– Con esto podemos comprar caballos y partir -le anunció.
– ¿Adónde?
– A buscar a Joaquín.
– Yo no tengo interés en encontrarlo. Me quedo.
– ¿No quieres conocer este país? Aquí hay mucho por ver y aprender, Tao. Mientras yo busco a Joaquín, tú puedes adquirir tu famosa sabiduría.
– Mis plantas están creciendo y no me gusta andar de un lado a otro.
– Bien. Yo me voy.
– Sola no llegarás lejos.
– Veremos.
Esa noche durmieron cada uno en un extremo de la cabaña sin dirigirse la palabra. Al día siguiente Eliza salió temprano a comprar lo necesario para el viaje, tarea nada fácil en su papel de mudo, pero regresó a las cuatro de la tarde apertrechada de un caballo mexicano, feo y lleno de peladuras, pero fuerte. También compró botas, dos camisas, pantalones gruesos, guantes de cuero, un sombrero de ala ancha, un par de bolsas con alimentos secos, un plato, taza y cuchara de latón, una buena navaja de acero, una cantimplora para agua, una pistola y un rifle que no sabía cargar y mucho menos disparar. Pasó el resto de la tarde organizando sus bultos y cosiendo las joyas y el dinero que le quedaban en una faja de algodón, la misma que usaba para aplastarse los senos, bajo la cual siempre llevaba el atadito de cartas de amor. Se resignó a dejar la maleta con los vestidos, las enaguas y los botines que aún conservaba. Con su manta de Castilla improvisó una montura, tal como había visto hacer tantas veces en Chile; se quitó las ropas de Tao Chi´en usadas durante meses y se probó las recién adquiridas. Luego afiló la navaja en una tira de cuero y se cortó el cabello a la altura de la nuca. Su larga trenza negra quedó en el suelo como una culebra muerta. Se miró en un trozo de espejo roto y quedó satisfecha: con la cara sucia y las cejas engrosadas con un trozo de carbón, el engaño sería perfecto. En eso llegó Tao Chi´en de vuelta de una de sus tertulias con el otro "zhong yi" y por un momento no reconoció a ese vaquero armado que había invadido su propiedad.
– Mañana me voy, Tao. Gracias por todo, eres más que un amigo, eres mi hermano. Me harás mucha falta…
Tao Chi´en nada respondió. Al caer la noche ella se echó vestida en un rincón y él se sentó afuera en la brisa estival a contar las estrellas.
La tarde en que Eliza salió de Valparaíso escondida en la panza del "Emilia", los tres hermanos Sommers cenaron en el Hotel Inglés invitados por Paulina, la esposa de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, y regresaron tarde a su casa en Cerro Alegre. No supieron de la desaparición de la muchacha hasta una semana más tarde, porque la imaginaban en la hacienda de Agustín del Valle, acompañada por Mama Fresia.
Al día siguiente John Sommers firmó su contrato como capitán del "Fortuna", el flamante vapor de Paulina. Un sencillo documento con los términos del acuerdo cerró el trato. Les bastó verse una vez para sentir confianza y no disponían de tiempo para perder en minucias legales, el frenesí por llegar a California era el único interés. Chile entero andaba enredado en lo mismo, a pesar de los llamados a la prudencia publicados en los periódicos y repetidos en apocalípticas homilías en los púlpitos de las iglesias. Al capitán le tomó tan sólo unas horas tripular su vapor, porque las largas filas de postulantes afiebrados con la peste del oro daban vueltas por los muelles. Había muchos que pasaban la noche durmiendo por el suelo para no perder su puesto. Ante el estupor de otros hombres de mar, que no podía imaginar sus razones, John Sommers se negó a llevar pasajeros, de modo que su barco iba prácticamente vacío. No dio explicaciones. Tenía un plan de filibustero para evitar que sus marineros desertaran al llegar a San Francisco, pero lo mantuvo callado, porque de haberlo divulgado no habría conseguido uno solo. Tampoco notificó a la tripulación que antes de dirigirse al norte darían un insólito rodeo por el sur. Esperaba encontrarse en alta mar para hacerlo.
– Así es que usted se siente capaz de manejar mi vapor y controlar a la tripulación, ¿no es así, capitán? -le preguntó una vez más Paulina al pasarle el contrato para la firma.
– Sí señora, no tema por eso. Puedo zarpar en tres días.
– Muy bien. ¿Sabe qué hace falta en California, capitán? Productos frescos: fruta, verduras, huevos, buenos quesos, embutidos. Eso es lo que vamos a vender nosotros allá.
– ¿Cómo? Llegaría todo podrido…
– Vamos a llevarlo en hielo -dijo ella imperturbable.
– ¿En qué?
– Hielo. Usted irá primero al sur a buscar hielo. ¿Sabe dónde queda la laguna de San Rafael?
– Cerca de Puerto Aisén.
– Me alegra que conozca por esos lados. Me han dicho que allí hay un glaciar azul de lo más bonito. Quiero que me llene el "Fortuna" con pedazos de hielo. ¿Qué le parece?
– Disculpe, señora, me parece una locura.
– Exactamente. Por eso no se le ha ocurrido a nadie. Lleve toneles de sal gruesa, una buena provisión de sacos y me envuelve trozos bien grandes. ¡Ah! Me imagino que necesitará abrigar a sus hombres para que no se congelen. Y de paso, capitán, hágame el favor de no comentar esto con nadie, para que no nos roben la idea.
John Sommers se despidió de ella desconcertado. Primero creyó que la mujer estaba desquiciada, pero mientras más lo pensaba, más gusto le tomaba a esa aventura. Además, nada tenía que perder. Ella arriesgaba su ruina; él en cambio cobraba su sueldo aunque el hielo se hiciera agua por el camino. Y si aquel disparate daba resultado, de acuerdo al contrato él recibiría un bono nada despreciable. A la semana, cuando explotó la noticia de la desaparición de Eliza, él iba rumbo al glaciar con las calderas resollando y no se enteró hasta la vuelta, cuando recaló en Valparaíso para cargar los productos que Paulina había preparado para transportar en un nido de nieve prehistórica hasta California, donde su marido y su cuñado los venderían a muchas veces su valor. Si todo salía como planeaba, en tres o cuatro viajes del "Fortuna" ella tendría más dinero del que jamás soñó; había calculado cuánto demorarían otros empresarios en copiar su iniciativa y fastidiarla con la competencia. Y en cuanto a él, bueno también llevaba un producto que pensaba rematar al mejor postor: libros.
Cuando Eliza y su nana no regresaron a casa el día señalado, Miss Rose mandó al cochero con una nota para averiguar si la familia del Valle aún estaba en su hacienda y si Eliza se encontraba bien. Una hora más tarde apareció en su puerta la esposa de Agustín del Valle, muy alarmada. Nada sabía de Eliza, dijo. La familia no se había movido de Valparaíso porque su marido estaba postrado con un ataque de gota. No había visto a Eliza en meses. Miss Rose tuvo suficiente sangre fría para disimular: era un error suyo, se disculpó, Eliza estaba en casa de otra amiga, ella se confundió, le agradecía tanto que se hubiera molestado en venir personalmente… La señora del Valle no le creyó una palabra, como era de esperar, y antes que Miss Rose alcanzara a avisar a su hermano Jeremy en la oficina, la fuga de Eliza Sommers se había convertido en el comidillo de Valparaíso.
El resto del día se le fue a Miss Rose en llanto y a Jeremy Sommers en conjeturas. Al revisar el cuarto de Eliza encontraron la carta de despedida y la releyeron varias veces rastreando en vano alguna pista. Tampoco pudieron ubicar a Mama Fresia para interrogarla y recién entonces se dieron cuenta de que la mujer había trabajado para ellos por dieciocho años y no conocían su apellido. Nunca le habían preguntado de dónde provenía o si tenía familia. Mama Fresia, como los demás sirvientes, pertenecía al limbo impreciso de los fantasmas útiles.
– Valparaíso no es Londres, Jeremy. No pueden haber ido muy lejos. Hay que buscarlas.
– ¿Te das cuenta del escándalo cuando empecemos a indagar entre las amistades?
– ¡Qué más da lo que diga la gente! Lo único que importa es encontrar a Eliza pronto, antes de que se meta en líos.
– Francamente, Rose, si nos ha abandonado de esta manera, después de todo lo que hemos hecho por ella, es que ya anda en problemas.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de problemas? -preguntó Miss Rose aterrada.
– Un hombre, Rose. Es la única razón por la cual una muchacha comete una tontería de esta magnitud. Tú sabes eso mejor que nadie. ¿Con quién puede estar Eliza?
– No puedo imaginarlo.
Miss Rose podía imaginarlo perfectamente. Sabía quién era el responsable de ese tremendo descalabro: aquel tipo de aspecto fúnebre que llevó unos bultos a la casa meses atrás, el empleado de Jeremy. No sabía su nombre, pero iba a averiguarlo. No se lo dijo a su hermano, sin embargo, porque creyó que aún estaba a tiempo de rescatar a la muchacha de las trampas del amor contrariado. Recordaba con precisión de notario cada detalle de su propia experiencia con el tenor vienés, la zozobra de entonces estaba todavía a flor de piel. No lo amaba ya, es cierto, se lo había sacado del alma hacía siglos, pero bastaba murmurar su nombre para sentir una campana estrepitosa en el pecho. Karl Bretzner era la llave de su pasado y de su personalidad, el fugaz encuentro con él había determinado su destino y la mujer en que se había convertido. Si volviera a enamorarse como entonces, pensó, volvería a hacer lo mismo, aun sabiendo cómo esa pasión le torció la vida. Tal vez Eliza correría mejor suerte y el amor le saldría derecho; tal vez en su caso el amante era libre, no tenía hijos y una esposa engañada. Debía encontrar a la chica, confrontar al maldito seductor, obligarlos a casarse y luego presentar los hechos consumados a Jeremy, quien a la larga terminaría por aceptarlos. Sería difícil, dada la rigidez de su hermano cuando de honor se trataba, pero si la había perdonado a ella, también podría perdonar a Eliza. Persuadirlo sería su tarea. No había hecho el papel de madre durante tantos años para quedarse cruzada de brazos cuando su única hija cometía un error, resolvió.
Mientras Jeremy Sommers se encerraba en un silencio taimado y digno que, sin embargo, no lo protegió de los chismes desatados, Miss Rose se puso en acción.
A los pocos días descubrió la identidad de Joaquín Andieta, y, horrorizada, se enteró que se trataba nada menos que de un fugitivo de la justicia. Lo acusaban de haber embrollado la contabilidad de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y haber robado mercadería. Comprendió cuánto más grave de lo imaginado era la situación: Jeremy jamás aceptaría a semejante individuo en el seno de su familia. Peor aún, apenas pudiera echar el guante a su antiguo empleado seguramente lo mandaría a la cárcel, aunque para entonces fuera marido de Eliza. A menos que encuentre la forma de obligarlo a retirar los cargos contra esa sabandija y limpiarle el nombre por el bien de todos nosotros, masculló Miss Rose furiosa. Primero debía encontrar a los amantes, después vería cómo arreglaba lo demás. Se cuidó bien de mencionar su hallazgo y el resto de la semana se le fue haciendo indagaciones por aquí y por allá hasta que en la Librería Santos Tornero le mencionaron a la madre de Joaquín Andieta. Consiguió su dirección simplemente preguntando en las iglesias; tal como suponía, los sacerdotes católicos llevaban la cuenta de sus feligreses.