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El amor

Nadie mejor que Miss Rose podía saber lo que ocurría en el alma enferma de amor de Eliza. Adivinó de inmediato la identidad del hombre, porque sólo un ciego podía dejar de ver la relación entre los desvaríos de la muchacha y la visita del empleado de su hermano con las cajas del tesoro para Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Su primer impulso fue descartar al joven de un plumazo por insignificante y pobretón, pero pronto comprendió que ella también había sentido su peligroso atractivo y no lograba sacárselo de la cabeza. Cierto, se fijó primero en su ropa remendada y su palidez lúgubre, pero una segunda mirada le bastó para apreciar su aura trágica de poeta maldito. Mientras bordaba furiosamente en su salita de costura, daba mil vueltas a este revés de la suerte que alteraba sus planes de conseguir para Eliza un marido complaciente y adinerado. Sus pensamientos eran una urdimbre de trampas para derrotar ese amor antes que comenzara, desde enviar a Eliza interna a Inglaterra a una escuela para señoritas o a Escocia donde su anciana tía, hasta zamparle la verdad a su hermano para que se deshiciera de su empleado. Sin embargo, en el fondo de su corazón germinaba, muy a su pesar, el deseo secreto de que Eliza viviera su pasión hasta extenuarla, para compensar el tremendo vacío que el tenor había dejado dieciocho años antes en su propia existencia.

Entretanto para Eliza las horas transcurrían con aterradora lentitud en un remolino de sentimientos confusos. No sabía si era de día o de noche, si era martes o viernes, si habían pasado unas horas o varios años desde que conociera a ese joven. De repente sentía que la sangre se le volvía espumosa y se le llenaba la piel de ronchas, que se esfumaban tan súbita e inexplicablemente como habían aparecido. Veía al amado por todas partes: en las sombras de los rincones, en las formas de las nubes, en la taza del té y sobre todo en sueños. No sabía cómo se llamaba y no se atrevía a preguntar a Jeremy Sommers porque temía desencadenar una ola de sospechas, pero se entretenía por horas imaginando un nombre apropiado para él. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien de su amor, analizar cada detalle de la breve visita del joven, especular sobre lo que callaron, lo que debieron decirse y lo que se transmitieron con las miradas, los sonrojos y las intenciones, pero no había nadie en quien confiar. Añoraba una visita del capitán John Sommers, ese tío con vocación de filibustero que había sido el personaje más fascinante de su infancia, el único capaz de entender y ayudarla en semejante trance. No le cabía duda de que Jeremy Sommers, si llegaba a enterarse, declararía una guerra sin tregua contra el modesto empleado de su firma, y no podía predecir la actitud de Miss Rose. Decidió que mientras menos se supiera en su casa, más libertad de acción tendrían ella y su futuro novio. Nunca se puso en el caso de no ser correspondida con la misma intensidad de sentimientos, pues le resultaba simplemente imposible que un amor de tal magnitud la hubiera aturdido sólo a ella. La lógica y la justicia más elementales indicaban que en algún lugar de la ciudad él estaba sufriendo el mismo delicioso tormento.

Eliza se escondía para tocarse el cuerpo en sitios secretos nunca antes explorados. Cerraba los ojos y entonces era la mano de él que la acariciaba con delicadeza de pájaro, eran sus labios los que ella besaba en el espejo, su cintura la que abrazaba en la almohada, sus murmullos de amor los que traía el viento. Ni sus sueños escaparon al poder de Joaquín Andieta. Lo veía aparecer como una sombra inmensa que se abalanzaba sobre ella a devorarla de mil maneras disparatadas y turbadoras. Enamorado, demonio, arcángel, no lo sabía. No deseaba despertar y practicaba con fanática determinación la habilidad aprendida de Mama Fresia para entrar y salir de los sueños a voluntad. Llegó a tener tanto dominio en ese arte, que su amante ilusorio aparecía de cuerpo presente, podía tocarlo, olerlo y oír su voz perfectamente nítida y cercana. Si pudiera estar siempre dormida, no necesitaría nada más: podría seguir amándolo desde su cama para siempre, pensaba. Habría perecido en el desvarío de esa pasión, si Joaquín Andieta no se hubiera presentado una semana más tarde en la casa, a sacar los bultos del tesoro para mandarlos al cliente en el norte.

La noche anterior ella supo que vendría, pero no por instinto ni premonición, como insinuaría años más tarde cuando se lo contó a Tao Chi´en, sino porque a la hora de la cena escuchó a Jeremy Sommers dar las instrucciones a su hermana y a Mama Fresia.

– Vendrá a buscar la carga el mismo empleado que la trajo -agregó al pasar, sin sospechar el huracán de emociones que sus palabras, por diferentes razones, desataban en las tres mujeres.

La muchacha pasó la mañana en la terraza oteando el camino que ascendía por el cerro hacia la casa. Cerca del mediodía vio llegar el carretón tirado por seis mulas y seguido por peones a caballo y armados. Sintió una paz helada, como si se hubiera muerto, sin darse cuenta que Miss Rose y Mama Fresia la observaban desde la casa.

– ¡Tanto esfuerzo para educarla y se enamora del primer mequetrefe que se cruza por su camino! -masculló Miss Rose entre dientes.

Había decidido hacer lo posible por impedir el desastre, sin demasiada convicción, porque conocía de sobra el temple empedernido del primer amor.

– Yo entregaré la carga. Dile a Eliza que entre a la casa y no la dejes salir por ningún motivo -ordenó.

– ¿Y cómo quiere que haga eso? -preguntó Mama Fresia de mal talante.

– Enciérrala, si es necesario.

– Enciérrela usted, si puede. No me meta a mí -replicó y salió arrastrando las chancletas.

Fue imposible impedir que la chica se acercara a Joaquín Andieta y le entregara una carta. Lo hizo sin disimulo, mirándolo a los ojos y con tal feroz determinación, que Miss Rose no tuvo agallas para interceptarla ni Mama Fresia para ponerse por delante. Entonces las mujeres comprendieron que el hechizo era mucho más potente de lo imaginado y no habría puertas con llave ni velas benditas suficientes para conjurarlo. El joven también había pasado esa semana obsesionado por el recuerdo de la muchacha, a quien creía hija de su patrón, Jeremy Sommers, y por lo tanto absolutamente inalcanzable. No sospechaba la impresión que le había causado y no se le pasó por la mente que al ofrecerle aquel memorable vaso de jugo en la visita anterior, le declaraba su amor, por lo mismo se llevó un susto formidable cuando ella le entregó un sobre cerrado. Desconcertado, se lo puso en el bolsillo y continuó vigilando la faena de cargar las cajas en el carretón, mientras le ardían las orejas, se le mojaba la ropa de sudor y una fiebre de tiritones le recorría la espalda. De pie, inmóvil y silenciosa, Eliza lo observaba fijamente a pocos pasos de distancia, sin darse por enterada de la expresión furiosa de Miss Rose y compungida de Mama Fresia. Cuando la última caja estuvo amarrada en la carreta y las mulas dieron media vuelta para empezar el descenso del cerro, Joaquín Andieta se disculpó ante Miss Rose por las molestias, saludó a Eliza con una brevísima inclinación de cabeza y se fue tan de prisa como pudo.

La esquela de Eliza contenía sólo dos líneas para indicarle dónde y cómo encontrarse. La estratagema era de una sencillez y audacia tales, que cualquiera podría confundirla con una experta en desvergüenzas: Joaquín debía presentarse dentro de tres días a las nueve de noche en la ermita de la Virgen del Perpetuo Socorro, una capilla erguida en Cerro Alegre como protección para los caminantes, a corta distancia de la casa de los Sommers. Eliza escogió el lugar por la cercanía y la fecha por ser miércoles. Miss Rose, Mama Fresia y los criados estarían pendientes de la cena y nadie notaría si ella salía por un rato. Desde la partida del despechado Michael Steward ya no había razón para bailes ni el invierno prematuro se prestaba para ellos, pero Miss Rose mantuvo la costumbre para desarmar los chismes que circulaban a costa suya y del oficial de la marina. Suspender las veladas musicales en ausencia de Steward equivalía a confesar que él era el único motivo para llevarlas a cabo.

A las siete ya se había apostado Joaquín Andieta a esperar impaciente. De lejos vio el resplandor de la casa iluminada, el desfile de carruajes con los convidados y los faroles encendidos de los cocheros que aguardaban en el camino. Un par de veces debió esconderse al paso de los serenos revisando las lámparas de la ermita, que el viento apagaba. Se trataba de una pequeña construcción rectangular de adobe coronada por una cruz de madera pintada, apenas un poco más grande que un confesionario, que albergaba una imagen de yeso de la Virgen. Había una bandeja con hileras de velas votivas apagadas y un ánfora con flores muertas. Era una noche de luna llena, pero el cielo estaba cruzado de gruesos nubarrones, que a ratos ocultaban por completo la claridad lunar. A las nueve en punto sintió la presencia de la muchacha y percibió su figura envuelta de la cabeza a los pies en un manto oscuro.

– La estaba esperando, señorita -fue lo único que se le ocurrió tartamudear, sintiéndose como un idiota.

– Yo te he esperado siempre -replicó ella sin la menor vacilación.

Se quitó el manto y Joaquín vio que estaba vestida de fiesta, llevaba la falda arremangada y chancletas en los pies. Traía en la mano sus medias blancas y sus zapatillas de gamuza, para no embarrarlas por el camino. El cabello negro, partido al centro, iba recogido a ambos lados de la cabeza en trenzas bordadas con cintas de raso. Se sentaron al fondo de la ermita, sobre el manto que ella puso en el suelo, ocultos detrás de la estatua, en silencio, muy juntos pero sin tocarse. Por un rato largo no se atrevieron a mirarse en la dulce penumbra, aturdidos por la mutua cercanía, respirando el mismo aire y ardiendo a pesar de las ráfagas que amenazaban con dejarlos a oscuras.

– Me llamo Eliza Sommers -dijo ella por fin.

– Y yo Joaquín Andieta -respondió él.

– Se me ocurrió que te llamabas Sebastián.

– ¿Por qué?

– Porque te pareces a San Sebastián, el mártir. No voy a la iglesia papista, soy protestante, pero Mama Fresia me ha llevado algunas veces a pagar sus promesas.

Ahí terminó la conversación porque no supieron qué más decirse se lanzaban miradas de reojo y ambos se ruborizaban al mismo tiempo. Eliza percibía su olor a jabón y sudor, pero no se atrevía a acercarle la nariz, como deseaba. Los únicos sonidos en la ermita eran el susurro del viento y de la respiración agitada de ambos. A los pocos minutos ella anunció que debía volver a su casa, antes que notaran su ausencia, y se despidieron estrechándose la mano. Así se encontrarían los miércoles siguientes, siempre a diferentes horas y por cortos intervalos. En cada uno de esos alborozados encuentros avanzaban a pasos de gigante en los delirios y tormentos del amor. Se contaron apresurados lo indispensable, porque las palabras parecían una pérdida de tiempo, y pronto se tomaron de las manos y siguieron hablando, los cuerpos cada vez más próximos a medida que las almas se acercaban, hasta que en la noche del quinto miércoles se besaron en los labios, primero tentando, luego explorando y finalmente perdiéndose en el deleite hasta desatar por completo el fervor que los consumía. Para entonces ya habían intercambiado apretados resúmenes de los dieciséis años de Eliza y los veintiuno de Joaquín. Discutieron sobre la improbable cesta con sábanas de batista y cobija de visón, tanto como de la caja de jabón de Marsella, y fue un alivio para Andieta que ella no fuera hija de ninguno de los Sommers y tuviera un origen incierto, como el suyo, aunque de todos modos un abismo social y económico los separaba. Eliza se enteró que Joaquín era fruto de un amor de paso, el padre se hizo humo con la misma prontitud con que plantó su semilla y el niño creció sin saber su nombre, con el apellido de su madre y marcado por su condición de bastardo, que habría de limitar cada paso de su camino. La familia expulsó de su seno a la hija deshonrada e ignoró al niño ilegítimo. Los abuelos y los tíos, comerciantes y funcionarios de una clase media empantanada en prejuicios, vivían en la misma ciudad, a pocas cuadras de distancia, pero jamás se cruzaban. Iban los domingos a la misma iglesia, pero a diferentes horas, porque los pobres no acudían a la misa del mediodía. Marcado por el estigma, Joaquín no jugó en los mismos parques ni se educó en las escuelas de sus primos, pero usó sus trajes y juguetes descartados, que una tía compasiva hacía llegar por torcidos conductos a la hermana repudiada. La madre de Joaquín Andieta había sido menos afortunada que Miss Rose y pagó su debilidad mucho más cara. Ambas mujeres tenían casi la misma edad, pero mientras la inglesa lucía joven, la otra estaba desgastada por la miseria, la consunción y el triste oficio de bordar ajuares de novia a la luz de una vela. La mala suerte no había mermado su dignidad y formó a su hijo en los principios inquebrantables del honor. Joaquín había aprendido desde muy temprano a llevar la cabeza en alto, desafiando cualquier asomo de escarnio o de lástima.

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