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– ¡Andando! -gritó Dean-. Pero, maldita sea, si hubieras comprado el coche aquel que te enseñé el martes ahora no tendríamos que ir caminando.

– ¡No me gustaba aquel maldito coche! -gritó Frankie. Los niños se pusieron a llorar. Una densa y apolillada eternidad se extendía por la enloquecida sala de estar parda con el lúgubre papel pintado, la lámpara color rosa, los rostros excitados. El pequeño Jimmy estaba asustado; le acosté con uno de los perros al lado. Frankie estaba borracha y llamó a un taxi y mientras lo esperábamos me telefoneó mi amiga. Esta amiga mía tenía un primo de edad madura que me odiaba a rabiar, y aquella misma tarde yo le había escrito una carta al viejo Bull Lee, que ahora estaba en Ciudad de México, contándole las aventuras de Dean y mías y los motivos de nuestra estancia de Denver. Le decía: «Tengo una amiga que me regala whisky y me da dinero y me invita a cenar.»

Estúpidamente le di aquella carta a este primo de mi amiga para que la echara al correo, justo después de haber cenado pollo. El tipo la abrió, la leyó, y corrió a contarle lo miserable que era yo. Ahora mi amiga me llamaba llorando y diciéndome que no quería volver a verme. Después el primo cogió el teléfono y empezó a llamarme hijo de puta. Mientras el taxi tocaba el claxon fuera y los niños lloraban y los perros ladraban y Dean bailaba con Frankie solté todas las maldiciones que sabía y añadí muchas nuevas y en mi locura de borracho le dije por teléfono que se fuera a tomar por el culo y colgué y salí a emborracharme. Gingiol

Entramos dando tumbos en el taxi y en seguida llegamos al bar. Era un bar de pueblo junto a las colinas. Entramos y pedimos cerveza. Todo se iba al carajo. Y para hacer que las cosas fueran todavía más frenéticas, en el bar había un tipo espástico que echó los brazos al cuello de Dean y empezó a llorarle en la misma cara, y Dean volvió a enloquecer y sudaba y maldecía, y para añadir mayor confusión a la que había, Dean salió corriendo y robó un coche que estaba en el aparcamiento del bar y salió disparado hacia el centro y volvió con otro nuevo y mejor. De repente levanté la vista y vi policías y gente en el aparcamiento iluminado por las luces del coche de la pasma; y todos hablaban del coche robado.

– Alguien ha estado robando coches que estaban estacionados aquí -decía un policía. Dean estaba detrás de él escuchándole y diciendo:

– Sí, claro, claro.

Dean entró en el bar y andaba tambaleándose con el pobre espástico que se había casado aquel mismo día y tenía una borrachera tremenda y su mujer esperaba en alguna parte.

– Tío, este chaval es algo grande -decía Dean-. Sal, Frankie, ahora voy a traer un coche realmente cojonudo y nos iremos con Tony -(el pobre espástico)- y daremos un paseo por las montañas.

Y salió corriendo. Al mismo tiempo, entró un policía y dijo que estaba en el aparcamiento un coche que había sido robado en el centro de Denver. La gente discutía. Desde la ventana vi que Dean saltaba dentro del coche más próximo y se largaba sin que nadie se diera cuenta. Muy pocos minutos después estaba de regreso con un coche totalmente distinto, un convertible último modelo.

– ¡Este si es que una auténtica maravilla! -me dijo al oído-. El otro rateaba demasiado… lo dejé en el cruce, vi éste aparcado delante de una granja… Di una vuelta por Denver. ¡Vamos, tío, vamos todos a dar un paseo! -Toda la amargura y locura de su vida en Denver salía despedída de su organismo como si fueran puñales. Su cara estaba congestionada y sudorosa y con expresión amenazadora.

– ¡No, no quiero tener nada que ver con coches robados!

– No te preocupes, tío. Tony ven conmigo, ¿verdad que vendrás mi querido y absurdo Tony? -y Tony, un muchacho delgado, moreno de ojos saltones, que echaba espuma por la boca, se apoyó en Dean y se quejaba y quejaba porque de pronto se sentía mal y entonces por alguna extraña razón tuvo miedo de Dean y se apartó de él con el terror pintado en su rostro. Dean inclinó la cabeza. Sudaba y salió corriendo y se alejó en el coche. Frankie y yo encontramos un taxi delante del bar y decidimos volver a casa. Cuando el taxista nos llevaba por el infinitamente oscuro bulevar de la Alameda por el que yo había paseado y perdido tantísimas noches durante los meses anteriores del verano, cantando y lamentándome y hablando a las estrellas y dejando caer gota a gota la esencia de mi corazón encima del alquitrán caliente, Dean de repente apareció detrás de nosotros en el convertible robado y empezó a tocar el claxon y a acosarnos y a gritar. El taxista se puso lívido.

– Es sólo un amigo mío -dije.

Dean disgustado con nosotros se alejó a ciento cincuenta por hora soltando por el escape un humo espectral. Después dobló por la carretera que llevaba a casa de Frankie y se detuvo ante ella; luego, repentinamente, volvió a arrancar, giró y se dirigió de nuevo a la ciudad cuando nos bajábamos del taxi y pagábamos la carrera. Momentos después, mientras esperábamos angustiados en el oscuro patio, volvió con otro coche, un destartalado cupé, se detuvo entre una nube de polvo y se fue directamente a la cama y se quedó quieto como un muerto encima de ella. Y allí delante de la misma puerta teníamos un coche robado.

Tuve que despertarlo; no conseguía poner el coche en marcha para aparcarlo en otro sitio. Saltó tambaleante de la cama, llevando solamente sus calzoncillos, y subimos juntos al coche, mientras los niños se reían en las ventanas, y fuimos dando saltos y tumbos por un campo de alfalfa del final de la carretera hasta que finalmente el coche no pudo seguir y se detuvo bajo un viejo chopo cerca de un antiguo molino.

– No puede seguir más allá -dijo sencillamente Dean y se apeó y volvió caminando por el sembrado, unos quinientos metros, en calzoncillos a la luz de la luna. Llegamos a casa y nos metimos en la cama. Todo era un terrible lío: mi amiga, los coches, los chicos, la pobre Fiankie, el cuarto de estar lleno de latas de cerveza, y yo trataba de dormir. Un grillo me mantuvo despierto durante cierto tiempo. De noche, en esta parte del Oeste, las estrellas, lo mismo que había comprobado en Wyoming, son tan grandes como luces de fuegos artificiales y tan solitarias como el Príncipe del Dharma que ha perdido el bosque de sus antepasados y viaja a través del espacio entre los puntos de luz del rabo de la Osa Mayor tratando de volver a encontrarlo. Y de ese modo brillan en la noche; y luego, mucho antes de que saliera realmente el sol, se extendió una vasta luminosidad roja sobre la parda y desabrida tierra que lleva al oeste de Kansas y los pájaros iniciaron su trinar sobre Denver.

8

Por la mañana teníamos unas náuseas tremendas. Lo primero que hizo Dean fue atravesar el sembrado para ir a ver si el coche podía llevarnos al Este. Dije que no lo hiciera, pero fue de todas formas. Volvió palidísimo.

– Sal, es el coche de un policía y todas las comisarías de la ciudad tienen mis huellas dactilares desde el año que robé quinientos coches. Ya ves para qué los robo, sólo para dar un paseo. ¡No puedo evitarlo! Escúchame, iremos directamente a la cárcel si no nos largamos de aquí en este preciso instante.

– Tienes razón -respondí, y empezamos a recoger nuestras cosas lo más de prisa que pudimos. Con faldones de camisas y corbatas colgando de las maletas, dijimos adiós a toda prisa a aquella agradable familia y nos dirigimos con paso vacilante hacia la carretera donde nadie nos conocía. Janet lloraba al vernos, o verme, marchar, o lo que fuera… y Frankie se mostró muy amable y la besé y pedí disculpas.

– Sin duda es un loco -dijo-. Me recuerda mucho a mi marido, el que se largó. Es el mismo tipo de hombre. Espero que mi pequeño Mickey no sea así de mayor.

Y dije adiós a Lucy, que tenía un escarabajo en la mano, y al pequeño Jimmy que aún dormía. Todo esto en cuestión de segundos; era un hermoso amanecer de domingo. A cada instante temíamos que apareciese un coche de la policía lanzado en nuestra busca.

– Si se entera esa mujer de la escopeta estamos jodidos -dijo Dean-. Tenemos que encontrar un taxi. Entonces estaremos a salvo. -Estuvimos a punto de despertar a los de una granja para que nos dejaran usar su teléfono, pero el perro nos ahuyentó. Cada minuto que pasaba las cosas se ponían peor; el cupé podía ser encontrado por cualquier campesino madrugador. Una amable anciana nos dejó utilizar su teléfono, y llamamos a un taxi del centro de Denver; pero no vino. Caminamos a trompicones carretera abajo. A primera hora de la mañana comenzó el tráfico y cada coche que pasaba nos parecía que era de la policía. Entonces vimos que venía un coche patrulla de verdad y me di cuenta que mi vida, tal y como había ido hasta entonces, se terminaba y que empezaba una nueva etapa horrible entre rejas. Pero el coche de la policía resultó ser nuestro taxi, y en ese mismo momento se inició nuestra huida hacia el Este.

En la agencia de viajes esperaba un estupendo recibimiento a quien quisiera llevar un Cadillac del 47 hasta Chicago. El dueño había llegado conduciendo desde México acompañado de su familia, se había cansado y los había metido en un tren. Lo único que quería era nuestros nombres y que lleváramos el coche a Chicago. Mis documentos le dejaron convencido de que todo iría bien. Le dije que no se preocupara. Y dije a Dean:

– Nada de joder este coche -mientras él saltaba de excitación al contemplarlo. Tuvimos que esperar una hora. Nos tumbamos en el césped que rodeaba la iglesia donde en 1947 había pasado algún tiempo con unos vagabundos después de dejar a Rita Bettencourt en su casa. Y allí mismo me quedé dormido, agotado y cara a los pájaros de la tarde. De hecho, estaban tocando un órgano en alguna parte. Dean callejeó por la ciudad. Se hizo amigo de una camarera y se citó con ella para llevarla a pasear en el Cadillac aquella misma tarde, y volvió para despertarme con la noticia. Ahora me sentía mejor. Me levanté ante las nuevas complicaciones.

Cuando volvió el del Cadillac, Dean saltó al instante dentro de él y se fue «a buscar gasolina», y el empleado de la agencia de viajes me miró y dijo:

– ¿Cuándo va a volver? Los pasajeros están preparados.

Y me enseñó a dos muchachos irlandeses de un colegio de jesuitas del Este que esperaban en un banco con sus maletas.

– Fue a por gasolina. Volverá en seguida -le respondí y fui hasta la esquina y vi a Dean que tenía el motor en marcha y esperaba a la camarera que se estaba cambiando en la habitación de un hotel; de hecho incluso podía verla a ella desde donde estaba, y la vi frente al espejo arreglándose y luego poniéndose unas medias de seda, y deseé irme con ellos. La chica bajó corriendo y saltó dentro del Cadillac. Yo regresé a la agencia para tranquilizar al empleado y a los pasajeros. Desde la puerta pude distinguir fugazmente el paso del Cadillac por Cleveland Place, con Dean en camiseta y alegre, agitando las manos y hablando con la chica e inclinándose sobre el volante, mientras ella se mantenía muy tiesa y orgullosa a su lado. Fueron a un aparcamiento, estacionaron junto a un muro de ladrillo de la parte de atrás (Dean había trabajado allí en cierta ocasión), y allí, según él, hicieron lo que les apeteció a plena luz del día; y no sólo eso, la convenció para que nos siguiera al Este en cuanto cobrara su sueldo el viernes, viajaría en autobús, y se reuniría con nosotros en el apartamento de Ian MacArthur en la avenida Lexington, de Nueva York. Dijo que iría; se llamaba Beverly. Media hora después, Dean puso el coche en marcha de nuevo, dejó a la chica en el hotel, con besos, adioses y promesas, y zumbó hacia la agencia de viajes para recogernos.

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