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Las clases de piano -ahora con un profesor llegado de Bélgica que usaba una palmeta para golpear los dedos torpes de sus estudiantes- se convirtieron en un martirio diario para Eliza. También asistía a una academia de bailes de salón y por sugerencia del maestro de danza, Miss Rose la obligaba a caminar por horas equilibrando un libro sobre la cabeza con el fin de hacerla crecer derecha. Ella cumplía con sus tareas, hacía sus ejercicios de piano y caminaba recta como una vela aunque no llevara el libro sobre la cabeza, pero de noche se deslizaba descalza al patio de los sirvientes y a menudo el amanecer la sorprendía durmiendo sobre un jergón abrazada a Mama Fresia.

Dos años después de las inundaciones cambió la suerte y el país gozaba de buen clima, tranquilidad política y bienestar económico. Los chilenos andaban en ascuas; estaban acostumbrados a las desgracias naturales y tanta bonanza podía ser la preparación de un cataclismo mayor. Además se descubrieron ricos yacimientos de oro y plata en el norte. Durante la Conquista, cuando los españoles recorrían América buscando esos metales y llevándose todo lo que encontraban al paso, Chile se consideraba el culo del mundo, porque comparado con las riquezas del resto del continente tenía muy poco que ofrecer. En la marcha forzada por sus inmensas montañas y por el desierto lunar del norte se agotaba la codicia en el corazón de aquellos conquistadores y si algo quedaba, los indómitos indios se encargaban de transformarla en arrepentimiento. Los capitanes, exhaustos y pobres, maldecían esa tierra donde no les quedaba más remedio que plantar sus banderas y echarse a morir, porque regresar sin gloria era peor. Trescientos años más tarde esas minas, ocultas a los ojos de los ambiciosos soldados de España y surgidas de pronto por obra de encantamiento, fueron un premio inesperado para sus descendientes. Se formaron nuevas fortunas, a las que se unieron otras de la industria y el comercio. La antigua aristocracia de la tierra, que había tenido siempre la sartén por el mango, se sintió amenazada en sus privilegios y el desprecio por los ricos de reciente factura pasó a ser un signo de distinción.

Uno de esos ricachos se enamoró de Paulina, la hija mayor de Agustín del Valle. Se trataba de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, próspero en pocos años gracias a una mina de oro explotada a medias con su hermano. De sus orígenes poco se conocía, salvo la sospecha de que sus antepasados eran judíos conversos y su sonoro apellido cristiano había sido adoptado para quitarle el cuerpo a la Inquisición, razón de sobra para ser rechazado de plano por los soberbios del Valle. Jacob Todd distinguía a Paulina entre las cinco hijas de Agustín, porque su carácter atrevido y alegre le recordaba a Miss Rose. La joven tenía una manera sincera de reírse que contrastaba con las sonrisas veladas tras los abanicos y las mantillas de sus hermanas. Al enterarse de la intención del padre de encerrarla en un convento de clausura para impedir sus amores, Jacob Todd decidió, contra toda prudencia, ayudarla. Antes de que se la llevaran, se las arregló para cruzar un par de frases a solas con ella en un descuido de su dueña. Consciente de que no disponía de tiempo para explicaciones, Paulina se sacó del escote una carta tan doblada y vuelta a doblar que parecía un peñasco y le rogó que la hiciera llegar a su enamorado. Al día siguiente la joven partió, secuestrada por su padre, en un viaje de varios días por caminos imposibles hacia Concepción, una ciudad del sur cerca de las reservas indígenas, donde las monjas cumplirían con el deber de devolverle el juicio a punta de rezos y ayunos. Para evitar que tuviera la peregrina idea de rebelarse o escapar, el padre ordenó que le afeitaran la cabeza. La madre recogió las trenzas, las envolvió en un paño de batista bordada y las llevó de regalo a las beatas de la Iglesia de la Matriz para destinarlas a pelucas de santos. Entretanto Todd no sólo logró entregar la misiva, también averiguó con los hermanos de la muchacha la ubicación exacta del convento y pasó el dato al atribulado Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Agradecido, el pretendiente se quitó el reloj de bolsillo con su cadena de oro macizo e insistió en dárselo al bendito emisario de sus amores, pero éste lo rechazó, ofendido.

– No tengo cómo pagarle lo que ha hecho -murmuró Feliciano, turbado.

– No tiene que hacerlo.

Jacob Todd no supo de la infortunada pareja por un buen tiempo, pero dos meses más tarde la sabrosa noticia de la huida de la señorita era el comidillo de toda reunión social y el orgulloso Agustín del Valle no pudo impedir que se le agregaran más detalles pintorescos, cubriéndolo de ridículo. La versión que Paulina relató a Jacob Todd meses después, fue que una tarde de junio, de esas tardes invernales de lluvia fina y oscuridad temprana, logró burlar la vigilancia y huyó del convento vestida con hábito de novicia, llevándose los candelabros de plata del altar mayor. Gracias a la información de Jacob Todd, Feliciano Rodríguez de Santa Cruz se trasladó al sur y mantuvo contacto secreto con ella desde el comienzo, esperando la oportunidad de reencontrarse. Esa tarde la aguardaba a corta distancia del convento y al verla tardó varios segundos en reconocer a esa novicia medio calva que se desmoronó en sus brazos sin soltar los candelabros.

– No me mires así, hombre, el pelo crece -dijo ella besándolo de lleno en los labios.

Feliciano se la llevó en un coche cerrado de vuelta a Valparaíso y la instaló temporalmente en la casa de su madre viuda, el más respetable escondite que pudo imaginar, con la intención de proteger su honra hasta donde fuera posible, aunque no había forma de evitar que el escándalo los mancillara. El primer impulso de Agustín fue enfrentar en duelo al seductor de su hija, pero cuando quiso hacerlo se enteró que andaba en viaje de negocios en Santiago. Se dio entonces a la tarea de encontrar a Paulina, ayudado por sus hijos y sobrinos armados y decididos a vengar el honor de la familia, mientras la madre y las hermanas rezaban a coro el rosario por la hija descarriada. El tío obispo, que había recomendado enviar a Paulina a las monjas, intentó poner algo de cordura en los ánimos, pero esos protomachos no estaban para sermones de buen cristiano. El viaje de Feliciano era parte de la estrategia planeada con su hermano y Jacob Todd. Se fue sin bulla a la capital mientras los otros dos echaban a rodar el plan de acción en Valparaíso, publicando en un periódico liberal la desaparición de la señorita Paulina del Valle, noticia que la familia se había guardado muy bien de divulgar. Eso salvó la vida de los enamorados.

Por fin Agustín del Valle aceptó que ya no estaban los tiempos para desafiar la ley y en vez de un doble asesinato más valía lavar la honra con una boda pública. Se establecieron las bases de una paz forzada y una semana después, cuando todo estuvo preparado, regresó Feliciano. Los fugitivos se presentaron en la residencia de los del Valle acompañados por el hermano del novio, un abogado y el obispo. Jacob Todd se mantuvo discretamente ausente. Paulina apareció vestida con un traje muy sencillo, pero al quitarse el manto pudieron ver que llevaba desafiante una diadema de reina. Avanzó del brazo de su futura suegra, quien estaba dispuesta a responder por su virtud, pero no la dieron ocasión de hacerlo. Como lo último que la familia deseaba era otra noticia en el periódico, Agustín del Valle no tuvo más remedio que recibir a la hija rebelde y a su indeseable pretendiente. Lo hizo rodeado de sus hijos y sobrinos en el comedor, convertido en tribunal para la ocasión, mientras las mujeres de la familia, recluidas en el otro extremo de la casa, se enteraban de los detalles por las criadas, quienes atisbaban tras las puertas y corrían llevando cada palabra. Dijeron que la chica se presentó con todos esos diamantes brillando entre los pelos parados de su cabeza de tiñosa y enfrentó a su padre sin asomo de modestia o temor, anunciando que aún tenía los candelabros, en realidad los había tomado sólo para jorobar a las monjas. Agustín del Valle levantó una fusta para caballos, pero el novio se puso por delante para recibir el castigo, entonces el obispo, muy cansado, pero con el peso de su autoridad intacto, intervino con el argumento irrefutable de que no podría haber casamiento público para acallar los chismes si los novios estaban con la cara machucada.

– Pide que nos sirvan una taza de chocolate, Agustín, y sentémonos a conversar como gente decente -propuso el dignatario de la Iglesia.

Así lo hicieron. Ordenaron a la hija y a la viuda Rodríguez de Santa Cruz que aguardaran afuera, porque ése era un asunto de hombres, y tras consumir varias jarras de espumoso chocolate llegaron a un acuerdo. Redactaron un documento mediante el cual los términos económicos quedaron claros y el honor de ambas partes a salvo, firmaron ante el notario y procedieron a planear los detalles de la boda. Un mes más tarde Jacob Todd asistió a un sarao inolvidable en que la pródiga hospitalidad de la familia del Valle se desbordó; hubo baile, canto y comilona hasta el día siguiente y los invitados se fueron comentando la hermosura de la novia, la felicidad del novio y la suerte de los suegros, que casaban a su hija con una sólida, aunque reciente, fortuna. Los esposos partieron de inmediato al norte del país.

Mala reputación

Jacob Todd lamentó la partida de Feliciano y Paulina, había hecho una buena amistad con el millonario de las minas y su chispeante esposa. Se sentía tan a sus anchas entre los jóvenes empresarios, como incómodo empezaba a sentirse entre los miembros del "Club de la Unión". Como él, los nuevos industriales estaban imbuidos de ideas europeas, eran modernos y liberales, a diferencia de la antigua oligarquía de la tierra, que permanecía atrasada en medio siglo. Le quedaban aún ciento setenta biblias arrumbadas bajo su cama de las cuales ya no se acordaba, porque la apuesta estaba perdida desde hacía tiempo. Había logrado dominar suficientemente el español como para arreglarse sin ayuda y, a pesar de no ser correspondido, seguía enamorado de Rose Sommers, dos buenas razones para quedarse en Chile. Los continuos desaires de la joven se habían convertido en una dulce costumbre y ya no lograban humillarlo. Aprendió a recibirlos con ironía y devolvérselos sin malicia, como un juego de pelota cuyas misteriosas reglas sólo ellos conocían. Se relacionó con algunos intelectuales y pasaba noches enteras discutiendo a los filósofos franceses y alemanes, así como los descubrimientos científicos que abrían nuevos horizontes al conocimiento humano. Disponía de largas horas para pensar, leer y discutir. Había ido decantando ideas que anotaba en un grueso cuaderno ajado por el uso y gastaba buena parte del dinero de su pensión en libros encargados a Londres y otros que compraba en la Librería Santos Tornero, en el barrio El Almendral donde también vivían los franceses y estaba ubicado el mejor burdel de Valparaíso. La librería era el punto de reunión de intelectuales y aspirantes a escritores. Todd solía pasar días enteros leyendo; después entregaba los libros a sus compinches, quienes con penuria los traducían y publicaban en modestos panfletos circulados de mano en mano.

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