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Tres días después de que el gobernador pusiera precio a la cabeza de Joaquín Murieta, ancló en el puerto de San Francisco el vapor "Northener" con doscientos setenta y cinco sacos de correo y Lola Montez. Era la cortesana más famosa de Europa, pero ni Tao Chi´en ni Eliza habían oído jamás su nombre. Estaban en el muelle por casualidad, habían ido a buscar una caja de medicinas chinas que traía un marinero desde Shanghai. Creyeron que la causa del tumulto de carnaval era el correo, nunca se había recibido un cargamento tan abundante, pero los petardos de fiesta los sacaron de su error. En esa ciudad acostumbrada a toda suerte de prodigios, se había juntado una multitud de hombres curiosos por ver a la incomparable Lola Montez, quien había viajado por el Istmo de Panamá precedida por el redoble de tambores de su fama. Descendió del bote en brazos de un par de afortunados marineros, que la depositaron en tierra firme con reverencias dignas de una reina. Y ésa era exactamente la actitud de aquella célebre amazona mientras recibía los vítores de sus admiradores. La batahola cogió a Eliza y Tao Chi´en de sorpresa, porque no sospechaban el linaje de la bella, pero rápidamente los espectadores los pusieron al día. Se trataba de una irlandesa, plebeya y bastarda, que se hacía pasar por una noble bailarina y actriz española. Danzaba como un ganso y de actriz sólo tenía una inmoderada vanidad, pero su nombre convocaba imágenes licenciosas de grandes seductoras, desde Dalila hasta Cleopatra, y por eso acudían a aplaudirla delirantes muchedumbres. No iban por su talento, sino para comprobar de cerca su perturbadora malignidad, su legendaria hermosura y su fiero temperamento. Sin más talento que desfachatez y audacia, llenaba teatros, gastaba como un ejército, coleccionaba joyas y amantes, sufría epopéyicas rabietas, había declarado la guerra a los jesuitas y salido expulsada de varias ciudades, pero su máxima hazaña consistía en haber roto el corazón de un rey. Ludwig I de Baviera fue un buen hombre, avaro y prudente durante sesenta años, hasta que ella le salió al paso, le dio un par de vueltas mortales y lo dejó convertido en un pelele. El monarca perdió el juicio, la salud y el honor, mientras ella esquilmaba las arcas reales de su pequeño reino. Todo lo que quiso se lo dio el enamorado Ludwig, incluso un título de condesa, mas no pudo conseguir que sus súbditos la aceptaran. Los pésimos modales y descabellados caprichos de la mujer provocaron el odio de los ciudadanos de Munich, quienes terminaron por lanzarse en masa a la calle para exigir la expulsión de la querida del rey. En vez de desaparecer calladamente, Lola enfrentó a la turba armada con una fusta para caballos y la habrían hecho picadillo si sus fieles sirvientes no la meten a viva fuerza en un coche para colocarla en la frontera. Desesperado, Ludwig I abdicó al trono y se dispuso a seguirla al exilio, pero sin corona, poder ni cuenta bancaria, de poco servía el caballero y la beldad simplemente lo plantó.

– Es decir, no tiene más mérito que la mala fama -opinó Tao Chi´en.

Un grupo de irlandeses desengancharon los caballos del coche de Lola, se colocaron en sus lugares y la arrastraron hasta su hotel por calles tapizadas de pétalos de flores. Eliza y Tao Chi´en la vieron pasar en gloriosa procesión.

– Es lo único que faltaba en este país de locos -suspiró el chino, sin una segunda mirada para la bella.

Eliza siguió el carnaval por varias cuadras, entre divertida y admirada, mientras a su alrededor estallaban cohetes y tiros al aire. Lola Montez llevaba el sombrero en la mano, tenía el cabello negro partido al centro con rizos sobre las orejas y ojos alucinados de un color azul nocturno, vestía una falda de terciopelo obispal, blusa con encajes en el cuello y los puños y una chaqueta corta de torero recamada de mostacillas. Tenía una actitud burlona y desafiante, plenamente consciente de que encarnaba los deseos más primitivos y secretos de los hombres y simbolizaba lo más temido por los defensores de la moral; era un ídolo perverso y el papel le encantaba. En el entusiasmo del momento alguien le lanzó un puñado de oro en polvo, que quedó adherido a sus cabellos y a su ropa como un aura. La visión de esa joven mujer, triunfante y sin miedo, sacudió a Eliza. Pensó en Miss Rose, como hacía cada vez más a menudo, y sintió una oleada de compasión y ternura por ella. La recordó azorada en su corsé, la espalda recta, la cintura estrangulada, transpirando bajo sus cinco enaguas, "siéntate con las piernas juntas, camina derecha, no te apures, habla bajito, sonríe, no hagas morisquetas porque te llenarás de arrugas, cállate y finge interés, a los hombres les halaga que las mujeres los escuchen". Miss Rose, con su olor a vainilla, siempre complaciente… Pero también la recordó en la bañera, apenas cubierta por una camisa mojada, los ojos brillantes de risa, el cabello alborotado, las mejillas rojas, libre y contenta, cuchicheando con ella, "una mujer puede hacer lo que quiera, Eliza, siempre que lo haga con discreción". Sin embargo, Lola Montez lo hacía sin la menor prudencia; había vivido más vidas que el más bravo aventurero y lo hacía hecho desde su altiva condición de hembra bien plantada. Esa noche Eliza llegó a su cuarto pensativa y abrió sigilosamente la maleta de sus vestidos, como quien comete una falta. La había dejado en Sacramento cuando partió en persecución de su amante la primera vez, pero Tao Chi´en la había guardado con la idea de que algún día el contenido podría servirle. Al abrirla, algo cayó al suelo y comprobó sorprendida que era su collar de perlas, el precio que había pagado a Tao Chi´en por introducirla al barco. Se quedó largo rato con las perlas en la mano, conmovida. Sacudió los vestido y los puso sobre su cama, estaban arrugados y olían a sótano. Al día siguiente los llevó a la mejor lavandería de Chinatown.

– Voy a escribir una carta a Miss Rose, Tao -anunció.

– ¿Por qué?

– Es como mi madre. Si yo la quiero tanto, seguro ella me quiere igual. Han pasado cuatro años sin noticias, debe creer que estoy muerta.

– ¿Te gustaría verla?

– Claro, pero eso es imposible. Voy a escribir sólo para tranquilizarla, pero sería bueno que ella pudiera contestarme, ¿te importa que le dé esta dirección?

– Quieres que tu familia te encuentre… -dijo él y se le quebró la voz.

Ella se quedó mirándolo y se dio cuenta que nunca había estado tan cerca de alguien en este mundo, como en ese instante lo estaba de Tao Chi´en. Sintió a ese hombre en su propia sangre, con tal antigua y feroz certeza, que se maravilló del tiempo transcurrido a su lado sin advertirlo. Lo echaba de menos, aunque lo veía todos los días. Añoraba los tiempos despreocupados en que fueron buenos amigos, entonces todo parecía más fácil, pero tampoco deseaba volver atrás. Ahora había algo pendiente entre ellos, algo mucho más complejo y fascinante que la antigua amistad.

Sus vestidos y enaguas habían regresado de la lavandería y estaban sobre su cama, envueltos en papel. Abrió la maleta y sacó sus medias blancas y sus botines, pero dejó el corsé. Sonrió ante la idea de que nunca se había vestido de señorita sin ayuda, luego se puso las enaguas y se probó uno a uno los vestidos para elegir el más apropiado para la ocasión. Se sentía forastera en esa ropa, se enredó con las cintas, los encajes y los botones, necesitó varios minutos para abrocharse los botines y encontrar el equilibrio debajo de tantas enaguas, pero con cada prenda que se ponía iba conquistando sus dudas y afirmando su deseo de volver a ser mujer. Mama Fresia la había prevenido contra el albur de la feminidad, "te cambiará el cuerpo, se te nublarán las ideas y cualquier hombre podrá hacer contigo lo que le venga gana", decía, pero ya no la asustaban esos riesgos.

Tao Chi´en había terminado de atender al último enfermo del día. Estaba en mangas de camisa, se había quitado la chaqueta y la corbata, que siempre usaba por respeto a sus pacientes, de acuerdo al consejo de su maestro de acupuntura. Transpiraba, porque todavía no se ponía el sol y ése había sido uno de los pocos días calientes del mes de julio. Pensó que nunca se acostumbraría a los caprichos del clima en San Francisco, donde el verano tenía cara de invierno. Solía amanecer un sol radiante y a la pocas horas entraba una espesa neblina por el Golden Gate o se dejaba caer el viento del mar. Estaba colocando las agujas en alcohol y ordenando sus frascos de medicinas, cuando entró Eliza. El ayudante había partido y en esos días no tenían ninguna "sing song girl" a su cargo, estaban solos en la casa.

– Tengo algo para ti, Tao -dijo ella.

Entonces él levantó la vista y de la sorpresa se le cayó el frasco de las manos. Eliza llevaba un elegante vestido oscuro con cuello de encaje blanco. La había visto sólo dos veces con ropa femenina cuando la conoció en Valparaíso, pero no había olvidado su aspecto de entonces.

– ¿Te gusta?

– Siempre me gustas -sonrió él, quitándose los lentes para admirarla de lejos.

– Éste es mi vestido de domingo. Me lo puse porque quiero hacerme un retrato. Toma, esto es para ti -y le pasó una bolsa.

– ¿Qué es?

– Son mis ahorros… para que compres otra niña, Tao. Pensaba ir a buscar a Joaquín este verano, pero no lo haré. Ya sé que jamás lo encontraré.

– Parece que todos vinimos buscando algo y encontramos otra cosa.

– ¿Qué buscabas tú?

– Conocimiento, sabiduría, ya no me acuerdo. En cambio encontré a las "sing song girls" y mira el descalabro en que estoy metido.

– ¡Qué poco romántico eres, hombre por Dios¡ Por galantería debes decir que también me encontraste a mí.

– Te habría encontrado de todos modos, eso estaba predestinado.

– No me vengas con el cuento de la reencarnación…

– Exacto. En cada encarnación volveremos a encontrarnos hasta resolver nuestro karma.

– Suena espantoso. En todo caso, no volveré a Chile, pero tampoco seguiré ocultándome, Tao. Ahora quiero ser yo.

– Siempre has sido tú.

– Mi vida está aquí. Es decir, si tú quieres que te ayude…

– ¿Y Joaquín Andieta?

– Tal vez la estrella en la frente significa que está muerto. ¡Imagínate¡ Hice este tremendo viaje en balde.

– Nada es en balde. En la vida no se llega a ninguna parte, Eliza, se camina no más.

– Lo que hemos caminado juntos no ha estado mal. Acompáñame, voy a hacerme un retrato para enviar a Miss Rose.

– ¿Puedes hacerte otro para mí?

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