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– Justo igual que él… era tan loco, tan loco.

El resultado fue un frenético beber cerveza en la sucia sala de estar, cenas ruidosas y una radio Lone Ranger que hacía un ruido tremendo. Las complicaciones surgieron como nubes de mariposas: la mujer (Frankie, la llamaban todos), por fin había decidido comprar un viejo coche tal y como había estado amenazando con hacerlo durante años, y ya sólo le faltaban unos pocos dólares. Dean asumió de inmediato la responsabilidad de elegir el coche y señalar su precio, pues, claro está, quería usarlo él para, como antaño, coger a las chicas a la salida del colegio y llevarlas a las montañas. La pobre e inocente Frankie siempre estaba de acuerdo en todo. Pero tuvo miedo de soltar su dinero cuando estuvieron en la tienda delante del vendedor. Dean se sentó directamente en el polvo del Bulevar Alameda y se daba puñetazos en la cabeza.

– ¡Por cien dólares no se puede pedir nada mejor! -juró que no volvería hablar con ella, soltó tacos hasta que se le puso la cara roja, estaba a punto de saltar dentro del coche y largarse con él-. ¡Vaya con estos estúpidos y estúpidos y estúpidos okies, nunca aprenderán, son totalmente idiotas, es increíble, llega el momento de actuar y les entra la parálisis, se asustan, se ponen histéricos, lo que más les asusta es lo que quieren… ¡es como mi padre, mi madre de nuevo!

Dean estaba muy excitado aquella noche porque su primo Sam Brady nos había citado en un bar. Llevaba una camiseta limpia y estaba radiante.

– Escucha. Sal, debo hablarte de Sam… es mi primo.

– Por cierto, ¿has buscado a tu padre?

– Tío, esta tarde estuve en el bar de Jigg que era donde solía beber cerveza hasta atontarse y hasta que el dueño le decía cuatro cosas y lo ponía de patitas en la calle… no… y fui a la vieja barbería de al lado del Windsor… no, no fue allí… un tipo me dijo que estaba… ¡imagínate!… trabajando en una cantina con baile del ferrocarril, el Boston and Maine, ¡en Nueva Inglaterra! Pero no le creí, en seguida se fabrican historias falsas. Ahora préstame atención. En mi infancia este primo mío, Sam Brady, era mi héroe absoluto. Solía traer whisky de contrabando de las montañas y una vez tuvo una tremenda pelea a puñetazos con su hermano que duró dos horas y las mujeres chillaban aterrorizadas. A veces dormíamos juntos. Fue el único hombre de la familia que me demostró cierto cariño. Y esta noche voy a verlo de nuevo después de siete años, acaba de regresar de Missouri.

– ¿Y con qué objeto?

– Ningún objeto, tío. Sólo quiero saber lo que ha sucedido en la familia (recuerda que tengo familia), y principalmente, Sal, quiero que me cuente cosas que he olvidado de mi infancia. Quiero recordar, recordar, ¡lo quiero! -Nunca había visto a Dean tan alegre y excitado. Mientras esperábamos en el bar por su primo habló mucho de los hipsters más jóvenes del centro y de los golfos y se informó de las nuevas bandas y sus actividades. Después hizo indagaciones sobre Marylou que había estado recientemente en Denver-. Sal, en mi juventud solía venir a esta esquina para robar las monedas del quiosco de periódicos, era la única manera que tenía de comer, ese tipo con pinta tan violenta que está ahí me hubiera matado, se peleaba sin parar, recuerdo que tenía la cara marcada, lleva años y a-a-años ahí en la esquina y ha terminado por ablandarse, y se ha vuelto un hombre muy amable y paciente con todo el mundo, se ha convertido en una institución de la esquina, ¿ves las cosas que pasan?

Llegó Sam, un hombre delgado y nervioso, de pelo rizado, tenía treinta y cinco años y manos callosas de trabajador. Dean le miraba casi con respeto.

– No -dijo Sam Brady-, ya no bebo.

– ¿Lo ves? ¿Lo ves? -me susurró Dean al oído-. Ya no bebe y era el tipo más aficionado al whisky de la ciudad; ahora es religioso, me lo ha dicho por teléfono, fíjate en él, fíjate en cómo ha cambiado… mi héroe se ha convertido en un extraño -Sam Brady desconfiaba de su primo más joven. Nos llevó a dar una vuelta en su viejo cupé y estableció de inmediato su posición con respecto a Dean.

– Y ahora escúchame, Dean, no voy a creerme ni una de las palabras de lo que tratas de decirme. He venido a verte esta noche porque necesito que firmes un documento familiar. Para nosotros tu padre es como si ya no existiera y no queremos tener que ver absolutamente nada con él y, siento tener que decírtelo, tampoco contigo -miré a Dean. Su cara se había ensombrecido.

– Claro, claro -dijo. El primo siguió llevándonos en el coche y hasta nos compró unos helados. Con todo, Dean le atosigó con innumerables preguntas acerca del pasado y el primo le respondía y durante unos momentos Dean casi se puso a sudar de nuevo todo excitado. ¿Dónde estaba su pobre padre aquella noche? El primo nos dejó bajo las tristes luces de una feria del Bulevar Alameda, en Federal. Se citó con Dean para que éste firmara el documento la tarde siguiente y se largó. Le dije a Dean que sentía mucho que no hubiera nadie en el mundo que le creyese.

– Recuerda que yo te creo. Lamento muchísimo aquel resentimiento que demostré ayer por la tarde.

– Muy bien, tío, de acuerdo -respondió Dean. Anduvimos juntos por la feria. Había tiovivos, norias, palomitas de maiz, ruletas, puestos y cientos de jovenzuelos de Denver con pantalones vaqueros. El polvo se alzaba hasta las estrellas junto a la música más triste del mundo. Dean llevaba unos desgastados levis muy estrechos y una camiseta y de nuevo parecía un auténtico personaje de Denver. Había chicos en moto con casco y bigote y cazadoras con tachuelas que estaban detrás de las barracas con chicas preciosas con levis y camisas color de rosa. También había un montón de chicas mexicanas, y una increíble enanita de apenas un metro de estatura con la cara más bonita y tierna del mundo, que se volvió a la que le acompañaba y dijo:

– Vamos a buscar a Gómez y nos abrimos.

Dean se quedó de piedra al verla. Parecía que en la oscuridad de la noche le había atravesado un enorme cuchillo.

– Tío, me acabo de enamorar de ella, sí, la amo…

La seguimos durante bastante tiempo. Por fin, ella cruzó la calle para llamar por teléfono desde la cabina de un motel y Dean hacía como que miraba la guía telefónica mientras de hecho no dejaba de observarla. Yo intenté iniciar una conversación con los amigos de la muñequita pero no nos hicieron caso. Gómez llegó en un camión desvencijado y se llevó a las chicas. Dean quedó en mitad de la calle, dándose puñetazos.

– Tío, casi me muero…

– ¿Por qué coño no hablaste con ella?

– No podía, no podía…

Decidimos comprar unas cervezas y subir hasta casa de Frankie, la okie, y poner unos discos. Hicimos autostop y nos cogió en seguida un coche. Llegamos con las cervezas y Janet, la hija de Frankie que, tenía trece años, nos pareció la chica más guapa del mundo; y además estaba a punto de hacerse mujer. Lo mejor suyo eran aquellos largos y sensibles dedos que tenía y que usaba para hablar con ellos, lo mismo que Cleopatra bailando junto al Nilo. Dean se sentó en el rincón más apartado de la habitación contemplándola con ojos brillantes y diciendo:

– Sí, sí, sí.

Janet se daba cuenta de la presencia de Dean y se volvió hacia mí en busca de protección. Los meses anteriores de aquel mismo verano habíamos pasado mucho tiempo hablando de libros y de las cosas que le interesaban.

7

Aquella noche no pasó nada; nos fuimos a dormir. Todo pasó al día siguiente. Por la tarde, Dean y yo bajamos al centro de Denver para hacer diversas gestiones y pasarnos por la agencia de viajes en busca de un coche que nos llevara a Nueva York. De regreso a casa de Frankie, ya a última hora de la tarde, subíamos por Broadway, cuando de repente Dean entró en una tienda de artículos deportivos, cogió con toda tranquilidad una pelota de béisbol del mostrador, y salió botándola y haciéndola saltar sobre la palma de la mano. Nadie se dio cuenta; esas cosas casi nunca las nota nadie. Era una tarde agobiante y calurosa. Fuimos tirándonos la pelota el uno al otro mientras seguía mos subiendo.

– Seguro que mañana conseguimos un coche.

Una amiga mía me había regalado una botella de litro de bourbon Old Granddad. Empezamos a beber en casa de Frankie. Al otro lado de un sembrado vivía una chica a la que Dean había tratado de ligarse desde nuestra llegada. Se estaba incubando una tormenta. Dean tiró varias piedras a los cristales de su ventana y la asustó. Mientras estábamos bebiendo el bourbon en la sucia sala de estar con todos los perros y los juguetes desparramados por todas partes y una conversación mortecina, Dean salió corriendo por la puerta de la cocina y cruzó el sembrado y empezó a tirar piedrecitas y a silbar. De cuando en cuando Janet salía para atisbar. De pronto Dean volvió muy pálido.

– Problemas, tío. La madre de esa chica viene detrás de mí con una escopeta y ha reunido a un grupo de chavales para que me persigan.

– Pero, ¿qué pasa? ¿Dónde están?

– Al otro lado del sembrado, tío -Dean estaba borracho y no se preocupaba demasiado. Salimos juntos y cruzamos el sembrado bajo la luz de la luna. Vi grupos de gente en la oscura y polvorienta carretera.

– ¡Ahí vienen! -oí.

– Esperen un minuto -dije-. ¿Pueden decirme lo que pasa?

La madre acechaba al fondo con una enorme escopeta debajo del brazo.

– Ese desgraciado de amigo suyo lleva un rato molestándonos. Yo no soy de esas personas que llaman a la policía. Si vuelve a aparecer por aquí le pegaré un tiro; y aviso que tiraré a matar.

Los chavales estaban agrupados y con los puños cerrados. Yo también estaba tan borracho que no me preocupé de ellos, pero procuré tranquilizarlos.

– No lo hará más -les aseguré-. Es mi hermano y me hace caso. Por favor, aparte ese arma y no se preocupe más.

– ¡Que vuelva si se atreve! -dijo la mujer firme y amenazadoramente en la oscuridad-. Cuando vuelva mi marido irá en su busca.

– No necesita hacer eso; no volverá a molestarles, dense cuenta de ello. Y ahora tranquilícense y todo se arreglará -detrás de mí Dean lanzaba maldiciones entre dientes. La chica estaba atisbando por la ventana de su dormitorio. Conocía a aquella gente de antes y confiarían lo bastante en mí como para tranquilizarse un poco. Cogí a Dean por el brazo y volvimos por los surcos del sembrado.

– ¡Vaya! -gritó Dean-. ¡Esta noche voy a emborracharme!

De regreso a casa de Frankie, Dean enloqueció ante un disco que había puesto Janet y lo rompió sobre la rodilla. Era un disco de música hilbilly. También había un disco antiguo de Dizzy Gillespie que le gustaba mucho a Dean (era «Congo Blues» con Max West a la batería). Se lo había regalado yo a Janet y le dije que lo cogiera y se lo rompiera a Dean encima de la cabeza. Ella se levantó y lo hizo. Dean abrió la boca atontado pero dándose cuenta de todo. Todos nos reímos. Todo estaba arreglado. En esto, Frankie quiso salir a beber cerveza.

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