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– Venga al norte con nosotros, el futuro está en la minas y allí puede empezar de nuevo -sugirió Paulina a Jacob Todd, cuando se enteró en una de sus breves visitas a Valparaíso que había caído en desgracia.

– ¿Qué haría yo allí, amiga mía? -murmuró el otro.

– Vender sus biblias -se burló Paulina, pero de inmediato se conmovió ante la abismal tristeza del otro y le ofreció su casa, amistad y trabajo en las empresas del marido.

Pero Todd estaba tan desanimado por la mala suerte y la vergüenza pública, que no encontró fuerzas para iniciar otra aventura en el norte. La curiosidad y la inquietud que lo impulsaban antes, habían sido reemplazadas por la obsesión de recuperar el buen nombre perdido.

– Estoy derrotado, señora, ¿que no lo ve? Un hombre sin honor es un hombre muerto.

– Los tiempos han cambiado -lo consoló Paulina-. Antes la honra mancillada de una mujer sólo se lavaba con sangre. Pero ya ve, Mr. Todd, en mi caso se lavó con una jarra de chocolate. El honor de los hombres es mucho más resistente que el nuestro. No se desespere.

Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien no había olvidado su intervención en tiempos de sus amores frustrados con Paulina, quiso prestarle dinero para que devolviera hasta el último centavo de las misiones, pero Todd decidió que entre deberle a un amigo o deberle al capellán protestante, prefería lo último, puesto que su reputación de todos modos ya estaba destruida. Poco después debió despedirse de los gatos y las tartas, porque la viuda inglesa de la pensión lo expulsó con una cantaleta interminable de reproches. La buena mujer había duplicado sus esfuerzos en la cocina para financiar la propagación de su fe en aquellas regiones de invierno inmutable, donde un viento espectral ululaba día y noche, como decía Jacob Todd, ebrio de elocuencia. Al enterarse del destino de sus ahorros en manos del falso misionero, montó en justa cólera y lo echó de su casa. Mediante la ayuda de Joaquín Andieta, quien le buscó otro alojamiento, pudo trasladarse a un cuarto pequeño, pero con vista al mar, en uno de los barrios modestos del puerto. La casa pertenecía a una familia chilena y no tenía las pretensiones europeas de la anterior, era de construcción antigua, de adobe blanqueado a la cal y techo de tejas rojas, compuesta de un zaguán a la entrada, un cuarto grande casi desprovisto de muebles, que servía de sala, comedor y dormitorio de los padres, uno más pequeño y sin ventana donde dormían todos los niños y otro al fondo, que alquilaban. El propietario trabajaba como maestro de escuela y su mujer contribuía al presupuesto con una industria artesanal de velas fabricadas en la cocina. El olor de la cera impregnaba la casa. Todd sentía ese aroma dulzón en sus libros, su ropa, su cabello y hasta en su alma; tanto se le había metido bajo la piel, que muchos años más tarde, al otro lado del mundo, seguiría oliendo a velas. Frecuentaba sólo los barrios bajos del puerto, donde a nadie importaba la reputación buena o mala de un gringo con los pelos rojos. Comía en las fondas de los pobres y pasaba días enteros entre los pescadores, afanado con las redes y los botes. El ejercicio físico le hacía bien y por algunas horas lograba olvidar su orgullo herido. Sólo Joaquín Andieta continuó visitándolo. Se encerraban a discutir de política e intercambiar textos de los filósofos franceses, mientras al otro lado de la puerta correteaban los hijos del maestro y fluía como un hilo de oro derretido la cera de las velas. Joaquín Andieta no se refirió jamás al dinero de las misiones, aunque no podía ignorarlo, dado que el escándalo se comentó a viva voz durante semanas. Cuando Todd quiso explicarle que sus intenciones nunca fueron las de estafar y todo había sido producto de su mala cabeza para los números, su proverbial desorden y su mala suerte, Joaquín Andieta se llevó un dedo a la boca en el gesto universal de callar. En un impulso de vergüenza y afecto, Jacob Todd lo abrazó torpemente y el otro lo estrechó por un instante, pero enseguida se desprendió con brusquedad, rojo hasta las orejas. Los dos retrocedieron simultáneamente, aturdidos, sin comprender cómo habían violado la regla elemental de conducta que prohíbe contacto físico entre los hombres, excepto en batallas o deportes brutales. En los meses siguientes el inglés fue perdiendo el rumbo, descuidó su apariencia y solía vagar con una barba de varios días, oliendo a velas y alcohol. Cuando se propasaba con la ginebra, despotricaba como un maniático, sin pausa ni respiro contra los gobiernos, la familia real inglesa, los militares y policías, el sistema de privilegios de clases, que comparaba al de castas en la India, la religión en general y el cristianismo en particular.

– Tiene que irse de aquí, Mr. Todd se está poniendo chiflado -se atrevió a decirle Joaquín Andieta un día que lo rescató de una plaza cuando estaba a punto de llevárselo la guardia.

Exactamente así lo encontró, predicando como un orate en la calle, el capitán John Sommers, quien había desembarcado de su goleta en el puerto hacía ya varias semanas. Su nave había sufrido tanto vapuleo en la travesía por el Cabo de Hornos, que debió someterse a largas reparaciones. John Sommers había pasado un mes completo en casa de sus hermanos Jeremy y Rose. Eso lo decidió a buscar trabajo en uno de los modernos barcos a vapor apenas regresara a Inglaterra, porque no estaba dispuesto a repetir la experiencia de cautiverio en la jaula familiar. Amaba a los suyos, pero los prefería a la distancia. Se había resistido hasta entonces a pensar en los vapores, porque no concebía la aventura del mar sin el desafío de las velas y del clima, que probaban la buena cepa de un capitán, pero debió admitir finalmente que el futuro estaba en las nuevas embarcaciones, más grandes, seguras y rápidas. Cuando notó que perdía pelo, culpó naturalmente a la vida sedentaria. Pronto el tedio llegó a pesarle como una armadura y escapaba de la casa para pasear por el puerto con impaciencia de fiera atrapada. Al reconocer al capitán, Jacob Todd bajó el ala del sombrero y fingió no verlo para ahorrarse la humillación de otro desaire, pero el marino lo detuvo en seco y lo saludó con afectuosas palmadas en los hombros.

– ¡Vamos a tomar unos tragos, mi amigo¡ -y lo arrastró a un bar cercano.

Resultó ser uno de esos rincones del puerto conocido entre los parroquianos por la bebida honesta, donde además ofrecían un plato único de bien ganada fama: congrio frito con papas y ensalada de cebolla cruda. Todd, quien solía olvidarse de comer en esos días y siempre andaba corto de dinero, sintió el aroma delicioso de la comida y creyó que iba a desmayarse. Una oleada de agradecimiento y placer le humedeció los ojos. Por cortesía, John Sommers desvió la vista mientras el otro devoraba hasta la última migaja del plato.

– Nunca me pareció buena idea ese asunto de las misiones entre los indios -dijo, justamente cuando Todd empezaba a preguntarse si el capitán se habría enterado del escándalo financiero-. Esa pobre gente no merece la desgracia de ser evangelizada. ¿Qué piensa hacer ahora?

– Devolví lo que quedaba en la cuenta, pero aún debo una buena cantidad.

– Y no tiene cómo pagarla, ¿verdad?

– Por el momento no, pero…

– Pero nada, hombre. Usted dio a esos buenos cristianos un pretexto para sentirse virtuosos y ahora les ha dado motivo de escándalo por un buen tiempo. La diversión les salió barata. Cuando le pregunté qué piensa hacer me refería a su futuro, no a sus deudas.

– No tengo planes.

– Vuelva conmigo a Inglaterra. Aquí no hay lugar para usted. ¿Cuántos extranjeros hay en este puerto? Cuatro pelagatos y todos se conocen. Créame, no lo dejarán en paz. En Inglaterra, en cambio, puede perderse en la muchedumbre.

Jacob Todd se quedó mirando el fondo de su vaso con una expresión tan desesperada, que el capitán soltó una de sus risotadas.

– ¡No me diga que se queda aquí por mi hermana Rose¡

Era verdad. El repudio general habría sido algo más soportable para Todd, si Miss Rose hubiera demostrado un mínimo de lealtad o comprensión, pero ella se negó a recibirlo y devolvió sin abrir las cartas con que él intentaba limpiar su nombre. Nunca se enteró que sus misivas jamás llegaron a manos de la destinataria, porque Jeremy Sommers, violando el acuerdo de mutuo respeto con su hermana, había decidido protegerla de su propio buen corazón e impedir que cometiera otra irreparable tontería. El capitán tampoco lo sabía, pero adivinó las precauciones de Jeremy y concluyó que seguramente él habría hecho lo mismo en tales circunstancias. La idea de ver al patético vendedor de biblias convertido en aspirante a la mano de su hermana Rose le parecía desastrosa: por una vez estaba en pleno acuerdo con Jeremy.

– ¿Tan evidentes han sido mis intenciones con Miss Rose? -preguntó Jacob Todd turbado.

– Digamos que no son un misterio, mi amigo.

– Me temo que no tengo la menor esperanza de que algún día ella me acepte…

– Me temo lo mismo.

– ¿Me haría usted el inmenso favor de interceder por mí, capitán? Si al menos Miss Rose me recibiera una vez, yo podría explicarle…

– No cuente conmigo para hacer de alcahuete, Todd. Si Rose correspondiera sus sentimientos, usted ya lo sabría. Mi hermana no es tímida, se lo aseguro. Le repito, hombre, lo único que le queda es irse de este maldito puerto, aquí va a terminar convertido en un mendigo. Mi barco parte dentro de tres días rumbo a Hong Kong y de allí a Inglaterra. La travesía será larga, pero usted no tiene apuro. El aire fresco y el trabajo duro son remedios infalibles contra la estupidez del amor. Se lo digo yo, que me enamoro en cada puerto y me sano apenas vuelvo al mar.

– No tengo dinero para el pasaje.

– Tendrá que trabajar como marinero y por las tardes jugar naipes conmigo. Si no ha olvidado los trucos de tahúr que sabía cuando lo traje a Chile hace tres años, seguro me esquilmará en el viaje.

Pocos días después Jacob Todd se embarcó mucho más pobre de lo que había llegado. El único que lo acompañó al muelle fue Joaquín Andieta. El sombrío joven había pedido permiso en su trabajo para ausentarse por una hora. Se despidió de Jacob Todd con un firme apretón de mano.

– Nos volveremos a ver, amigo -dijo el inglés.

– No lo creo -replicó el chileno, quien tenía una intuición más clara del destino.

Los pretendientes

Dos años después de la partida de Jacob Todd, se produjo la metamorfosis definitiva de Eliza Sommers. Del insecto anguloso que había sido en la infancia, se transformó en una muchacha de contornos suaves y rostro delicado. Bajo la tutela de Miss Rose pasó los ingratos años de la pubertad balanceando un libro sobre la cabeza y estudiando piano, mientras al mismo tiempo cultivaba las yerbas autóctonas en el huerto de Mama Fresia y aprendía las antiguas recetas para curar males conocidos y otros por conocer, incluyendo mostaza para la indiferencia de los asuntos cotidianos, hoja de hortensia para madurar tumores y devolver la risa, violeta para soportar la soledad y verbena, con que sazonaba la sopa a Miss Rose, porque esta planta noble cura los exabruptos de mal humor. Miss Rose no logró destruir el interés de su protegida por la cocina y finalmente se resignó a verla perder horas preciosas entre las negras ollas de Mama Fresia. Consideraba los conocimientos culinarios sólo un adorno en la educación de una joven, porque la capacitaban para dar órdenes a los sirvientes, tal como hacía ella, pero de allí a ensuciarse con pailas y sartenes había una gran distancia. Una dama no podía oler a ajo y cebolla, pero Eliza prefería la práctica a la teoría y recurría a las amistades en busca de recetas que copiaba en un cuaderno y luego mejoraba en su cocina. Podía pasar días enteros moliendo especias y nueces para tortas o maíz para pasteles criollos, limpiando tórtolas para escabeche y frutas para conserva. A los catorce años había superado a Miss Rose en su tímida pastelería y había aprendido el repertorio de Mama Fresia; a los quince estaba a cargo del festín en las tertulias de los miércoles y cuando los platos chilenos dejaron de ser un desafío, se interesó en la refinada cocina de Francia, que le enseñó Madame Colbert, y en las exóticas especias de la India, que su tío John solía traer y ella identificaba por el olor, aunque no conocía sus nombres. Cuando el cochero dejaba un mensaje donde las amistades de los Sommers, presentaba el sobre acompañado por una golosina recién salida de las manos de Eliza, quien había elevado la costumbre local de intercambiar guisos y postres a la categoría de arte. Tanta era su dedicación, que Jeremy Sommers llegó a imaginarla dueña de su propio salón de té, proyecto que, como todos los demás de su hermano concernientes a la muchacha, Miss Rose descartó sin la más breve consideración. Una mujer que se gana la vida desciende de clase social, por muy respetable que sea su oficio, opinaba. Ella pretendía, en cambio, un buen marido para su protegida y se había dado dos años de plazo para encontrarlo en Chile, después se llevaría a Eliza a Inglaterra, no podía correr el riesgo de que cumpliera veinte años sin novio y se quedara soltera. El candidato debía ser alguien capaz de ignorar su oscuro origen y entusiasmarse con sus virtudes. Entre los chilenos, ni pensarlo, la aristocracia se casaba entre primos y la clase media no le interesaba, no deseaba ver a Eliza pasar penurias de dinero. De vez en cuando tenía contacto con empresarios del comercio o las minas, que hacían negocios con su hermano Jeremy, pero ésos andaban detrás de los apellidos y blasones de la oligarquía. Resultaba improbable que se fijaran en Eliza, pues poco en su físico podía encender pasiones: era pequeña y delgada, carecía de la palidez lechosa o la opulencia de busto y caderas tan de moda. Sólo a la segunda mirada se descubría su belleza discreta, la gracia de sus gestos y la expresión intensa de sus ojos; parecía una muñeca de porcelana que el capitán John Sommers había traído de China. Miss Rose buscaba un pretendiente capaz de apreciar el claro discernimiento de su protegida, así como la firmeza de carácter y habilidad para dar vuelta las situaciones a su favor, eso que Mama Fresia llamaba suerte y ella prefería llamar inteligencia; un hombre con solvencia económica y buen carácter, que le ofreciera seguridad y respeto, pero a quien Eliza pudiera manejar con soltura. Pensaba enseñarle a su debido tiempo la disciplina sutil de las atenciones cuotidianas que alimentan en el hombre el hábito de la vida doméstica; el sistema de caricias atrevidas para premiarlo y de silencio taimado para castigarlo; los secretos para robarle la voluntad, que ella misma no había tenido ocasión de practicar, y también el arte milenario del amor físico. Jamás se habría atrevido a hablar de eso con ella, pero contaba con varios libros sepultados bajo doble llave en su armario, que le prestaría cuando llegara el momento. Todo se puede decir por escrito, era su teoría, y en materia de teoría nadie más sabia que ella. Miss Rose podía dictar cátedra sobre todas las formas posibles e imposibles de hacer el amor.

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