– Un día podré sacar a mi madre de ese conventillo -prometió Joaquín en los cuchicheos de la ermita-. Le daré una vida decente, como la que tenía antes de perderlo todo…
– No lo perdió todo. Tiene un hijo -replicó Eliza.
– Yo fui su desgracia.
– La desgracia fue enamorarse de un mal hombre. Tú eres su redención -determinó ella.
Las citas de los jóvenes eran muy cortas y como nunca se llevaban a cabo a la misma hora, Miss Rose no pudo mantener la vigilancia durante noche y día. Sabía que algo pasaba a su espalda, pero no le alcanzó la perfidia para encerrar a Eliza bajo llave o mandarla al campo, como el deber le indicaba, y se abstuvo de mencionar sus sospechas frente a su hermano Jeremy. Suponía que Eliza y su enamorado intercambiaban cartas, pero no logró interceptar ninguna, a pesar de que alertó a todos los criados. Las cartas existían y eran de tal intensidad, que de haberlas visto, Miss Rose hubiera quedado anonadada. Joaquín no las enviaba, se las entregaba a Eliza en cada uno de sus encuentros. En ellas le decía en los términos más febriles, aquello que frente a frente no se atrevía, por orgullo y por pudor. Ella las escondía en una caja, treinta centímetros bajo tierra en el pequeño huerto de la casa, donde a diario fingía afanarse en las matas de yerbas medicinales de Mama Fresia. Esas páginas, releídas mil veces en ratos robados, constituían el alimento principal de su pasión, porque revelaban un aspecto de Joaquín Andieta que no surgía cuando estaban juntos. Parecían escritas por otra persona. Ese joven altivo, siempre a la defensiva, sombrío y atormentado, que la abrazaba enloquecido y enseguida la empujaba como si el contacto lo quemara, por escrito abría las compuertas de su alma y describía sus sentimientos como un poeta. Más tarde, cuando Eliza perseguiría durante años las huellas imprecisas de Joaquín Andieta, esas cartas serían su único asidero a la verdad, la prueba irrefutable de que aquel amor desenfrenado no fue un engendro de su imaginación de adolescente, sino que existió como una breve bendición y un largo suplicio.
Después del primer miércoles en la ermita a Eliza se le quitaron sin dejar rastro los arrebatos de cólicos y nada en su conducta o su aspecto revelaba su secreto, salvo el brillo demente de sus ojos y el uso algo más frecuente de su talento para volverse invisible. A veces daba la impresión de estar en varios lugares al mismo tiempo, confundiendo a todo el mundo, o bien nadie podía recordar dónde o cuándo la habían visto y justamente cuando empezaban a llamarla, ella se materializaba con la actitud de quien ignora que la están buscando. En otras ocasiones se encontraba en la salita de costura con Miss Rose o preparando un guiso con Mama Fresia, pero se había vuelto tan silenciosa y transparente, que ninguna de las dos mujeres tenía la sensación de verla. Su presencia era sutil, casi imperceptible, y cuando se ausentaba nadie se daba cuenta hasta varias horas después.
– ¡Pareces un espíritu! Estoy harta de buscarte. No quiero que salgas de la casa ni te alejes de mi vista -le ordenaba Miss Rose repetidamente.
– No me he movido de aquí en toda la tarde -replicaba Eliza impávida, apareciendo suavemente en un rincón con un libro o un bordado en la mano.
– ¡Mete ruido, niña, por Dios! ¿Cómo voy a verte si eres más callada que un conejo? -alegaba a su vez Mama Fresia.
Ella decía que sí y luego hacía lo que le daba gana, pero se las arreglaba para parecer obediente y caer en gracia. En pocos días adquirió una pasmosa pericia para embrollar la realidad, como si hubiera practicado la vida entera el arte de los magos. Ante la imposibilidad de atraparla en una contradicción o una mentira comprobable, Miss Rose optó por ganar su confianza y recurría al tema del amor a cada rato. Los pretextos sobraban: chismes sobre las amigas, lecturas románticas que compartían o libretos de las nuevas óperas italianas, que ellas aprendían de memoria, pero Eliza no soltaba palabra que traicionara sus sentimientos. Miss Rose entonces buscó en vano por la casa signos delatores; escarbó en la ropa y la habitación de la joven, dio vuelta al revés y al derecho su colección de muñecas y cajitas de música, libros y cuadernos, pero no pudo encontrar su diario. De haberlo hecho, se habría llevado un desencanto, porque en esas páginas no existía mención alguna de Joaquín Andieta. Eliza sólo escribía para recordar. Su diario contenía de todo, desde los sueños pertinaces hasta la lista inacabable de recetas de cocina y consejos domésticos, como la forma de engordar una gallina o quitar una mancha de grasa. Había también especulaciones sobre su nacimiento, la canastilla lujosa y la caja de jabón de Marsella, pero ni una palabra sobra Joaquín Andieta. No necesitaba un diario para recordarlo. Sería varios años más tarde cuando comenzaría a contar en esas páginas sus amores de los miércoles.
Por fin una noche los jóvenes no se encontraron en la ermita, sino en la residencia de los Sommers. Para llegar a ese instante Eliza pasó por el tormento de infinitas dudas, porque comprendía que era un paso definitivo. Sólo por juntarse en secreto sin vigilancia perdía la honra, el más preciado tesoro de una muchacha, sin la cual no había futuro posible. "Una mujer sin virtud nada vale, nunca podrá convertirse en esposa y madre, mejor sería que se atara una piedra al cuello y se lanzara al mar", le habían machacado. Pensó que no tenía atenuante para la falta que iba a cometer, lo hacía con premeditación y cálculo. A la dos de la madrugada, cuando no quedaba un alma despierta en la ciudad y sólo rondaban los serenos oteando en la oscuridad, Joaquín Andieta se las arregló para introducirse como un ladrón por la terraza de la biblioteca, donde lo esperaba Eliza en camisa de dormir y descalza, tiritando de frío y ansiedad. Lo tomó de la mano y lo condujo a ciegas a través de la casa hasta un cuarto trasero, donde se guardaban en grandes armarios el vestuario de la familia y en cajas diversas los materiales para vestidos y sombreros, usados y vueltos a usar por Miss Rose a lo largo de los años. En el suelo, envueltas en trozos de lienzo, mantenían estiradas las cortinas de la sala y el comedor aguardando la próxima estación. A Eliza le pareció el sitio más seguro, lejos de las otras habitaciones. De todos modos, como precaución, había puesto valeriana en la copita de anisado, que Miss Rose bebía antes de dormir, y en la de brandy, que saboreaba Jeremy mientras fumaba su cigarro de Cuba después de cenar. Conocía cada centímetro de la casa, sabía exactamente dónde crujía el piso y cómo abrir las puertas para que no chirriaran, podía guiar a Joaquín en la oscuridad sin más luz que su propia memoria, y él la siguió, dócil y pálido de miedo, ignorando la voz de la conciencia, confundida con la de su madre, que le recordaba implacable el código de honor de un hombre decente. Jamás haré a Eliza lo que mi padre hizo a mi madre, se decía mientras avanzaba a tientas de la mano de la muchacha, sabiendo que toda consideración era inútil, pues ya estaba vencido por ese deseo impetuoso que no lo dejaba en paz desde la primera vez que la vio. Entretanto Eliza se debatía entre las voces de advertencia retumbando en su cabeza y el impulso del instinto, con sus prodigiosos artilugios. No tenía una idea clara de lo que ocurriría en el cuarto de los armarios, pero iba entregada de antemano.
La casa de los Sommers, suspendida en el aire como una araña a merced del viento, era imposible de mantener abrigada, a pesar de los braceros a carbón que las criadas encendían durante siete meses del año. Las sábanas estaban siempre húmedas por el aliento perseverante del mar y se dormía con botellas de agua caliente a los pies. El único lugar siempre tibio era la cocina, donde el fogón a leña, un artefacto enorme de múltiples usos, nunca se apagaba. Durante el invierno crujían las maderas, se desprendían tablas y el esqueleto de la casa parecía a punto de echarse a navegar, como una antigua fragata. Miss Rose nunca se acostumbró a las tormentas del Pacífico, igual como no pudo habituarse a los temblores. Los verdaderos terremotos, ésos que ponían el mundo patas arriba, ocurrían más o menos cada seis años y en cada oportunidad ella demostró sorprendente sangre fría, pero el trepidar diario que sacudía la vida la ponía de pésimo humor. Nunca quiso colocar la porcelana y los vasos en repisas a ras de suelo, como hacían los chilenos, y cuando el mueble del comedor tambaleaba y sus platos caían en pedazos, maldecía al país a voz en cuello. En la planta baja se encontraba el cuarto de guardar donde Eliza y Joaquín se amaban sobre el gran paquete de cortinas de cretona floreada, que reemplazaban en verano los pesados cortinajes de terciopelo verde del salón. Hacían el amor rodeados de armarios solemnes, cajas de sombreros y bultos con los vestidos primaverales de Miss Rose. Ni el frío ni el olor a naftalina los mortificaba porque estaban más allá de los inconvenientes prácticos, más allá del miedo a las consecuencias y más allá de su propia torpeza de cachorros. No sabían cómo hacer, pero fueron inventando por el camino, atolondrados y confundidos, en completo silencio, guiándose mutuamente sin mucha destreza. A los veintiún años él era tan virgen como ella. Había optado a los catorce por convertirse en sacerdote para complacer a su madre, pero a los dieciséis se inició en las lecturas liberales, se declaró enemigo de los curas, aunque no de la religión, y decidió permanecer casto hasta cumplir el propósito de sacar a su madre del conventillo. Le parecía una retribución mínima por los innumerables sacrificios de ella. A pesar de la virginidad y del susto tremendo de ser sorprendidos, los jóvenes fueron capaces de encontrar en la oscuridad lo que buscaban. Soltaron botones, desataron lazos, se despojaron de pudores y se descubrieron desnudos bebiendo el aire y la saliva del otro. Aspiraron fragancias desaforadas, pusieron febrilmente esto aquí y aquello allá en un afán honesto de descifrar los enigmas, alcanzar el fondo del otro y perderse los dos en el mismo abismo. Las cortinas de verano quedaron manchadas de sudor caliente, sangre virginal y semen, pero ninguno de los dos se percató de esas señales del amor. En la oscuridad apenas podían percibir el contorno del otro y medir el espacio disponible para no derrumbar las pilas de cajas y las perchas de los vestidos en el estrépito de sus abrazos. Bendecían al viento y a la lluvia sobre los tejados, porque disimulaba los crujidos del piso, pero era tan atronador el galope de sus propios corazones y el arrebato de sus jadeos y suspiros de amor, que no entendían cómo no despertaba la casa entera.