El viernes a mediodía se presentó ante la mujer. Iba llena de ínfulas, animada por justa indignación y dispuesta a decirle unas cuantas verdades, pero se fue desinflando a medida que avanzaba por las callejuelas torcidas de ese barrio, donde nunca había puesto los pies. Se arrepintió del vestido que había escogido, lamentó su sombrero demasiado adornado y sus botines blancos, se sintió ridícula. Golpeó la puerta confundida por un sentimiento de vergüenza, que se tornó en franca humildad cuando vio a la madre de Andieta. No había imaginado tanta devastación. Era una mujercita de nada, con ojos afiebrados y expresión triste. Le pareció una anciana, pero al mirarla bien comprendió que aún era joven y antes había sido bella, pero no cabía duda de que estaba enferma. La recibió sin sorpresa, acostumbrada a las señoras ricas que acudían a encargarle trabajos de costura y bordado. Se pasaban el dato unas a otras, no era extraño que una dama desconocida tocara su puerta. Esta vez se trataba de una extranjera, podía adivinarlo por ese vestido color de mariposas, ninguna chilena osaba vestirse así. La saludó sin sonreír y la hizo entrar.
– Siéntese, por favor, señora. ¿En qué puedo servirla?
Miss Rose se sentó en el borde de la silla que le ofrecía y no pudo articular palabra. Todo lo planeado se esfumó de su mente en un relámpago de compasión absoluta por esa mujer, por Eliza y por ella, mientras le corrían las lágrimas como un río, lavándole la cara y el alma. La madre de Joaquín Andieta, turbada, le tomó una mano entre las suyas.
– ¿Qué le pasa, señora? ¿Puedo ayudarla?
Y entonces Miss Rose le contó a borbotones en su español de gringa que su única hija había desaparecido hacía más de una semana, estaba enamorada de Joaquín, se habían conocido meses atrás y desde entonces la muchacha no era la misma, andaba enardecida de amor, cualquiera podía verlo, menos ella que de tan egoísta y distraída no se había preocupado a tiempo y ahora era tarde porque los dos se habían fugado, Eliza había arruinado su vida tal como ella arruinó la suya. Y siguió enhebrando una cosa tras otras sin poder contenerse, hasta que le contó a esa extraña lo que nunca le había dicho a nadie, le habló de Karl Bretzner y sus amores huérfanos y los veinte años transcurridos desde entonces en su corazón dormido y en su vientre deshabitado. Lloró a raudales las pérdidas calladas a lo largo de su vida, las rabias ocultas por buena educación, los secretos cargados a la espalda como hierros de preso para mantener las apariencias y la ardiente juventud malgastada por la simple mala suerte de haber nacido mujer. Y cuando por fin se le acabó el aire de los sollozos, se quedó allí sentada sin entender qué le había pasado ni de dónde provenía ese diáfano alivio que empezaba a embargarla.
– Tome un poco de té -dijo la madre de Joaquín Andieta después de un larguísimo silencio, poniéndole una taza desportillada en la mano.
– Por favor, se lo ruego, dígame si Eliza y su hijo son amantes. ¿No estoy loca, verdad? -murmuró Miss Rose.
– Puede ser, señora. También Joaquín andaba desquiciado, pero nunca me dijo el nombre de la muchacha.
– Ayúdeme, debo encontrar a Eliza…
– Se lo aseguro, ella no está con Joaquín.
– ¿Cómo puede saberlo?
– ¿No dice que la niña desapareció hace sólo una semana? Mi hijo se fue en diciembre.
– ¿Se fue, dice? ¿Adónde?
– No lo sé.
– La comprendo, señora. En su lugar yo también trataría de protegerlo. Sé que su hijo tiene problemas con la justicia. Le doy mi palabra de honor que lo ayudaré, mi hermano es el director de la "Compañía Británica" y hará lo que yo le pida. No diré a nadie dónde está su hijo, sólo quiero hablar con Eliza.
– Su hija y Joaquín no están juntos, créame.
– Sé que Eliza lo siguió.
– No puede haberlo seguido, señora. Mi hijo se fue a California.
El día en que el capitán John Sommers regresó a Valparaíso con el "Fortuna" cargado de hielo azul, encontró a sus hermanos esperándolo en el muelle, como siempre, pero le bastó ver sus caras para comprender que algo muy grave había sucedido. Rose estaba demacrada y apenas lo abrazó se echó a llorar sin control.
– Eliza ha desaparecido -le informó Jeremy con tanta ira que apenas podía modular las palabras.
Tan pronto como se encontraron solos, Rose le contó a John lo averiguado con la madre de Joaquín Andieta. En esos días eternos esperando a su hermano favorito y tratando de atar cabos sueltos, se había convencido de que la chica había seguido a su amante a California, porque seguramente ella habría hecho lo mismo. John Sommers pasó el día siguiente indagando en el puerto y así se enteró que Eliza no había adquirido un pasaje en barco alguno ni figuraba en las listas de viajeros, en cambio las autoridades habían registrado a un tal Joaquín Andieta, embarcado en diciembre. Supuso que la muchacha podría haberse cambiado el nombre para despistar y volvió a hacer el mismo recorrido con su descripción detallada, mas nadie la había visto. Una joven, casi una niña, viajando sola o acompañada sólo por una india habría llamado de inmediato la atención, le aseguraron; además, muy pocas mujeres iban a San Francisco, sólo aquellas de vida liviana y de vez en cuando la esposa de un capitán o un comerciante.
– No puede haberse embarcado sin dejar huella, Rose -concluyó el capitán después de un recuento minucioso de sus pesquisas.
– ¿Y Andieta?
– Su madre no te mintió. Aparece su nombre en una lista.
– Se apropió de unos productos de la "Compañía Británica". Estoy segura que lo hizo sólo porque no podía financiar el viaje de otro modo. Jeremy no sospecha que el ladrón que anda buscando es el enamorado de Eliza y espero que no lo sepa nunca.
– ¿No estás cansada de tantos secretos, Rose?
– ¿Y qué quieres que haga? Mi vida está hecha de apariencias, no de verdades. Jeremy es como una piedra, lo conoces tan bien como yo. ¿Qué vamos a hacer respecto a la niña?
– Partiré mañana a California, el vapor ya está cargado. Si allá hay tan pocas mujeres como dicen, será fácil dar con ella.
– ¡Eso no es suficiente, John!
– ¿Se te ocurre algo mejor?
Esa noche a la hora de la cena Miss Rose insistió una vez más en la necesidad de movilizar todos los recursos disponibles para encontrar a la muchacha. Jeremy, quien se había mantenido marginado de la frenética actividad de su hermana, sin ofrecer un consejo o expresar sentimiento alguno, salvo fastidio por ser parte de un escándalo social, opinó que Eliza no merecía tanto alboroto.
– Este clima de histeria es muy desagradable. Sugiero que se calmen. ¿Para qué la buscan? Aunque la encuentren, no volverá a pisar esta casa -anunció.
– ¿Eliza no significa nada para ti? -lo increpó Miss Rose.
– Ése no es el punto. Cometió una falta irrevocable y debe pagar las consecuencias.
– ¿Como las he pagado yo durante casi veinte años?
Un silencio helado cayó en el comedor. Nunca habían hablado abiertamente del pasado y Jeremy ni siquiera sabía si John estaba al tanto de lo ocurrido entre su hermana y el tenor vienés, porque él se había cuidado bien de no decírselo.
– ¿Qué consecuencias, Rose? Fuiste perdonada y acogida. No tienes nada que reprocharme.
– ¿Por qué fuiste tan generoso conmigo y no puedes serlo también con Eliza?
– Porque eres mi hermana y mi deber es protegerte.
– ¡Eliza es como mi hija, Jeremy!
– Pero no lo es. No tenemos obligación alguna con ella: no pertenece a esta familia.
– ¡Sí pertenece! -gritó Miss Rose.
– ¡Basta! -interrumpió el capitán dando un puñetazo sobre la mesa que hizo bailar los platos y las copas.
– Sí pertenece, Jeremy. Eliza es de nuestra familia -repitió Miss Rose sollozando con la cara entre las manos-. Es hija de John…
Entonces Jeremy escuchó de sus hermanos el secreto que habían guardado por dieciséis años. Ese hombre de pocas palabras, tan controlado que parecía invulnerable a la emoción humana, explotó por primera vez y todo lo callado en cuarenta y seis años de perfecta flema británica salió a borbotones, ahogándolo en un torrente de reproches, de rabia y de humillación, porque hay que ver qué tonto he sido, Dios mío, viviendo bajo el mismo techo en un nido de mentiras sin sospecharlo, convencido que mis hermanos son gente decente y reina la confianza entre nosotros, cuando lo que hay es una costumbre de patrañas, un hábito de falsedades, quién sabe cuántas cosas más me han ocultado sistemáticamente, pero esto es el colmo, por qué diablos no me lo dijeron, qué he hecho para que me traten como a un monstruo, para merecer que me manipulen de este modo, para que se aprovecharan de mi generosidad y al mismo tiempo me desprecien, porque no puede llamarse otra cosa si no desprecio esta forma de enredarme en embustes y excluirme, sólo me necesitan para pagar las cuentas, toda la vida había sido igual, desde que éramos niños ustedes se han burlado a mis espaldas…
Mudos, sin encontrar cómo justificarse, Rose y John, aguantaron el chapuzón y cuando a Jeremy se le agotó la cantaleta reinó un silencio largo en el comedor. Los tres estaban extenuados. Por primera vez en sus vidas se enfrentaban sin la máscara de las buenas maneras y la cortesía. Algo fundamental, que los había sostenido en el frágil equilibrio de una mesa de tres patas, parecía roto sin remedio; sin embargo a medida que Jeremy recuperaba el aliento, sus facciones volvieron a la expresión impenetrable y arrogante de siempre, mientras se acomodaba un mechón caído sobre la frente y la corbata torcida. Entonces Miss Rose se puso de pie, se acercó por detrás de la silla y le puso una mano en el hombro, el único gesto de intimidad que se atrevió a hacer, mientras sentía que el pecho le dolía de ternura por ese hermano solitario, ese hombre silencioso y melancólico que había sido como su padre y a quien no se había dado nunca el trabajo de mirar a los ojos. Sacó la cuenta de que en verdad nada sabía de él y que en toda su vida jamás lo había tocado.
Dieciséis años antes, la mañana del 15 de marzo de 1832, Mama Fresia salió al jardín y tropezó con una caja ordinaria de jabón de Marsella cubierta con papel de periódico. Intrigada, se acercó a ver de qué se trataba y al levantar el papel descubrió una criatura recién nacida. Corrió a la casa dando gritos y un instante después Miss Rose se inclinaba sobre el bebé. Tenía entonces veinte años, era fresca y bella como un durazno, vestía un traje color topacio y el viento le alborotaba los cabellos sueltos, tal como Eliza la recordaba o la imaginaba. Las dos mujeres levantaron la caja y la llevaron a la salita de costura, donde quitaron los papeles y sacaron del interior a la niña mal envuelta en un chaleco de lana. No había permanecido a la intemperie por mucho rato, dedujeron, porque a pesar de la ventisca de la mañana su cuerpo estaba tibio y dormía plácida. Miss Rose ordenó a la india que fuera a buscar una manta limpia, sábanas y tijeras para improvisar pañales. Cuando Mama Fresia regresó, el chaleco había desaparecido y el bebé desnudo chillaba en brazos de Miss Rose.