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Al otro día sus camaradas la mandaron al almacén a comprar lo indispensable para sobrevivir y una de aquellas cunas para arnear la tierra, porque vieron cuánto más eficiente era ese artilugio que sus humildes bateas. La única calle del pueblo, si así podía llamarse ese caserío, era un lodazal sembrado de desperdicios. El almacén, una cabaña de troncos y tablas, era el centro de la vida social en esa comunidad de hombres solitarios. Allí se vendía de un cuanto hay, se servía licor a destajo y algo de comida; por las noches, cuando acudían los mineros a beber, un violinista animaba el ambiente con sus melodías, entonces algunos hombres se colgaban un pañuelo en el cinturón, en señal de que asumían el papel de las damas, mientras los otros se turnaban para sacarlos a bailar. No había una sola mujer en muchas millas a la redonda, pero de vez en cuando pasaba un vagón tirado por mulas cargado de prostitutas. Las esperaban con ansias y las compensaban con generosidad. El dueño del almacén resultó ser un mormón locuaz y bondadoso, con tres esposas en Utah, que ofrecía crédito a quien se convirtiera a su fe. Era abstemio y mientras vendía licor predicaba contra el vicio de beberlo. Sabía de un tal Joaquín y el apellido le sonaba como Andieta, informó a Eliza cuando ella lo interrogó, pero había pasado por allí hacía un buen tiempo y no podía decir cuál dirección había tomado. Lo recordaba porque estuvo involucrado en una pelea entre americanos y españoles a propósito de una pertenencia. ¿Chilenos? Tal vez, sólo estaba seguro que hablaba castellano, podría haber sido mexicano, dijo, a él todos los "grasientos" le parecían iguales.

– ¿Y qué pasó al final?

– Los americanos se quedaron con el predio y los otros se tuvieron que marchar. ¿Qué otra cosa podía pasar? Joaquín y otro hombre permanecieron aquí en el almacén dos o tres días. Puse unas mantas allí en un rincón y los dejé descansar hasta que se repusieran un poco, porque estaban muy golpeados. No eran mala gente. Me acuerdo de tu hermano, era un chico de pelo negro y ojos grandes, bastante guapo.

– El mismo -dijo Eliza, con el corazón disparado al galope.

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