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Pero Tao Chi´en no tenía tiempo para aprender trucos de invisibilidad, estaba ocupado estudiando las plantas. Hacía largas excursiones a recolectar muestras para compararlas con las que se usaban en China. Alquilaba un par de caballos o caminaba millas a pie bajo un sol inclemente, llevando a Eliza de intérprete, para llegar a los ranchos de los mexicanos, que habían vivido por generaciones en esa región y conocían la naturaleza. Habían perdido California en la guerra contra los Estados Unidos hacía muy poco y esos grandes ranchos, que antes albergaban centenares de peones en un sistema comunitario, empezaban a desmoronarse. Los tratados entre los países quedaron en tinta y papel. Al comienzo los mexicanos, que sabían de minería, enseñaron a los recién llegados los procedimientos para obtener oro, pero cada día llegaban más forasteros a invadir el territorio que sentían suyo. En la práctica los gringos los despreciaban, tanto como a los de cualquier otra raza. Comenzó una persecución incansable contra los hispánicos, les negaban el derecho a explotar las minas porque no eran americanos, pero aceptaban como tales a convictos de Australia y aventureros europeos. Miles de peones sin trabajo tentaban suerte en la minería, pero cuando el hostigamiento de los gringos se volvía intolerable, emigraban hacia el sur o se convertían en malhechores. En algunas de las rústicas viviendas de las familias que quedaban, Eliza podía pasar un rato en compañía femenina, un lujo raro que le devolvía por escasos momentos la tranquila felicidad de los tiempos en la cocina de Mama Fresia. Eran la únicas ocasiones en que salía de su obligatorio mutismo y hablaba en su idioma. Esas madres fuertes y generosas, que trabajaban codo a codo con sus hombres en las tareas más pesadas y estaban curtidas por el esfuerzo y la necesidad, se conmovían ante aquel muchacho chino de aspecto tan frágil, maravilladas de que hablara español como una de ellas. Le entregaban gustosas los secretos de naturaleza usados por siglos para aliviar diversos males y, de paso, las recetas de sus sabrosos platos, que ella anotaba en sus cuadernos, segura de que tarde o temprano le serían valiosos. Entretanto el "zhong yi" encargó a San Francisco medicinas occidentales que su amigo Ebanizer Hobbs le había enseñado a usar en Hong Kong. También limpió un pedazo de terreno junto a la cabaña, lo cercó para defenderlo de los venados y plantó las yerbas básicas de su oficio.

– ¡Por Dios, Tao! ¿Piensas quedarte aquí hasta que broten estas matas raquíticas? -clamaba Eliza exasperada al ver los tallos desmayados y la hojas amarillas, sin obtener por respuesta más que un gesto vago.

Sentía que cada día transcurrido la alejaba de su destino, que Joaquín Andieta se internaba más y más en aquella región desconocida, tal vez rumbo a las montañas, mientras ella perdía su tiempo en Sacramento haciéndose pasar por el hermano bobo de un curandero chino. Solía cubrir a Tao Chi´en con los peores epítetos, pero tenía la prudencia de hacerlo en castellano, tal como seguramente hacía él cuando se dirigía a ella en cantonés. Habían perfeccionado las señales para comunicarse delante de otros sin hablar y de tanto actuar juntos llegaron a parecerse tanto, que nadie dudaba de su parentesco. Si no los ocupaba algún paciente, salían a recorrer el puerto y las tiendas, haciendo amigos e indagando por Joaquín Andieta. Eliza cocinaba y pronto Tao Chi´en se acostumbró a sus platos, aunque de vez en cuando escapaba a los comederos chinos de la ciudad, donde podía engullir cuanto le cupiera en la barriga por un par de dólares, una ganga, teniendo en cuenta que una cebolla costaba un dólar. Ante otros se comunicaban por gestos, pero a solas lo hacían en inglés. A pesar de los ocasionales insultos en dos lenguas, pasaban la mayor parte del tiempo trabajando lado a lado como buenos camaradas y sobraban ocasiones de reírse. A él le sorprendía que con Eliza pudieran compartir el humor, a pesar de los tropiezos ocasionales del idioma y las diferencias culturales. Sin embargo, justamente esas diferencias le arrancaban carcajadas: no podía creer que una mujer hiciera y dijera tales barbaridades. La observaba con curiosidad e inconfesable ternura; solía enmudecer de admiración por ella, le atribuía el valor de un guerrero, pero cuando la veía flaquear le parecía una niña y lo vencía el deseo de protegerla. Aunque había aumentado algo de peso y tenía mejor color, todavía estaba débil, era evidente. Tan pronto se ponía el sol comenzaba a cabecear, se enrollaba en su manta y se dormía; él se acostaba a su lado. Se acostumbraron tanto a esas horas de intimidad respirando al unísono, que los cuerpos se acomodaban solos en el sueño y si uno se volvía, el otro lo hacía también, de modo que no se despegaban. A veces despertaban trabados en las mantas, enlazados. Si él lo hacía primero, gozaba esos instantes que le traían a la memoria las horas felices con Lin, inmóvil para que ella no percibiera su deseo. No sospechaba que a su vez Eliza hacía lo mismo, agradecida de esa presencia de hombre que le permitía imaginar lo que habría sido su vida can Joaquín Andieta, de haber tenido más suerte. Ninguno de los dos mencionaba jamás lo que ocurría por la noche, como si fuera una existencia paralela de la cual no tenían conciencia. Apenas se vestían, el encanto secreto de esos abrazos desaparecía por completo y volvían a ser dos hermanos. En raras ocasiones Tao Chi´en partía solo en misteriosas salidas nocturnas, de las cuales regresaba sigiloso. Eliza se abstenía de indagar porque podía olerlo: había estado con una mujer, incluso podía distinguir los perfumes dulzones de las mexicanas. Ella quedaba enterrada bajo su manta, temblando en la oscuridad y pendiente del menor sonido a su alrededor, con un cuchillo empuñado en la mano, asustada, llamándolo con el pensamiento. No podía justificar ese deseo de llorar que la invadía, como si hubiera sido traicionada. Comprendía vagamente que tal vez los hombres eran diferentes a las mujeres; por su parte no sentía necesidad alguna de sexo. Los castos abrazos nocturnos bastaban para saciar su ansia de compañía y ternura, pero ni siquiera al pensar en su antiguo amante experimentaba la ansiedad de los tiempos en el cuarto de los armarios. No sabía si en ella el amor y el deseo eran la misma cosa y al faltar el primero naturalmente no surgía el segundo, o si la larga enfermedad en el barco había destruido algo esencial en su cuerpo. Una vez se atrevió a preguntar a Tao Chi´en si acaso podría tener hijos, porque no había vuelto a menstruar en varios meses, y él le aseguró que apenas recuperara fuerza y salud retornaría a la normalidad, para eso le ponía sus agujas de acupuntura. Cuando su amigo se deslizaba silencioso a su lado después de sus escapadas, ella fingía dormir profundamente, aunque permanecía despierta por horas, ofendida por el olor de otra mujer entre ellos. Desde que desembarcaron en San Francisco, había vuelto al recato en el cual Miss Rose la crió. Tao Chi´en la había visto desnuda durante las semanas de travesía en barco y la conocía por dentro y por fuera, pero adivinó sus razones y tampoco hizo preguntas, salvo para indagar sobre su salud. Incluso cuando le colocaba las agujas tenía cuidado de no incomodar su pudor. No se desvestían en presencia del otro y tenían un acuerdo tácito para respetar la privacidad del hoyo que les servía de letrina detrás de la cabaña, pero lo demás se compartía, desde el dinero hasta la ropa. Muchos años más tarde, revisando las notas en su diario correspondientes a esa época, Eliza se preguntaba extrañada por qué ninguno de los dos reconocía la atracción indudable que sentían, por qué se refugiaban en el pretexto del sueño para tocarse y durante el día fingían frialdad. Concluyó que el amor con alguien de otra raza les parecía imposible, creían que no había lugar para una pareja como ellos en el mundo.

– Tú sólo pensabas en tu amante -le aclaró Tao Chi´en quien para entonces tenía el pelo gris.

– Y tú en Lin.

– En China se pueden tener varias esposas y Lin siempre fue tolerante.

– También te repugnaban mis pies grandes -se burló ella.

– Cierto -replicó él con la mayor seriedad.

En junio se dejó caer un verano sin misericordia, los mosquitos se multiplicaron, las culebras salieron de sus huecos a pasearse impunes y las plantas de Tao Chi´en brotaron tan robustas como en la China. Las hordas de argonautas seguían llegando, cada vez más seguidas y numerosas. Como Sacramento era el puerto de acceso, no corrió la suerte de docenas de otros pueblos, que brotaban como callampas cerca de los yacimientos auríferos, prosperaban rápido y desaparecían de súbito apenas se acababa el mineral fácil. La ciudad crecía por minutos, se abrían nuevos almacenes y los terrenos ya no se regalaban, como al principio, se vendían tan caros como en San Francisco. Había un esbozo de gobierno y frecuentes asambleas para decidir detalles administrativos. Aparecieron especuladores, leguleyos, evangelistas, jugadores profesionales, bandoleros, madames con sus chicas de vida alegre y otros heraldos del progreso y la civilización. Pasaban centenares de hombres inflamados de esperanza y ambición rumbo a los placeres, también otros agotados y enfermos que regresaban después de meses de arduo trabajo dispuestos a despilfarrar sus ganancias. El número de chinos aumentaba día a día y pronto había un par de bandas rivales. Estos "tongs" eran clanes cerrados, sus miembros se ayudaban unos a otros como hermanos en las dificultades de la vida diaria y el trabajo, pero también propiciaban corrupción y crimen. Entre los recién llegados había otro "zhong yi", con quien Tao Chi´en pasaba horas de completa felicidad comparando tratamientos y citando a Confucio. Le recordaba a Ebanizer Hobbs, porque no se conformaba con repetir los tratamientos tradicionales, también buscaba alternativas novedosas.

– Debemos estudiar la medicina de los "fan güey" la nuestra no es suficiente -le decía y él estaba plenamente de acuerdo, porque mientras más aprendía, mayor era la impresión de que nada sabía y no le alcanzaría la vida para estudiar todo lo que faltaba.

Eliza organizó un negocio de "empanadas" para vender a precio de oro, primero a los chilenos y luego también a los yanquis, quienes se aficionaron rápidamente a ellas. Empezó por hacerlas de carne de vaca, cuando podía comprarla a los rancheros mexicanos que arreaban ganado desde Sonora, pero como solía escasear, experimentó con venado, liebre, gansos salvajes, tortuga, salmón y hasta oso. Todo lo consumían agradecidos sus fieles parroquianos, porque la alternativa eran frijoles en tarro y cerdo salado, la dieta invariable de los mineros. Nadie disponían de tiempo para cazar, pescar o cocinar; no se conseguían verduras ni frutas y la leche era un lujo más raro que la champaña, sin embargo no faltaba harina, grasa y azúcar, también había nueces, chocolate, algunas especias, duraznos y ciruelas secas. Hacía tartas y galletas con el mismo éxito de las "empanadas", también pan en un horno de barro que improvisó recordando el de Mama Fresia. Si conseguía huevos y tocino ponía un letrero ofreciendo desayuno, entonces los hombres hacían cola para sentarse a pleno sol ante un mesón destartalado. Esa sabrosa comida, preparada por un chino sordomudo, les recordaba los domingos familiares en sus casas, muy lejos de allí. El abundante desayuno de huevos fritos con tocino, pan recién horneado, tarta de fruta y café a destajo, costaba tres dólares. Algunos clientes, emocionados y agradecidos porque no habían probado nada parecido en muchos meses, depositaban otro dólar en el tarro de las propinas. Un día, a mediados del verano, Eliza se presentó ante Tao Chi´en con sus ahorros en la mano.

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