– Reconocí el chaleco de inmediato. Yo misma se lo había tejido a John el año anterior. Lo escondí porque tú lo hubieras reconocido también -explicó a Jeremy.
– ¿Quién es la madre de Eliza, John?
– No recuerdo su nombre…
– ¡No sabes cómo se llama! ¿Cuántos bastardos has sembrado por el mundo? -exclamó Jeremy.
– Era una muchacha del puerto, una joven chilena, la recuerdo muy bonita. Nunca volví a verla y no supe que estaba encinta. Cuando Rose me mostró el chaleco, un par de años más tarde, me acordé que se lo había puesto a esa joven en la playa porque hacía frío y luego olvidé pedírselo. Tienes que entender, Jeremy, así es la vida de los marinos. No soy una bestia…
– Estabas ebrio.
– Es posible. Cuando comprendí que Eliza era mi hija, traté de ubicar a la madre, pero había desaparecido. Tal vez murió, no lo sé.
– Por alguna razón esa mujer decidió que nosotros debíamos criar a la niña, Jeremy, y nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Le dimos cariño, una buena vida, educación. Tal vez la madre no podía darle nada, por eso nos trajo a Eliza envuelta en el chaleco, para que supiéramos quién era el padre -agregó Miss Rose.
– ¿Eso es todo? ¿Un mugriento chaleco? ¡Eso no prueba absolutamente nada! Cualquiera puede ser el padre. Esa mujer se deshizo de la criatura con mucha astucia.
– Temía que reaccionaras así, Jeremy. Justamente por eso no te lo dije entonces -replicó su hermana.
Tres semanas después de despedirse de Tao Chi´en, Eliza estaba con cinco mineros lavando oro a orillas del Río Americano. No había viajado sola. El día en que salió de Sacramento se unió a un grupo de chilenos que partía hacia los placeres. Habían comprado cabalgaduras, pero ninguno sabía de animales y los rancheros mexicanos disfrazaron hábilmente la edad y los defectos de los caballos y las mulas. Eran unas bestias patéticas con las peladuras disimuladas con pintura y drogadas, que a las pocas horas de marcha perdieron ímpetu y arrastraban las patas cojeando. Llevaba cada jinete un cargamento de herramientas, armas y tiestos de latón, de modo que la triste caravana avanzaba a paso lento en medio de un estrépito de metales. Por el camino iban desprendiéndose de la carga, que quedaba desparramada junto a las cruces salpicadas en el paisaje para indicar a los difuntos. Ella se presentó con el nombre de Elías Andieta, recién llegado de Chile con el encargo de su madre de buscar a su hermano Joaquín y dispuesto a recorrer California de arriba abajo hasta cumplir con su deber.
– ¿Cuántos años tienes, mocoso? -le preguntaron.
– Dieciocho.
– Pareces de catorce. ¿No eres muy joven para buscar oro?
– Tengo dieciocho y no ando buscando oro, sólo a mi hermano Joaquín -repitió.
Los chilenos eran jóvenes, alegres y todavía mantenían el entusiasmo que los había impulsado a salir de su tierra y aventurarse tan lejos, aunque empezaban a darse cuenta de que las calles no estaban empedradas de tesoros, como les habían contado. Al principio Eliza no les daba la cara y mantenía el sombrero encima de los ojos, pero pronto notó que los hombres poco se miran entre ellos. Asumieron que se trataba de un muchacho y no se les extrañó la forma de su cuerpo, su voz o sus costumbres. Ocupados cada uno de lo suyo, no se fijaron en que no orinaba con ellos y cuando tropezaban con un charco de agua para refrescarse, mientras ellos se desnudaban, ella se zambullía vestida y hasta con el sombrero puesto, alegando que así aprovechaba de lavar su ropa en el mismo baño. Por otra parte, la limpieza era lo de menos y a los pocos días estaba tan sucia y sudada como sus compañeros. Descubrió que la mugre empareja a todos en la misma abyección; su nariz de sabueso apenas distinguía el olor de su cuerpo del de los demás. La tela gruesa de los pantalones le raspaba las piernas, no tenía costumbre de cabalgar por largos trechos y al segundo día apenas podía dar un paso con las posaderas en carne viva, pero los otros también eran gente de ciudad y andaban tan adoloridos como ella. El clima seco y caliente, la sed, la fatiga y el asalto permanente de los mosquitos, les quitaron pronto el ánimo para la chacota. Avanzaban callados, con su sonajera de trastos, arrepentidos antes de empezar. Exploraron durante semanas tras un lugar propicio donde instalarse a buscar oro, tiempo que Eliza aprovechó para inquirir por Joaquín Andieta. Ni los indicios recogidos ni los mapas mal trazados servían de mucho y cuando alcanzaban un buen lavadero se encontraban con cientos de mineros llegados antes. Cada uno tenía derecho a reclamar cien pies cuadrados, marcaba su sitio trabajando a diario y dejando allí sus herramientas cuando se ausentaba, pero si se iba por más de diez días, otros podían ocuparlo y registrarlo a sus nombres. Los peores crímenes, invadir una pertenencia ajena antes del plazo y robar, se pagaban con la horca o con azotes, después de un juicio sumario en que los mineros hacían de jueces, jurado y verdugos. Por todos lados encontraron partidas de chilenos. Se reconocían por la ropa y el acento, se abrazaban entusiasmados, compartían el "mate", el aguardiente y el "charqui", se contaban en vívidos colores las mutuas desventuras y cantaban canciones nostálgicas bajo las estrellas, pero al día siguiente se despedían, sin tiempo para excesos de hospitalidad. Por el acento de lechuguinos y las conversaciones, Eliza dedujo que algunos eran señoritos de Santiago, currutacos medio aristócratas que pocos meses antes usaban levita, botas de charol, guantes de cabritilla y pelo engominado, pero en los placeres resultaba casi imposible diferenciarlos de los más rústicos patanes, con quienes trabajaban de igual a igual. Los remilgos y prejuicios de clase se hacían humo en contacto con la realidad brutal de las minas, pero no así el odio de razas, que al menor pretexto explotaba en peleas. Los chilenos, más numerosos y emprendedores que otros hispanos, atraían el odio de los gringos. Eliza se enteró que en San Francisco un grupo de australianos borrachos había atacado Chilecito, desencadenando una batalla campal. En los placeres funcionaban varias compañías chilenas que habían traído peones de los campos, inquilinos que por generaciones habían estado bajo un sistema feudal y trabajaban por un sueldo ínfimo y sin extrañarse de que el oro no fuese de quien lo encuentra, sino del patrón. A los ojos de los yanquis, eso era simple esclavitud. Las leyes americanas favorecían a los individuos: cada propiedad se reducía al espacio que un hombre solo podía explotar. Las compañías chilenas burlaban la ley registrando los derechos a nombre de cada uno de los peones para abarcar más terreno.
Había blancos de varias nacionalidades con camisas de franela, pantalones metidos en las botas y un par de revólveres; chinos con sus chaquetas acolchadas y calzones amplios; indios con ruinosas chaquetas militares y el trasero pelado; mexicanos vestidos de algodón blanco y enormes sombreros; sudamericanos con ponchos cortos y anchos cinturones de cuero donde llevaban su cuchillo, el tabaco, la pólvora y el dinero; viajeros de las Islas Sandwich descalzos y con fajas de brillantes sedas; todos en una mezcolanza de colores, culturas, religiones y lenguas, con una sola obsesión común. A cada uno Eliza preguntaba por Joaquín Andieta y pedía que corrieran la voz de que su hermano Elías lo buscaba. Al internarse más y más en ese territorio, comprendía cuán inmenso era y cuán difícil sería encontrar a su amante en medio de cincuenta mil forasteros pululando de un lado a otro.
El grupo de extenuados chilenos decidió por fin instalarse. Habían llegado al valle del Río Americano bajo un calor de fragua, con sólo dos mulas y el caballo de Eliza, los demás animales habían sucumbido por el camino. La tierra estaba seca y partida, sin más vegetación que pinos y robles, pero un río claro y torrentoso bajaba a saltos por las piedras desde las montañas, atravesando el valle como un cuchillo. En ambas orillas había hileras y más hileras de hombres cavando y llenando baldes con la tierra fina, que luego arneaban en un artefacto parecido a la cuna de un infante. Trabajaban con la cabeza al sol, las piernas en el agua helada y la ropa empapada; dormían tirados por el suelo sin soltar sus armas, comían pan duro y carne salada, bebían agua contaminada por las centenares de excavaciones río arriba y licor tan adulterado, que a muchos les reventaba el hígado o se volvían locos. Eliza vio morir a dos hombres en pocos días, revolcándose de dolor y cubiertos del sudor espumoso del cólera y agradeció la sabiduría de Tao Chi´en, que no le permitía beber agua sin hervir. Por mucha que fuera la sed, ella esperaba hasta la tarde, cuando acampaban, para preparar té o "mate". De vez en cuando se oían gritos de júbilo: alguien había encontrado una pepa de oro, pero la mayoría se contentaba con separar unos gramos preciosos entre toneladas de tierra inútil. Meses antes aún podían ver las escamas brillando bajo el agua límpida, pero ahora la naturaleza estaba trastornada por la codicia humana, el paisaje alterado con cúmulos de tierra y piedras, hoyos enormes, ríos y esteros desviados de sus cursos y el agua distribuida en incontables charcos, millares de troncos amputados donde antes había bosque. Para llegar al metal se necesitaba determinación de titanes.
Eliza no pretendía quedarse, pero estaba agotada y se encontró incapaz de continuar cabalgando sola a la deriva. Sus compañeros ocuparon un pedazo al final de la hilera de mineros, bastante lejos del pequeño pueblo que empezaba a emerger en el lugar, con su taberna y su almacén para satisfacer las necesidades primordiales. Sus vecinos eran tres oregoneses que trabajaban y bebían alcohol con descomunal resistencia y no perdieron tiempo en saludar a los recién llegados, por el contrario, les hicieron saber de inmediato que no reconocían el derecho de los "grasientos" a explotar el suelo americano. Uno de los chilenos los enfrentó con el argumento de que tampoco ellos pertenecían allí, la tierra era de los indios, y se habría armado camorra si no intervienen los demás a calmar los ánimos. El ruido era una continua algarabía de palas, picotas, agua, rocas rodando y maldiciones, pero el cielo era límpido y el aire olía a hojas de laurel. Los chilenos se dejaron caer por tierra muertos de fatiga, mientras el falso Elías Andieta armaba una pequeña fogata para preparar café y daba agua a su caballo. Por lástima, dio también a las pobres mulas, aunque no eran suyas, y descargó los bultos para que pudieran reposar. La fatiga le nublaba la vista y apenas podía con el temblor de las rodillas, comprendió que Tao Chi´en tenía razón cuando le advertía la necesidad de recuperar fuerzas antes de lanzarse en esa aventura. Pensó en la casita de tablas y lona en Sacramento, donde a esa hora él estaría meditando o escribiendo con un pincel y tinta china en su hermosa caligrafía. Sonrió, extrañada de que su nostalgia no evocara la tranquila salita de costura de Miss Rose o la tibia cocina de Mama Fresia. Cómo he cambiado, suspiró, mirando sus manos quemadas por el sol inclemente y llenas de ampollas.