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Tao Chi´en tomó clases con un compatriota que hablaba un inglés gelatinoso y desprovisto de consonantes, pero lo escribía con la mayor corrección. El alfabeto europeo comparado con los caracteres chinos resultaba de una sencillez encantadora y en cinco semanas Tao Chi´en podía leer los periódicos británicos sin atascarse en las letras, aunque cada cinco palabras necesitaba recurrir al diccionario. Por las noches pasaba horas estudiando. Echaba de menos a su venerable maestro, quien lo había marcado para siempre con la sed del conocimiento, tan perseverante como la sed de alcohol para el ebrio o la de poder para el ambicioso. Ya no contaba con la biblioteca del anciano ni su fuente inagotable de experiencia, no podía acudir a él para pedir consejo o discutir los síntomas de un paciente, carecía de un guía, se sentía huérfano. Desde la muerte de su preceptor no había vuelto a escribir ni leer poesía, no se daba tiempo para admirar la naturaleza, para la meditación ni para observar los ritos y ceremonias cuotidianas que antes enriquecían su existencia. Se sentía lleno de ruido por dentro, añoraba el vacío del silencio y la soledad, que su maestro le había enseñado a cultivar como el más precioso don. En la práctica de su oficio aprendía sobre la compleja naturaleza de los seres humanos, las diferencias emocionales entre hombres y mujeres, las enfermedades tratables solamente con remedios y las que requerían además la magia de la palabra justa, pero le faltaba con quien compartir sus experiencias. El sueño de comprar una esposa y tener una familia estaba siempre en su mente, pero esfumado y tenue, como un hermoso paisaje pintado sobre seda, en cambio el deseo de adquirir libros, de estudiar y de conseguir otros maestros dispuestos a ayudarlo en el camino del conocimiento se iba convirtiendo en una obsesión.

Así estaban las cosas cuando Tao Chi´en conoció al doctor Ebanizer Hobbs, un aristócrata inglés que nada tenía de arrogante y, al contrario de otros europeos, se interesaba en el color local de la ciudad. Lo vio por primera vez en el mercado escarbando entre las yerbas y pócimas de una tienda de curanderos. Hablaba sólo diez palabras de mandarín, pero las repetía con voz tan estentórea y con tal irrevocable convicción, que a su alrededor se había juntado una pequeña muchedumbre entre burlona y asustada. Era fácil verlo desde lejos, porque su cabeza sobresalía por encima de la masa china. Tao Chi´en nunca había visto a un extranjero por esos lados, tan lejos de los sectores por donde normalmente circulaban, y se aproximó para mirarlo de cerca. Era un hombre todavía joven, alto y delgado, con facciones nobles y grandes ojos azules. Tao Chi´en comprobó encantado que podía traducir las diez palabras de aquel "fan güey" y él mismo conocía por lo menos otras tantas en inglés, de modo que tal vez sería posible comunicarse. Lo saludó con una cordial reverencia y el otro contestó imitando las inclinaciones con torpeza. Los dos sonrieron y luego se echaron a reír, coreados por las amables carcajadas de los espectadores. Comenzaron un anhelante diálogo de veinte palabras mal pronunciadas de lado y lado y una cómica pantomima de saltimbanquis, ante la creciente hilaridad de los curiosos. Pronto había un grupo considerable de gente impidiendo el paso del tráfico, todos muertos de la risa, lo cual atrajo a un policía británico a caballo, quien ordenó disolver la aglomeración de inmediato. Así nació una sólida alianza entre los dos hombres.

Ebanizer Hobbs estaba tan consciente de las limitaciones de su oficio, como lo estaba Tao Chi´en de las suyas. El primero deseaba aprender los secretos de la medicina oriental, vislumbrados en sus viajes por Asia, especialmente el control del dolor mediante agujas insertadas en los terminales nerviosos y el uso de combinaciones de plantas y yerbas para el tratamiento de diversas enfermedades que en Europa se consideraban fatales. El segundo sentía fascinación por la medicina occidental y sus métodos agresivos de curar, lo suyo era un arte sutil de equilibrio y armonía, una lenta tarea de enderezar la energía desviada, prevenir las enfermedades y buscar las causas de los síntomas. Tao Chi´en nunca había practicado cirugía y sus conocimientos de anatomía, muy precisos en lo referente a los diversos pulsos y a los puntos de acupuntura, se reducían a lo que podía ver y palpar. Sabía de memoria los dibujos anatómicos de la biblioteca de su antiguo maestro, pero no se le había ocurrido abrir un cadáver. La costumbre era desconocida en la medicina china; su sabio maestro, quien había practicado el arte de sanar toda su vida, rara vez había visto los órganos internos y era incapaz de diagnosticar si se topaba con síntomas que no calzaban en el repertorio de los males conocidos. Ebanizer Hobbs en cambio, abría cadáveres y buscaba la causa, así aprendía. Tao Chi´en lo hizo por vez primera en el sótano del hospital de los ingleses, en una noche de tifones, como ayudante del doctor Hobbs, quien esa misma mañana había colocado sus primeras agujas de acupuntura para aliviar una migraña en el consultorio donde Tao Chi´en atendía a su clientela. En Hong Kong había algunos misioneros tan interesados en curar el cuerpo como en convertir el alma de sus feligreses, con quienes el doctor Hobbs mantenía excelentes relaciones. Estaban mucho más cerca de la población local que los médicos británicos de la colonia y admiraban los métodos de la medicina oriental. Abrieron las puertas de sus pequeños hospitales al "zhong yi". El entusiasmo de Tao Chi´en y Ebanizer Hobbs por el estudio y la experimentación los condujo inevitablemente al afecto. Se juntaban casi en secreto, porque de haberse conocido su amistad, arriesgaban su reputación. Ni los pacientes europeos ni los chinos aceptaban que otra raza tuviera algo que enseñarles.

El anhelo de comprar una esposa volvió a ocupar los sueños de Tao Chi´en apenas se le acomodaron un poco las finanzas. Cuando cumplió veintidós años sumó una vez más sus ahorros, como hacía a menudo, y comprobó encantado que le alcanzaban para una mujer de pies pequeños y carácter dulce. Como no disponía de sus padres para ayudarlo en la gestión, tal como exigía la costumbre, debió recurrir a un agente. Le mostraron retratos de varias candidatas, pero le parecieron todas iguales; le resultaba imposible adivinar el aspecto de una muchacha -y mucho menos su personalidad- a partir de esos modestos dibujos a tinta. No le estaba permitido verla con sus propios ojos o escuchar su voz, como hubiera deseado; tampoco tenía un miembro femenino de su familia que lo hiciera por él. Eso sí, podía ver sus pies asomando bajo una cortina, pero le habían contado que ni siquiera eso era seguro, porque los agentes solían hacer trampa y mostrar los "lirios dorados" de otra mujer. Debía confiar en el destino. Estuvo a punto de dejar la decisión a los dados, pero el tatuaje en su mano derecha le recordó sus pasadas desventuras en los juegos de azar y prefirió encomendar la tarea al espíritu de su madre y al de su maestro de acupuntura. Después de recorrer cinco templos haciendo ofrendas, echó la suerte con los palitos del I Chin, donde leyó que el momento era propicio, y así escogió la novia. El método no le falló. Cuando levantó el pañuelo de seda roja de la cabeza de su flamante esposa, después de cumplir las ceremonias mínimas, pues no tenía dinero para un casamiento más espléndido, se encontró ante un rostro armonioso, que miraba obstinadamente al suelo. Repitió su nombre tres veces antes que ella se atreviera a mirarlo con los ojos llenos de lágrimas, temblando de pavor.

– Seré bueno contigo -le prometió él, tan emocionado como ella.

Desde el instante en que levantó esa tela roja, Tao adoró a la joven que le había tocado en suerte. Ese amor lo tomó por sorpresa: no imaginaba que tales sentimientos pudieran existir entre un hombre y una mujer. Jamás había oído manifestar tal clase de amor, sólo había leído vagas referencias en la literatura clásica, donde las doncellas, como los paisajes o la luna, eran temas obligados de inspiración poética. Sin embargo, creía que en el mundo real las mujeres eran sólo criaturas de trabajo y reproducción, como las campesinas entre las cuales se había criado, o bien objetos caros de decoración. Lin no correspondía a ninguna de esas categorías, era una persona misteriosa y compleja, capaz de desarmarlo con su ironía y desafiarlo con sus preguntas. Lo hacía reír como nadie, le inventaba historias imposibles, lo provocaba con juegos de palabras. En presencia de Lin todo parecía iluminarse con un fulgor irresistible. El prodigioso descubrimiento de la intimidad con otro ser humano fue la experiencia más profunda de su vida. Con prostitutas había tenido encuentros de gallo apresurado, pero nunca había dispuesto del tiempo y del amor para conocer a fondo a ninguna. Abrir los ojos por las mañanas y ver a Lin durmiendo a su lado lo hacía reír de dicha y un instante después temblar de angustia. ¿Y si una mañana ella no despertaba? El dulce olor de su transpiración en las noches de amor, el trazo fino de sus cejas elevadas en un gesto de perpetua sorpresa, la esbeltez imposible de su cintura, toda ella lo agobiaba de ternura. ¡Ah! Y la risa de los dos. Eso era lo mejor de todo, la alegría desenfadada de ese amor. Los "libros de almohada" de su viejo maestro, que tanta exaltación inútil le habían causado en la adolescencia, probaron ser de gran provecho a la hora del placer. Como correspondía a una joven virgen bien criada, Lin era modesta en su comportamiento diario, pero apenas perdió el temor de su marido emergió su naturaleza femenina espontánea y apasionada. En corto tiempo esa alumna ávida aprendió las doscientas veintidós maneras de amar y siempre dispuesta a seguirlo en esa alocada carrera, sugirió a su marido que inventara otras. Por fortuna para Tao Chi´en, los refinados conocimientos adquiridos en teoría en la biblioteca de su preceptor incluían innumerables formas de complacer a una mujer y sabía que el vigor cuenta mucho menos que la paciencia. Sus dedos estaban entrenados para percibir los diversos pulsos del cuerpo y ubicar a ojos cerrados los puntos más sensibles; sus manos calientes y firmes, expertas en aliviar los dolores de sus pacientes, se convirtieron en instrumentos de infinito gozo para Lin. Además había descubierto algo que su honorable "zhong yi" olvidó enseñarle: que el mejor afrodisíaco es el amor. En la cama podían ser tan felices, que los demás inconvenientes de la vida se borraban durante la noche. Pero esos inconvenientes eran muchos, como fue evidente al poco tiempo.

Los espíritus invocados por Tao Chi´en para ayudarlo en su decisión matrimonial cumplieron a la perfección: Lin tenía los pies vendados y era tímida y dulce como una ardilla. Pero a Tao Chi´en no se le ocurrió pedir también que su esposa tuviera fortaleza y salud. La misma mujer que parecía inagotable por las noches, durante el día se transformaba en una inválida. Apenas podía caminar un par de cuadras con sus pasitos de mutilada. Es cierto que al hacerlo se movía con la gracia tenue de un junco expuesto a la brisa, como hubiera escrito el anciano maestro de acupuntura en algunas de sus poesías, pero no era menos cierto que un breve viaje al mercado a comprar un repollo para la cena significaba un tormento para sus "lirios dorados". Ella no se quejaba jamás en alta voz, pero bastaba verla transpirar y morderse los labios para adivinar el esfuerzo de cada movimiento. Tampoco tenía buenos pulmones. Respiraba con un silbido agudo de jilguero, pasaba la estación de las lluvias moqueando y la temporada seca ahogándose porque el aire caliente se le quedaba atascado entre los dientes. Ni las yerbas de su marido ni los tónicos de su amigo, el doctor inglés, lograban aliviarla. Cuando quedó encinta sus males empeoraron, pues su frágil esqueleto apenas soportaba el peso del niño. Al cuarto mes dejó de salir por completo y se sentó lánguida frente a la ventana a ver pasar la vida por la calle. Tao Chi´en contrató dos sirvientas para hacerse cargo de las tareas domésticas y acompañarla, porque temía que Lin muriera en su ausencia. Duplicó sus horas de trabajo y por primera vez acosaba a sus pacientes para cobrarles, lo cual lo llenaba de vergüenza. Sentía la mirada crítica de su maestro recordándole el deber de servir sin esperar recompensa, pues "quien más sabe, más obligación tiene hacia la humanidad". Sin embargo, no podía atender gratis o a cambio de favores, como había hecho antes, pues necesitaba cada centavo para mantener a Lin con comodidad. Para entonces disponía del segundo piso de una casa antigua, donde instaló a su mujer con refinamientos que ninguno de los dos había gozado antes, pero no estaba satisfecho. Se le puso en la mente conseguir una vivienda con jardín, así ella tendría belleza y aire puro. Su amigo Ebanizer Hobbs le explicó -en vista que él mismo se negaba a contemplar las evidencias- que la tuberculosis estaba muy avanzada y no habría jardín capaz de curar a Lin.

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