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Del grupo de intelectuales, el más joven era Joaquín Andieta, de apenas dieciocho años, pero compensaba su falta de experiencia con una fluida vocación de liderazgo. Su personalidad electrizante resultaba aún más notable, dadas su juventud y pobreza. No era hombre de muchas palabras este Joaquín, sino de acción, uno de los pocos con claridad y valor suficientes para transformar en impulso revolucionario las ideas de los libros, los demás preferían discutirlas eternamente en torno a una botella en la trastienda de la librería. Todd distinguió a Andieta desde un comienzo, ese joven tenía algo inquietante y patético que lo atraía. Había notado su aporreado maletín y la tela gastada de su traje, transparente y quebradiza como piel de cebolla. Para ocultar los huecos en las suelas de las botas, nunca se sentaba pierna arriba; tampoco se quitaba la chaqueta porque, Todd presumía, su camisa debía estar cubierta de zurcidos y parches. No poseía un abrigo decente, pero en invierno era el primero en madrugar para salir a repartir panfletos y pegar pancartas llamando a los trabajadores a la rebelión contra los abusos de los patrones, o a los marineros contra los capitanes y las empresas navieras, labor a menudo inútil, porque los destinatarios eran en su mayoría analfabetos. Sus llamados a la justicia quedaban a merced del viento y la indiferencia humana.

Mediante discretas indagaciones, Jacob Todd descubrió que su amigo estaba empleado en la "Compañía Británica de Importación y Exportación". A cambio de un sueldo mísero y un horario agotador, registraba los artículos que pasaban por la oficina del puerto. También se le exigía cuello almidonado y zapatos lustrados. Su existencia transcurría en una sala sin ventilación y mal alumbrada, donde los escritorios se alineaban unos tras otros hasta el infinito y se apilaban legajos y libracos empolvados que nadie revisaba en años. Todd preguntó por él a Jeremy Sommers, pero éste no lo ubicaba; seguramente lo veía a diario, dijo, pero no tenía relación personal con sus subordinados y escasamente podía identificarlos por sus nombres. Por otros conductos supo que Andieta vivía con su madre, pero del padre nada pudo averiguar; supuso que sería un marinero de paso y la madre una de aquellas mujeres desafortunadas que no calzaban en ninguna categoría social, tal vez bastarda o repudiada por su familia. Joaquín Andieta tenía facciones andaluzas y la gracia viril de un joven torero; todo en él sugería firmeza, elasticidad, control; sus movimientos eran precisos, su mirada intensa y su orgullo conmovedor. A los ideales utópicos de Todd oponía un pétreo sentido de la realidad. Todd predicaba la creación de una sociedad comunitaria, sin sacerdotes ni policías, gobernada democráticamente bajo una ley moral única e inapelable.

– Está usted en la luna, Mr. Todd. Tenemos mucho que hacer, no vale la pena perder tiempo discutiendo fantasías -lo interrumpía Joaquín Andieta.

– Pero si no empezamos por imaginar la sociedad perfecta ¿cómo vamos a crearla? -replicaba el otro enarbolando su cuaderno, cada vez más voluminoso, al cual había agregado planos de ciudades ideales, donde cada habitante cultivaba su alimento y los niños crecían sanos y felices, cuidados por la comunidad, puesto que si no existía la propiedad privada, tampoco se podía reclamar la posesión de los hijos.

– Debemos mejorar el desastre en que vivimos aquí. Lo primero es incorporar a los trabajadores, los pobres y los indios, dar tierra a los campesinos y quitar poder a los curas. Es necesario cambiar la Constitución, Mr. Todd. Aquí sólo votan los propietarios, es decir, gobiernan los ricos. Los pobres no cuentan.

Al principio Jacob Todd ideaba rebuscados caminos para ayudar a su amigo, pero pronto debió desistir porque sus iniciativas lo ofendían. Le encargaba algunos trabajos para tener pretexto de darle dinero, pero Andieta cumplía a conciencia y luego rechazaba de plano cualquier forma de pago. Si Todd le ofrecía tabaco, una copa de brandy o su paraguas en una noche de tormenta, Andieta reaccionaba con arrogancia helada, dejando al otro desconcertado y a veces ofendido. El joven jamás mencionaba su vida privada o su pasado, parecía encarnarse brevemente para compartir unas horas de conversación revolucionaria o lecturas enardecidas en la librería, antes de volverse humo al término de esas veladas. No disponía de unas monedas para ir con los otros a la taberna y no aceptaba una invitación que no podía retribuir.

Una noche Todd no pudo soportar por más tiempo la incertidumbre y lo siguió por el laberinto de calles del puerto, donde podía ocultarse en las sombras de los portales y en las curvas de esas absurdas callejuelas, que según la gente eran tortuosas a propósito, para impedir que se metiera el Diablo. Vio a Joaquín Andieta arremangarse los pantalones, quitarse los zapatos, envolverlos en una hoja de periódico y guardarlos cuidadosamente en su gastado maletín, de donde extrajo unas chancletas de campesino para calzarse. A esa hora tardía sólo circulaban unas pocas almas perdidas y gatos vagos escarbando en la basura. Sintiéndose como un ladrón, Todd avanzó en la oscuridad casi pisando los talones de su amigo; podía escuchar su respiración agitada y el roce de sus manos, que frotaba sin cesar para combatir los aguijonazos del viento helado. Sus pasos lo condujeron a un conventillo, cuyo acceso era uno de esos callejones estrechos típicos de la ciudad. Una fetidez de orines y excrementos le dio en la cara; por esos barrios la policía de aseo, con sus largos garfios para destapar las acequias, pasaba rara vez. Comprendió la precaución de Andieta de quitarse sus únicos zapatos: no supo lo que pisaba, los pies se le hundían en un caldo pestilente. En la noche sin luna la escasa luz se filtraba entre los postigos destartalados de las ventanas, muchas sin vidrios, tapiadas con cartón o tablas. Se podía atisbar por las ranuras hacia el interior de cuartos miserables alumbrados por velas. La suave neblina daba a la escena un aire irreal. Vio a Joaquín Andieta encender un fósforo, protegiéndolo de la brisa con su cuerpo, sacar una llave y abrir una puerta a la luz trémula de la llama. ¿Eres tú, hijo? Oyó nítidamente una voz femenina, más clara y joven de lo esperado. Enseguida la puerta se cerró. Todd permaneció largo rato en la oscuridad observando la casucha con un deseo inmenso de golpear la puerta, deseo que no era sólo curiosidad, sino un afecto abrumador por su amigo. Carajo, me estoy volviendo idiota, masculló finalmente. Dio media vuelta y se fue al "Club de la Unión" a tomar un trago y leer los periódicos, pero antes de llegar se arrepintió, incapaz de enfrentar el contraste entre la pobreza que acababa de dejar atrás y esos salones con muebles de cuero y lámparas de cristal. Regresó a su cuarto, abrasado por un fuego de compasión bastante parecido a aquella fiebre que casi lo despachó durante su primera semana en Chile.

Así estaban las cosas a finales de 1845, cuando la flota comercial marítima de Gran Bretaña asignó en Valparaíso un capellán para atender las necesidades espirituales de los protestantes. El hombre llegó dispuesto a desafiar a los católicos, construir un sólido templo anglicano y dar nuevos bríos a su congregación. Su primer acto oficial fue examinar las cuentas del proyecto misionero en Tierra del Fuego, cuyos resultados no se vislumbraban por parte alguna. Jacob Todd se hizo invitar al campo por Agustín del Valle, con la idea de dar tiempo al nuevo pastor de desinflarse, pero cuando regresó dos semanas más tarde, comprobó que el capellán no había olvidado el asunto. Por un tiempo Todd encontró nuevos pretextos para evitarlo, pero finalmente debió enfrentarse a un auditor y luego a una comisión de la Iglesia Anglicana. Se en I redó en explicaciones que se tornaron más y más fantásticas a medida que los números probaban el desfalco con claridad meridiana. Devolvió el dinero que le quedaba en la cuenta, pero su reputación sufrió un revés irremediable. Se terminaron para él las tertulias de los miércoles en casa de los Sommers y nadie en la colonia extranjera volvió a invitarlo; lo eludían en la calle y quienes tenían negocios con él, los dieron por concluidos. La noticia del engaño alcanzó a sus amigos chilenos, quienes le sugirieron discreta, pero firmemente, que no apareciera más por el "Club de la Unión" si deseaba evitar el bochorno de ser expulsado. No volvieron a aceptarlo en los juegos de críquet ni en el bar del Hotel Inglés, pronto estuvo aislado y hasta sus amigos liberales le dieron la espalda. La familia del Valle en bloque le quitó el saludo, salvo Paulina, con quien Todd mantenía un esporádico contacto epistolar.

Paulina había dado a luz a su primer hijo en el norte y en sus cartas se revelaba satisfecha de su vida de casada. Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, cada vez más rico según decía la gente, había resultado ser un marido poco usual. Estaba convencido de que la audacia demostrada por Paulina al fugarse del convento y doblar la mano de su familia para casarse con él no debía diluirse en tareas domésticas, sino aprovecharse para beneficio de los dos. Su mujer, educada como señorita, escasamente sabía leer y sumar, pero había desarrollado una verdadera pasión por los negocios. Al principio a Feliciano le extrañó su interés por indagar detalles sobre el proceso de excavación y transporte de los minerales, así como los vaivenes de la Bolsa de Comercio, pero pronto aprendió a respetar la descomunal intuición de su mujer. Mediante sus consejos, a los siete meses de casados obtuvo grandes beneficios especulando con azúcar. Agradecido, le obsequió un servicio para el té de plata labrada en el Perú, que pesaba diecinueve kilos. Paulina, quien apenas podía moverse con el denso bulto de su primer hijo en la barriga, rechazó el regalo sin levantar la vista de los escarpines que estaba tejiendo.

– Prefiero que abras una cuenta a mi nombre en un banco de Londres y de ahora en adelante me deposites el veinte por ciento de las ganancias que yo consiga para ti.

– ¿Para qué? ¿No te doy todo lo que deseas y mucho más? -preguntó Feliciano ofendido.

– La vida es larga y llena de sobresaltos. No quiero ser nunca una viuda pobre y menos con hijos -explicó ella, sobándose la panza.

Feliciano salió dando un portazo, pero su innato sentido de justicia pudo más que su mal humor de marido desafiado. Además, aquel veinte por ciento sería un incentivo poderoso para Paulina, decidió. Hizo lo que ella le pedía, a pesar de que nunca había oído de una mujer casada con dinero propio. Si una esposa no podía desplazarse sola, firmar documentos legales, acudir a la justicia, vender o comprar nada sin la autorización del marido, mucho menos podía disponer de una cuenta bancaria y usarla a su antojo. Sería difícil explicárselo al banco y a los socios.

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