– En vez de trabajar de la madrugada hasta la medianoche para comprarle vestidos de seda y muebles de lujo, quédese con ella lo más posible, doctor Chi´en. Debe gozarla mientras la tenga -le aconsejaba Hobbs.
Los dos médicos acordaron, cada uno desde la perspectiva de su propia experiencia, que el parto sería para Lin una prueba de fuego. Ninguno era entendido en esa materia, pues tanto en Europa como en China había estado siempre en manos de comadronas, pero se propusieron estudiar. No confiaban en la pericia de una mujerona burda, como juzgaban a todas las de ese oficio. Las habían visto trabajar, con sus manos asquerosas, sus brujerías y sus métodos brutales para desprender al niño de la madre, y decidieron librar a Lin de tan funesta experiencia. La joven, sin embargo, no quería dar a luz frente a dos hombres, especialmente si uno de ellos era un "fan güey" de ojos desteñidos, quien ni siquiera podía hablar la lengua de los seres humanos. Le rogó a su marido que acudiera a la partera del barrio, porque la decencia más elemental le impedía separar las piernas delante de un diablo extranjero, pero Tao Chi´en, dispuesto siempre a complacerla, esta vez se mostró inflexible. Por último transaron en que él la atendería personalmente, mientras Ebanizer Hobbs permanecía en la habitación del lado para darle apoyo verbal, en caso de necesitarlo.
El primer anuncio del alumbramiento fue un ataque de asma que por poco le cuesta la vida a Lin. Se confundieron los esfuerzos por respirar con los del vientre por expeler a la criatura y tanto Tao Chi´en, con todo su amor y su ciencia, como Ebanizer Hobbs con sus textos de medicina, fueron impotentes para ayudarla. Diez horas más tarde, cuando los gemidos de la madre se habían reducido al áspero borboriteo de un ahogado y el crío no daba señales de nacer, Tao Chi´en salió volando a buscar a la comadrona y, a pesar de su repulsión, la trajo prácticamente a la rastra. Tal como Chi´en y Hobbs temían, la mujer resultó ser una vieja maloliente con la cual fue imposible intercambiar ni el menor conocimiento médico, porque lo suyo no era ciencia, sino larga experiencia y antiguo instinto. Empezó por apartar a los dos hombres de un empellón, prohibiéndoles asomarse por la cortina que separaba los dos aposentos. Tao Chi´en nunca supo lo ocurrido tras aquella cortina, pero se tranquilizó cuando oyó a Lin respirar sin ahogarse y gritar con fuerza. En las horas siguientes, mientras Ebanizer Hobbs dormía extenuado en un sillón y Tao Chi´en consultaba desesperadamente al espíritu de su maestro, Lin trajo al mundo a una niña exangüe. Como se trataba de una criatura de sexo femenino, ni la comadrona ni el padre se preocuparon de revivirla, en cambio ambos se dieron a la tarea de salvar a la madre, quien iba perdiendo sus escasas fuerzas a medida que la sangre se escurría entre sus piernas.
Lin escasamente lamentó la muerte de la niña, como si adivinara que no le alcanzaría la vida para criarla. Se repuso con lentitud del mal parto y por un tiempo intentó ser otra vez la compañera alegre de los juegos nocturnos. Con la misma disciplina empleada en disimular el dolor de los pies, fingía entusiasmo por los apasionados abrazos de su marido. "El sexo es un viaje, un viaje sagrado", le decía a menudo, pero ya no tenía ánimo para acompañarlo. Tanto deseaba Tao Chi´en ese amor, que se las arregló para ignorar uno a uno los signos delatorios y seguir creyendo hasta el final que Lin era la misma de antes. Había soñado por años con hijos varones, pero ahora sólo pretendía proteger a su esposa de otra preñez. Sus sentimientos por Lin se habían transformado en una veneración que sólo a ella podía confesar; pensaba que nadie podría entender ese agobiante amor por una mujer, nadie conocía a Lin como él, nadie sabía de la luz que ella traía a su vida. Soy feliz, soy feliz, repetía para apartar las premoniciones funestas, que lo asaltaban apenas se descuidaba. Pero no lo era. Ya no se reía con la liviandad de antes y cuando estaba con ella apenas podía gozarla, salvo en algunos momentos perfectos del placer carnal, porque vivía observándola preocupado, siempre pendiente de su salud, consciente de su fragilidad, midiendo el ritmo de su aliento. Llegó a odiar sus "lirios dorados", que al principio de su matrimonio besaba transportado por la exaltación del deseo. Ebanizer Hobbs era partidario de que Lin diera largos paseos al aire libre para fortalecer los pulmones y abrir el apetito, pero ella apenas lograba dar diez pasos sin desfallecer. Tao no podía quedarse junto a su mujer todo el tiempo, como sugería Hobbs, porque debía proveer para ambos. Cada instante separado de ella le parecía vida gastada en la infelicidad, tiempo robado al amor. Puso al servicio de su amada toda su farmacopea y los conocimientos adquiridos en muchos años de practicar medicina, pero un año después del parto Lin estaba convertida en la sombra de la muchacha alegre que antes fuera. Su marido intentaba hacerla reír, pero la risa les salía falsa a los dos.
Un día Lin ya no pudo salir de la cama. Se ahogaba, las fuerzas se le iban tosiendo sangre y tratando de aspirar aire. Se negaba a comer, salvo cucharaditas de sopa magra, porque el esfuerzo la agotaba. Dormía a sobresaltos en los escasos momentos en que la tos se calmaba. Tao Chi´en calculó que llevaba seis semanas respirando con un ronquido líquido, como si estuviera sumergida en agua. Al levantarla en brazos comprobaba cómo iba perdiendo peso y el alma se le encogía de terror. Tanto la vio sufrir, que su muerte debió llegar como un alivio, pero la madrugada fatídica en que amaneció abrazado junto al cuerpo helado de Lin, creyó morir también. Un grito largo y terrible, nacido del fondo mismo de la tierra, como un clamor de volcán, sacudió la casa y despertó al barrio. Llegaron los vecinos, abrieron a patadas la puerta y lo encontraron desnudo al centro de la habitación con su mujer en los brazos, aullando. Debieron separarlo a viva fuerza del cuerpo y dominarlo, hasta que llegó Ebanizer Hobbs y lo obligó a tragar una cantidad de láudano capaz de tumbar a un león.
Tao Chi´en se sumió en la viudez con una desesperación total. Hizo un altar con el retrato de Lin y algunas de sus pertenencias y pasaba horas contemplándolo desolado. Dejó de ver a sus pacientes y de compartir con Ebanizer Hobbs el estudio y la investigación, bases de su amistad. Le repugnaban los consejos del inglés, quien sostenía que "un clavo saca otro clavo" y lo mejor para reponerse del duelo era visitar los burdeles del puerto, donde podría escoger cuántas mujeres de pies deformes, como llamaba a los "lirios dorados", se le antojaran. ¿Cómo podía sugerirle semejante aberración? No existía quien pudiera reemplazar a Lin, jamás amaría a otra, de eso Tao Chi´en estaba seguro. Sólo aceptaba de Hobbs en ese tiempo sus generosas botellas de whisky. Durante semanas pasó aletargado en el alcohol, hasta que se le acabó el dinero y poco a poco debió vender o empeñar sus posesiones, hasta que un día no pudo pagar la renta y tuvo que trasladarse a un hotel de baja estopa. Entonces recordó que era un "zhong yi" y volvió a trabajar, aunque cumplía a duras penas, con la ropa sucia, la trenza despelucada, mal afeitado. Como gozaba de buena reputación, los pacientes soportaron su aspecto de espantajo y sus errores de ebrio con la actitud resignada de los pobres, pero pronto dejaron de consultarlo. Tampoco Ebanizer Hobbs volvió a llamarlo para tratar los casos difíciles, porque perdió confianza en su criterio. Hasta entonces ambos se habían complementado con éxito: el inglés podía por primera vez practicar cirugía con audacia, gracias a las poderosas drogas y a las agujas de oro capaces de mitigar el dolor, reducir las hemorragias y acortar el tiempo de cicatrización, y el chino aprendía el uso del escalpelo y otros métodos de la ciencia europea. Pero con las manos tembleques y los ojos nublados por la intoxicación y las lágrimas, Tao Chi´en representaba un peligro, más que una ayuda.
En la primavera de 1847 el destino de Tao Chi´en nuevamente viró de súbito, tal como había ocurrido un par de veces en su vida. En la medida que perdía sus pacientes regulares y se extendía el rumor de su desprestigio como médico, debió concentrarse en los barrios más desesperados del puerto, donde nadie pedía sus referencias. Los casos eran de rutina: contusiones, navajazos y perforaciones de bala. Una noche Tao Chi´en fue llamado de urgencia a una taberna para coser a un marinero después de una monumental riña. Lo condujeron a la parte trasera del local, donde el hombre yacía inconsciente con la cabeza abierta como un melón. Su contrincante, un gigantesco noruego, había levantado una pesada mesa de madera y la había usado como garrote para defenderse de sus atacantes, un grupo de chinos dispuestos a darle una memorable golpiza. Se lanzaron en masa encima del noruego y lo hubieran hecho picadillo si no acuden en su ayuda varios marineros nórdicos, que bebían en el mismo local, y lo que comenzó como una discusión de jugadores borrachos, se convirtió en una batalla racial. Cuando llegó Tao Chi´en, quienes podían caminar habían desaparecido hacía mucho rato. El noruego se reintegró ileso a su nave escoltado por dos policías ingleses y los únicos a la vista eran el tabernero, la víctima agónica y el piloto, quien se las había arreglado para alejar a los policías. De haber sido un europeo, seguramente el herido habría terminado en el hospital británico, pero como se trataba de un asiático, las autoridades del puerto no se molestaron demasiado. A Tao Chi´en le bastó una mirada para determinar que nada podía hacer por ese pobre diablo con el cráneo destrozado y los sesos a la vista. Así se lo explicó al piloto, un inglés barbudo y grosero.
– ¡Condenado chino! ¿No puedes restregar la sangre y coserle la cabeza? -exigió.
– Tiene el cráneo partido, ¿para qué coserlo? Tiene derecho a morir en paz.
– ¡No puede morirse! ¡Mi barco zarpa al amanecer y necesito a este hombre a bordo! ¡Es el cocinero!
– Lo siento -replicó Tao Chi´en con una respetuosa venia, procurando disimular el fastidio que aquel insensato "fan güey" le producía.
El piloto pidió una botella de ginebra e invitó a Tao Chi´en a beber con él. Si el cocinero estaba más allá de cualquier consuelo, bien podían tomar una copa en su nombre, dijo, para que después no viniera su jodido fantasma, maldito sea, a tironearles los pies por la noche. Se instalaron a pocos pasos del moribundo a emborracharse sin prisa. De vez en cuando Tao Chi´en se inclinaba para tomarle el pulso, calculando que no debían quedarle más de unos minutos de vida, pero el hombre resultó más resistente de lo esperado. Poca cuenta se daba el "zhong yi" de cómo el inglés le suministraba un vaso tras otro, mientras él apenas bebía del suyo. Pronto estaba mareado y ya no podía recordar por qué se encontraba en ese lugar. Una hora más tarde, cuando su paciente sufrió un par de convulsiones finales y expiró, Tao Chi´en no lo supo, porque había rodado por el suelo sin conocimiento.