de modales y amistoso de palabra, pero falso y vil de corazón. Eso sí, iba muy emperifollado, se vestía con chorreras de encajes y se rociaba con perfume. Los hombres se reían de él a sus espaldas, pero pronto empezaron a imitarlo. Llegó a ser más peligroso para la expedición que las inclemencias del desierto y el odio de los indios; no merece que su nombre quede en esta crónica, pero no puedo evitar mencionarlo, ya que vuelve a aparecer más adelante y, si hubiera logrado su propósito, Pedro de Valdivia y yo no habríamos cumplido nuestros destinos. Con su llegada, había dos hombres para la misma empresa, y por unas semanas pareció que ésta se trancaba sin remedio, pero al cabo de muchas discusiones y demoras el marqués gobernador Francisco Pizarro decidió que ambos acometieran la conquista de Chile en calidad de socios: Valdivia iría por tierra, De la Hoz por mar, y se encontrarían en Atacama. «Tú te vas cuidando mucho de este Sancho, pues, mamitay», me advirtió Catalina cuando supo lo ocurrido. Nunca lo había visto, pero lo caló con sus conchas de adivinar.

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