En la madrugada Joaquín Andieta salió por la misma ventana de la biblioteca y Eliza regresó exangüe a su cama. Mientras ella dormía arropada con varias mantas, él echó dos horas caminando cerro abajo en la tormenta. Atravesó sigiloso la ciudad sin llamar la atención de la guardia, para llegar a su casa justo cuando echaban a volar las campanas de la iglesia llamando a la primera misa. Planeaba entrar discretamente, lavarse un poco, cambiar el cuello de la camisa y partir al trabajo con el traje mojado, puesto que no tenía otro, pero su madre lo aguardaba despierta con agua caliente para el "mate" y pan añejo tostado, como todas las mañanas.
– ¿Dónde has estado, hijo? -le preguntó con tanta tristeza, que él no pudo engañarla.
– Descubriendo el amor, mamá -replicó, abrazándola radiante.
Joaquín Andieta vivía atormentado por un romanticismo político sin eco en ese país de gente práctica y prudente. Se había convertido en un fanático de las teorías de Lamennais, que leía en mediocres y confusas traducciones del francés, tal como leía a los enciclopedistas. Como su maestro, propiciaba el liberalismo católico en política y la separación del Estado y la Iglesia. Se declaraba cristiano primitivo, como los apóstoles y mártires, pero enemigo de los curas, traidores de Jesús y su verdadera doctrina, como decía, comparándolos a sanguijuelas alimentadas por la credulidad de los fieles. Se cuidaba mucho, sin embargo, de explayarse en tales ideas delante de su madre, a quien el disgusto hubiera matado. También se consideraba enemigo de la oligarquía, por inútil y decadente, y del gobierno, porque no representaba los intereses del pueblo, sino de los ricos, como podían probar con innumerables ejemplos sus contertulios en las reuniones de la Librería Santos Tornero y como él explicaba pacientemente a Eliza, aunque ella apenas lo oía, más interesada en olerlo que en sus discursos. El joven estaba dispuesto a jugarse la vida por la gloria inútil de un relámpago de heroísmo, pero tenía un miedo visceral de mirar a Eliza a los ojos y hablar de sus sentimientos. Establecieron la rutina de hacer el amor al menos una vez por semana en el mismo cuarto de los armarios, convertido en nido. Disponían de tan escasos y preciosos momentos juntos, que a ella le parecía una insensatez perderlos filosofando; si de hablar se trataba, prefería oír de sus gustos, su pasado, su madre y sus planes para casarse con ella algún día. Habría dado cualquier cosa porque él le dijera cara a cara las frases magníficas que le escribía en sus cartas. Decirle, por ejemplo, que sería más fácil medir las intenciones del viento o la paciencia de las olas en la playa, que la intensidad de su amor; que no había noche invernal capaz de enfriar la hoguera inacabable de su pasión; que pasaba el día soñando y las noches insomne, atormentado sin tregua por la locura de los recuerdos y contando, con la angustia de un condenado, las horas que faltaban para abrazarla otra vez; "eres mi ángel y mi perdición, en tu presencia alcanzo el éxtasis divino y en tu ausencia desciendo al infierno, ¿en qué consiste este dominio que ejerces sobre mí, Eliza? No me hables de mañana ni de ayer, sólo vivo para este instante de hoy en que vuelvo a sumergirme en la noche infinita de tus ojos oscuros". Alimentada por las novelas de Miss Rose y los poetas románticos, cuyos versos conocía de memoria, la muchacha se perdía en el deleite intoxicante de sentirse adorada como una diosa y no percibía la incongruencia entre esas declaraciones inflamadas y la persona real de Joaquín Andieta. En las cartas él se transformaba en el amante perfecto, capaz de describir su pasión con tal angélico aliento, que la culpa y temor desaparecían para dar paso a la exaltación absoluta de los sentidos. Nadie había amado antes de esa manera, ellos habían sido señalados entre todos los mortales para una pasión inimitable, decía Joaquín en las cartas y ella lo creía. Sin embargo, hacía el amor apurado y famélico, sin saborearlo, como quien sucumbe ante un vicio, atormentado por la culpa. No se daba tiempo de conocer el cuerpo de ella ni de revelar el propio; lo vencía la urgencia del deseo y del secreto. Le parecía que nunca les alcanzaba el tiempo, a pesar de que Eliza lo tranquilizaba explicándole que nadie iba a ese cuarto de noche, que los Sommers dormían drogados, Mama Fresia lo hacía en su casucha al fondo del patio y las habitaciones del resto de la servidumbre estaban en el ático. El instinto atizaba la audacia de la muchacha incitándola a descubrir las múltiples posibilidades del placer, pero pronto aprendió a reprimirse. Sus iniciativas en el juego amoroso ponían a Joaquín a la defensiva; se sentía criticado, herido o amenazado en su virilidad. Las peores sospechas lo atormentaban, pues no podía imaginar tanta sensualidad natural en una niña de dieciséis años cuyo único horizonte eran las paredes de su casa. El temor de una preñez empeoraba la situación, porque ninguno de los dos sabía cómo evitarla. Joaquín entendía vagamente la mecánica de la fecundación y suponía que si se retiraba a tiempo estaban a salvo, pero no siempre lo lograba. Se daba cuenta de la frustración de Eliza, pero no sabía cómo consolarla y en vez de intentarlo, se refugiaba de inmediato en su papel de mentor intelectual, donde se sentía seguro. Mientras ella ansiaba ser acariciada o al menos descansar en el hombro de su amante, él se separaba, se vestía de prisa y gastaba el tiempo precioso que aún les quedaba en barajar nuevos argumentos para las mismas ideas políticas cien veces repetidas. Esos abrazos dejaban a Eliza en ascuas, pero no se atrevía a admitirlo ni en lo más profundo de su conciencia, porque equivalía a cuestionar la calidad del amor. Entonces caía en la trampa de compadecer y disculpar al amante, pensando que si tuvieran más tiempo y un lugar seguro, se amarían bien. Mucho mejor que los brincos compartidos, eran las horas posteriores inventando lo que no pasó y las noches soñando lo que tal vez sucedería la próxima vez en el cuarto de los armarios.
Con la misma seriedad que ponía en todos sus actos, Eliza se dio a la tarea de idealizar a su enamorado hasta convertirlo en una obsesión. Sólo deseaba servirlo incondicionalmente por el resto de su existencia, sacrificarse y sufrir para probar su abnegación, morir por él de ser necesario. Ofuscada por el embrujo de esa primera pasión, no percibía que no era correspondida con igual intensidad. Su galán nunca estaba completamente presente. Aún en los más encabritados abrazos sobre el cúmulo de cortinas, su espíritu andaba en otra parte, presto a partir o ya ausente. Se revelaba sólo a medias, fugazmente, en un juego exasperante de sombras chinescas, pero al despedirse, cuando ella estaba a punto de echarse a llorar por hambre de amor, le entregaba una de sus prodigiosas cartas. Para Eliza entonces el universo entero se convertía en un cristal cuya finalidad única consistía en reflejar sus sentimientos. Sometida a la ardua tarea del enamoramiento absoluto, no dudaba de su capacidad de entrega sin reservas y por lo mismo no reconocía la ambigüedad de Joaquín. Había inventado un amante perfecto y nutría esa quimera con invencible porfía. Su imaginación compensaba los ingratos abrazos con su amante, que la dejaban perdida en el limbo oscuro del deseo insatisfecho.