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Se fueron a pie y de la mano a la plaza de la Unión, donde se habían instalado varias tiendas de fotografía, y escogieron la más vistosa. En la ventana se exhibía una colección de imágenes de los aventureros del 49: un joven de barba rubia y expresión determinada, con el pico y la pala en los brazos; un grupo de mineros en mangas de camisa, la vista fija en la cámara, muy serios; chinos a la orilla de un río; indios lavando oro con cestas de fino tejido; familias de pioneros posando junto a sus vagones. Los daguerrotipos se habían puesto de moda, eran el vínculo con los seres lejanos, la prueba de que vivieron la aventura del oro. Decían que en las ciudades del Este muchos hombres que jamás estuvieron en California, se retrataban con herramientas de minero. Eliza estaba convencida de que el extraordinario invento de la fotografía había destronado definitivamente a los pintores, que rara vez daban con el parecido.

– Miss Rose tiene un retrato suyo con tres manos, Tao. Lo pintó un artista famoso, pero no me acuerdo el nombre.

– ¿Con tres manos?

– Bueno, el pintor le puso dos, pero ella le agregó otra. Su hermano Jeremy casi se muere al verlo.

Deseaba poner su daguerrotipo en un fino marco de metal dorado y terciopelo rojo, para el escritorio de Miss Rose. Llevaba las cartas de Joaquín Andieta para perpetuarlas en la fotografía antes de destruirlas. Por dentro la tienda parecía las bambalinas de un pequeño teatro, había telones de glorietas floridas y lagos con garzas, columnas griegas de cartón, guirnaldas de rosas y hasta un oso embalsamado. El fotógrafo resultó ser un hombrecillo apurado que hablaba a tropezones y caminaba a saltos de rana sorteando los trastos de su estudio. Una vez acordados los detalles, instaló a Eliza ante una mesa con las cartas de amor en la mano y le colocó una barra metálica en la espalda con un soporte para el cuello, bastante parecida a la que le ponía Miss Rose durante las lecciones de piano.

– Es para que no se mueva. Mire la cámara y no respire.

El hombrecillo desapareció detrás de un trapo negro, un instante después un fogonazo blanco la cegó y un olor a chamusquina la hizo estornudar. Para el segundo retrato dejó de lado las cartas y pidió a Tao Chi´en que la ayudara a ponerse el collar de perlas.

Al día siguiente Tao Chi´en salió muy temprano a comprar el periódico, como siempre hacía antes de abrir la oficina, y vio los titulares a seis columnas: habían matado a Joaquín Murieta. Regresó a la casa con el diario apretado contra el pecho, pensando cómo se lo diría a Eliza y cómo lo recibiría ella.

Al amanecer del 24 de julio, después de tres meses de cabalgar por California dando palos de ciego, el capitán Harry Love y sus veinte mercenarios llegaron al valle de Tulare. Para entonces ya estaban hartos de perseguir fantasmas y correr tras pistas falsas, el calor y los mosquitos los tenían de pésimo talante y empezaban a odiarse unos a otros. Tres meses de verano cabalgando al garete por esos cerros secos con un sol hirviente sobre la cabeza era mucho sacrificio para la paga recibida. Habían visto en los pueblos los avisos ofreciendo mil dólares de recompensa por la captura del bandido. En varios habían garabateado debajo: "yo pago cinco mil", firmado por Joaquín Murieta. Estaban haciendo el ridículo y sólo quedaban tres días para que se cumpliera el plazo estipulado; si regresaban con las manos vacías, no verían un céntimo de los mil dólares del gobernador. Pero ése debió ser su día de buena suerte, porque justamente cuando ya perdían la esperanza, tropezaron con un grupo de siete desprevenidos mexicanos acampando bajo unos árboles.

Más tarde el capitán diría que llevaban trajes y aperos de gran lujo y tenían los más finos corceles, razón de más para despertar su recelo, por eso se acercó a exigirles que se identificaran. En vez de obedecer, los sospechosos corrieron intempestivamente a sus caballos, pero antes de que lograran montar fueron rodeados por los guardias de Love. El único que ignoró olímpico a los atacantes y avanzó hacia su caballo como si no hubiera oído la advertencia fue quien parecía el jefe. Sólo llevaba un cuchillo de monte en el cinto, sus armas colgaban de la montura, pero no las alcanzó porque el capitán le puso su pistola en la frente. A pocos pasos los otros mexicanos observaban atentos, listos para acudir en ayuda de su jefe al primer descuido de los guardias, diría Love en su informe. De pronto hicieron un desesperado intento de fuga, tal vez con la intención de distraer a los guardias, mientras su jefe montaba de un salto formidable en su brioso alazán y huía rompiendo filas. No llegó muy lejos, sin embargo, porque un tiro de fusil hirió al animal, que rodó por tierra vomitando sangre. Entonces el jinete, que no era otro que el célebre Joaquín Murieta, sostuvo el capitán Love, echó a correr como un gamo y no les quedó otra alternativa que vaciar sus pistolas sobre el pecho del bandido.

– No disparen más, ya han hecho su trabajo -dijo antes de caer lentamente, vencido por la muerte.

Ésa era la versión dramatizada de la prensa y no había quedado ningún mexicano vivo para contar su versión de los hechos. El valiente capitán Harry Love procedió a cortar de un sablazo la cabeza del supuesto Murieta. Alguien se fijó que otra de las víctimas tenía una mano deforme y asumieron de inmediato que se trataba de Jack Tres-Dedos, de modo que también lo decapitaron y de paso le rebanaron la mano mala. Partieron los veinte guardias al galope rumbo al próximo pueblo, que quedaba a varias millas de distancia, pero hacía un calor de infierno y la cabeza de Jack Tres-Dedos estaba tan perforada a balazos que empezó a desmigajarse y la tiraron por el camino. Perseguido por las moscas y el mal olor, el capitán Harry Love comprendió que debía preservar los despojos o no llegaría con ellos a San Francisco a cobrar su merecida recompensa, así es que los puso en sendos frascos de ginebra. Fue recibido como un héroe: había librado a California del peor bandido de su historia. Pero el asunto no era del todo claro, señaló Jacob Freemont en su reportaje, la historia olía a confabulación. De partida, nadie podía probar que los hechos ocurrieron como decían Harry Love y sus hombres, y resultaba algo sospechoso que después de tres meses de infructuosa búsqueda, cayeran siete mexicanos justo cuando el capitán más los necesitaba. Tampoco había quien pudiera identificar a Joaquín Murieta; él se presentó a ver la cabeza y no pudo asegurar que fuera la del bandido que conoció, aunque había cierto parecido, dijo.

Durante semanas exhibieron en San Francisco los despojos del presunto Joaquín Murieta y la mano de su abominable secuaz Jack Tres Dedos, antes de llevarlas en viaje triunfal por el resto de California. Las colas de curiosos daban vuelta a la manzana y no quedó nadie sin ver de cerca tan siniestros trofeos. Eliza fue de las primeras en presentarse y Tao Chi´en la acompañó, porque no quiso que pasara sola por semejante prueba, a pesar de que había recibido la noticia con pasmosa calma. Después de una eterna espera al sol, llegó finalmente su turno y entraron al edificio. Eliza se aferró a la mano de Tao Chi´en y avanzó decidida, sin pensar en el río de sudor que le empapaba el vestido y el temblor que le sacudía los huesos. Se encontraron en una sala sombría, mal alumbrada por cirios amarillos que despedían un hálito sepulcral. Paños negros cubrían las paredes y en un rincón habían instalado a un esforzado pianista, quien machacaba unos acordes fúnebres con más resignación que verdadero sentimiento. Sobre una mesa, también cubierta de trapos de catafalco, habían instalado los dos frascos de vidrio. Eliza cerró los ojos y se dejó conducir por Tao Chi´en, segura de que los golpes de tambor de su corazón acallaban los acordes del piano. Se detuvieron, sintió la presión de la mano de su amigo en la suya, aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos. Miró la cabeza por unos segundos y enseguida se dejó arrastrar hacia afuera.

– ¿Era él? -preguntó Tao Chi´en.

– Ya estoy libre… -replicó ella sin soltarle la mano.

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