Mister Cardinal volvió a clavar su mirada en el suelo y tras unos minutos de silencio, dijo:
– Recuerdo una vez que vine, hace tiempo, y estaba aquel norteamericano. Fue con ocasión de una importante conferencia que mi padre había organizado. Recuerdo que el norteamericano estaba más borracho aún de lo que lo estoy yo ahora, y durante la cena se levantó de la mesa y se quedó allí plantado de pie, delante de todo el mundo. Entonces, dirigiéndose al señor y señalándole, le dijo que era un aficionado. Le llamó torpe aficionado y le espetó que se estaba metiendo en lo que no le llamaban. Y ahora le aseguro, Stevens, que aquel individuo no se equivocaba. Es verdad, Stevens. El mundo actual se ha convenido en algo sucio, donde los buenos sentimientos y la generosidad ya no tienen cabida. Usted mismo lo ha visto. Ha visto cómo manipulaban una naturaleza buena y generosa. ¿No se ha dado cuenta, Stevens?
– Lo siento, señor, pero no puedo decirle que lo haya advertido.
– Está bien. No puede decir que lo ha advertido. Pues bien, yo no sé qué hará usted, pero por lo que a mí respecta no voy a quedarme con los brazos cruzados. Si mi padre viviera, ya habría hecho algo.
Mister Cardinal volvió a guardar silencio y durante unos instantes, quizá por haber evocado el recuerdo de su difunto padre, su rostro reflejó una gran melancolía. Finalmente, dijo:
– ¿Le satisface a usted ver cómo su señor está cada vez más cerca del precipicio?
– Discúlpeme, señor, pero no sé exactamente a qué se refiere. -Está bien, Stevens, puesto que no lo entiende usted y somos amigos, se lo explicaré claramente. Durante estos últimos años, es probable que Hitler no haya tenido un instrumento tan útil como el señor para hacer entrar su propaganda en este país. Con la ventaja, además, de que el señor es una persona sincera y respetable que no ha sabido apreciar el alcance real de lo que estaba haciendo. En sólo estos tres últimos años, el señor ha dispuesto un eslabón esencial en el establecimiento de vínculos entre Berlín y más de sesenta buenos contactos en este país. El servicio que les ha prestado es incalculable. Puede decirse que el señor Ribbentrop ha podido prescindir prácticamente de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. Y por si no fuese ya suficiente con su maldito congreso y sus malditos Juegos Olímpicos, ¿sabe en qué tienen ahora ocupado al señor? ¿Sabe qué es lo que están negociando ahora?
– Me temo que no, señor.
– El señor está intentando convencer al primer ministro de que acepte la invitación del señor Hitler para ir a visitarle, y se muestra convencido de que la opinión del primer ministro respecto al actual régimen político alemán es fruto de un terrible malentendido.
– No veo que haya nada que objetar a eso, señor. Lord Darlington siempre ha procurado favorecer el acuerdo entre ambas naciones.
– Y no acaba ahí la cosa, Stevens. En este preciso instante, a menos que esté totalmente equivocado, el señor está defendiendo la idea de que Su Majestad en persona también debería ir a visitar al señor Hitler. De todos es sabido el entusiasmo que los nazis suscitan en nuestro nuevo rey, y al parecer aceptaría de buen grado la invitación. Y en este preciso instante, Stevens, justo en este instante, el señor está haciendo lo posible por barrer todas las objeciones que el Ministerio de Asuntos Exteriores mantiene contra esta idea aberrante.
– Discúlpeme, señor, pero ¿en qué sentido está faltando el señor a su magnánima y noble naturaleza? Después de todo, sólo está haciendo lo posible para que siga reinando la paz en Europa.
– Pero dígame, Stevens, ¿no se ha parado a pensar, aunque sea por un momento, que podría ser yo el que tuviera razón? Lo que le estoy diciendo, ¿no le hace al menos dudar ?
– Discúlpeme, señor, pero debo decirle que tengo plena confianza en la clarividencia de mi señor.
– Nadie con la suficiente clarividencia seguiría creyendo en las palabras que Hitler pronuncia al otro lado del Rin, Stevens. El señor no tiene ni idea de lo que está haciendo… Vaya, discúlpeme, creo que ahora sí le he molestado.
– En absoluto, señor -dije yo. De hecho, me había levantado al oír que me llamaban al salón-. Parece que los señores me necesitan. Le ruego que me disculpe.
El salón estaba lleno del humo de los cigarrillos. Y con una expresión solemne y sin pronunciar palabra, aquellos distinguidos caballeros siguieron fumando mientras mi señor me pidió que les llevara una botella de oporto de una calidad excelente que había en la bodega.
A aquellas horas de la noche, el ruido de mis pasos al bajar la escalera de servicio tuvo que oírse necesariamente, y fue con seguridad este ruido lo que atrajo la curiosidad de miss Kenton, ya que mientras avanzaba sumido en la oscuridad del pasillo, se abrió la puerta de su habitación y la vi aparecer, iluminada por la luz que venía de dentro.
– Me sorprende verla aún en pie, miss Kenton -le dije acercándome.
– Mister Stevens, me he portado como una imbécil.
– Discúlpeme, miss Kenton, pero ahora mismo no tengo tiempo para hablar.
– Mister Stevens, no debe tomarse a pecho nada de lo que le he dicho antes. Me he portado como una imbécil.
– No me he tomado nada de lo que usted ha dicho a pecho, miss Kenton. De hecho, ya no recuerdo a qué se refiere. Arriba están teniendo lugar hechos de gran importancia y en estos momentos no puedo entretenerme en hablar con usted. Ahora sólo le sugiero que descanse.
Tras pronunciar estas palabras, me marché rápidamente. Sin embargo, cuando me encontraba a unos pocos pasos de la puerta de la cocina, la oscuridad en que volvió a sumirse el pasillo me indicó que miss Kenton había cerrado de nuevo la puerta.
Encontrar en la bodega la botella en cuestión y preparar lo necesario para servirla no me llevó mucho tiempo. Por ello, tan sólo unos minutos después de haberme encontrado a miss Kenton, me vi de nuevo en el pasillo, esta vez cargado con una bandeja. Al llegar a la puerta de miss Kenton, deduje, por la luz que se filtraba a través de los contornos, que aún seguía despierta, y ése fue el momento, y ahora sí estoy seguro, que quedó grabado en mi memoria como un recuerdo imperecedero, el momento en que me detuve en la oscuridad casi absoluta del pasillo, con la bandeja en las manos, y la convicción cada vez más certera de que, a sólo unos metros al otro lado de la puerta, miss Kenton estaba llorando. Que ahora recuerde, no hubo pruebas que realmente confirmaran esta certidumbre, pues la verdad es que no oí ningún sollozo; sin embargo, sí recuerdo que en aquel momento estuve bastante seguro de que, en caso de haber llamado a la puerta y haber entrado, habría encontrado a miss Kenton llorando. No sé hasta cuándo permanecí allí de pie. En aquel momento me pareció mucho tiempo, aunque en realidad supongo que sólo fue cuestión de segundos, ya que, naturalmente, debí apresurarme a subir de nuevo para servir a algunos de los más eminentes caballeros del país y es imposible, por tanto, que me demorase demasiado.
Cuando volví al salón, vi que el ambiente entre los caballeros seguía siendo bastante grave, aunque he de señalar que, al margen de esto, no tuve demasiadas oportunidades de hacerme una idea sobre el desarrollo de la reunión, ya que nada más entrar, mi señor me cogió la bandeja de las manos y me dijo:
– Gracias, Stevens. Yo serviré. Eso es todo.
Tras cruzar de nuevo el vestíbulo, volví a mi puesto habitual debajo del arco y, durante más o menos una hora, en concreto hasta que se marcharon los señores, no ocurrió ningún hecho que me obligara a abandonar mi puesto. Fue una hora que, sin embargo, retuve perfectamente en la memoria y, durante todos estos años, he tenido de ella un recuerdo muy nítido. Al principio, debo reconocer que me sentí bastante abatido. Pero después, mientras transcurrieron los minutos, empecé a notar un fenómeno curioso. Es decir, empezó a invadirme una fuerte sensación de triunfo. No recuerdo si, en aquel momento, pude explicarme esa reacción; hoy, en cambio, analizando aquel instante de nuevo, no me parece tan difícil poder entenderlo. Después de todo, aunque las últimas horas del día habían sido agotadoras, me había esforzado por mantener cada minuto «la dignidad propia de mi condición», de un modo, además, del que incluso mi padre habría estado orgulloso. Frente a mí, al otro lado del vestíbulo, tras aquella puerta en la que tenía clavados mis ojos, en la misma habitación donde acababa de prestar mis servicios, los seres más poderosos de Europa deliberaban sobre el destino de nuestro continente. Nadie habría podido negarme que en aquellos momentos estuve todo lo cerca del eje de los acontecimientos importantes que un mayordomo podría soñar. Por lo tanto, me imagino que en esos instantes, mientras meditaba sobre lo ocurrido aquella noche y sobre lo que aún estaba sucediendo, tuve la sensación de que aquellos acontecimientos venían a resumir el transcurso y los logros de toda una vida, y no creo que exista otra explicación de la sensación de triunfo que me invadió aquella noche.