Con todo, Galatea Dunkel era la única del grupo que no tenía miedo a Dean y que era capaz de estar sentada allí tranquilamente con el rostro adelantado echándole las cosas en cara delante de los demás. Hubo otros tiempos en Denver en los que Dean conseguía que todos se sentaran a su alrededor en la oscuridad y él hablaba y hablaba, con una voz que entonces era hipnótica y extraña y que, según se decía, hacía que las chicas acudieran sólo por la fuerza de su persuasión y la satisfacción que proporcionaba lo que decía. Pero eso era cuando tenía quince, dieciséis años. Ahora sus discípulos se habían casado y las mujeres de sus discípulos le juzgaban allí, sobre la alfombra, por su sexualidad y por la vida que había contribuido a crear. Seguí escuchando.
– Y ahora te vas al Este con Sal -continuaba Galatea-, ¿qué crees que vas a conseguir con eso? Camille tendrá que quedarse en casa y cuidar de tu hija cuando te vayas. ¿Cómo podrá seguir trabajando? Y además no quiere volver a verte y no se lo reprocho. Y si ves a Ed por ahí le dices que vuelva o lo mataré.
Tan simple como eso. Fue una noche de lo más triste. Me parecía estar entre unos hermanos y unas hermanas muy extraños en un lastimoso sueño. Luego todos cayeron en un silencio absoluto; en otros tiempos Dean les hubiera sacado de él con su conversación, pero ahora también callaba, y seguía allí delante de todos, desharrapado y hundido e idiotizado, justo debajo de las bombillas, con su huesudo rostro cubierto de sudor y las venas hinchadas y diciendo:
– Sí, sí, sí -como si se encontrara ante unas revelaciones tremendamente duras, y estoy convencido de que así era y que los demás también lo sospechaban y estaban asustados. Era BEAT: estaba vencido, era la raíz y el alma de lo beatífico también. Pero, ¿de qué se estaba enterando? Trataba de decírmelo con todas sus fuerzas y los otros me envidiaban, envidiaban mi situación a su lado, defendiéndole y aprendiendo de él como ellos en otro tiempo intentaron aprender. Después me miraron. ¿Qué estaba haciendo un extraño como yo en la Costa Oeste aquella noche tan agradable? Rechacé este pensamiento.
– Nos vamos a Italia -dije, y me lavé las manos de todo aquel asunto. Entonces, hubo una extraña sensación de satisfacción maternal en el ambiente; las chicas miraban a Dean del modo en que una madre mira al más querido y descarriado de sus hijos, y Dean con su desgraciado pulgar y todas sus revelaciones lo sabía muy bien, y por eso fue capaz, en medio de aquel espeso silencio, de salir del apartamento sin decir ni una palabra y ponerse a esperarnos abajo hasta que decidiéramos sobre el tiempo. Eso era lo que sentíamos con respecto a aquel fantasma de la acera. Miré por la ventana. Estaba solo en la puerta de la calle, contemplando lo que pasaba por allí. Amargura, consejos, moralidad, tristeza… todo eso quedaba a sus espaldas, y ante él se abría la desnuda y estática alegría de la pura existencia.
– Vamos, Galatea, Marie, vamos a escuchar jazz y olvidémoslo todo. Dean se morirá cualquier día. Entonces, ¿qué podréis decirle entonces?
– Cuanto antes se muera mejor -dijo Galatea, y habló oficialmente por casi todos los de la habitación.
– De acuerdo, pues -respondí-, pero ahora está vivo y apostaría lo que fuera a que queréis saber lo que hace ahora, y eso es porque posee el secreto que todos nos esforzamos en buscar y tiene la mente completamente abierta y si se vuelve loco no os preocupéis, no será culpa suya, sino que la culpa será de Dios.
Pusieron reparos a esto; dijeron que no conocía bien a Dean; dijeron que era el peor canalla que había sobre la Tierra y que ya lo comprobaría algún día y lo lamentaría. Me divertía oírles protestar tanto. Roy Johnson se alzó en defensa de las damas y dijo que conocía a Dean mejor que nadie, y que Dean sólo era un taleguero muy interesante y hasta divertido, sólo eso. Salí a reunirme con Dean y hablamos un poco de todo aquello.
– No, tío, no te preocupes, todo va cojonudamente -dijo mientras se rascaba la barriga y se relamía.
Las chicas bajaron y empezamos nuestra gran noche empujando otra vez el coche calle abajo.
– ¡Muy bien! ¡Allá vamos! -gritó Dean, y saltamos al asiento trasero y salimos haciendo ruido hacia el pequeño Harlem de la calle Folsom.
Nos sumergimos en la cálida y enloquecida noche oyendo a un saxo tenor soplando sin parar: «¡I-YA! ¡I-YA! ¡I-YA!»… y las palmas seguían el ritmo y la gente gritaba:
– ¡Sigue, sigue, sigue!
Dean ya estaba corriendo por la calle con su pulgar levantado, gritando:
– ¡Sopla, tío, sopla!
Un grupo de negros vestidos de sábado por la noche animaba al músico. Era un saloon con aserrín por el suelo y un pequeño estrado sobre el que se apretujaban unos tipos con sombrero que tocaban por encima de las cabezas de la gente: un sitio loco; unas mujeres locas y fofas andaban por allí en bata, rodaban las botellas por el suelo. En la parte de atrás del local después de los cenagosos servicios en un pasillo muy oscuro grupos de hombres y mujeres apoyados contra la pared, bebían vino y whisky y escupían a las estrellas. El del saxo tenor y sombrero soplaba en el punto álgido del desarrollo de una idea muy libre, un riff que subía y bajaba yendo desde «¡I-YA!» hasta un «I-de-li-ya!» todavía más loco, y continuaba hasta fundirse con el estallido de la batería tocada por un enorme negro brutal de cuello de toro a quien todo se la traía floja excepto aporrear sus instrumentos haciendo crash, cata-plash, rataplán, crash, crash. Era una música estrepitosa y el tenor lo tenía ya y todo el mundo sabía que lo había cogido. Dean metía la cabeza entre la multitud, una multitud enloquecida. Todos pedían al tenor que siguiera así y le ayudaban con sus gritos y sus ojos soltando chispas, y el del saxo se agachaba y se estiraba con su instrumento, lanzando un limpio grito por encima del furor. Una negra muy delgada agitó los huesos ante la boca del instrumento y el saxofonista le lanzó un violento:
– ¡Iiii! ¡Iiii! ¡Iii!
Todos se agitaban y gritaban. Galatea y Marie, con unas jarras de cerveza en la mano, se había puesto de pie encima de una silla y se movían y saltaban. Grupos de negros se arremolinaban en la puerta unos encima de otros tratando de entrar.
– Sigue así, tío -gritó un hombre con voz de sirena de barco y lanzó un aullido que debió oírse hasta en Sacramento.
– ¡Uf! -soltó Dean. Se rascaba el pecho, el vientre; el sudor de su rostro salpicaba alrededor. ¡Bum! ¡kick! Aquel baterista llevaba el sonido de sus tambores hasta el sótano y lo hacía subir hasta el piso de arriba con su ritmo, con los terribles palillos, ¡rataplán-bum!
Un tipo enorme y gordo saltó a la plataforma haciéndola crujir. «¡Yuuu!» El pianista aporreaba las teclas y tocaba acordes en los intervalos en los que el gran saxofonista tomaba aliento para otro estallido: el piano se estremecía, lo hacían todas sus maderas, todas sus cuerdas, ¡boing! El saxo tenor bajó de la plataforma y se mezcló con la multitud tocando sin parar; tenía el sombrero caído encima de los ojos; alguien se lo echó hacia atrás. Seguía avanzando, luego retrocedió y pateó el suelo y soltó un ronco sonido, tomó aliento y levantó su instrumento y largó un alarido alto, prolongado, en el aire. Dean estaba delante de él con la cara casi dentro de la boca del saxo, dando palmadas, lanzando gotas de sudor sobre las llaves del instrumento, y el músico lo notó y se rió con su saxo trémula y disparatadamente, y todo el mundo se rió también y se agitaba y agitaba; por fin, el saxofonista decidió tocar la nota final y se agachó y soltó un do altísimo que duró mucho tiempo acompañado por los gritos y el estruendo del público y pensé que terminarían por aparecer los policías de la comisaría más próxima. Dean estaba en trance. Los ojos del saxo tenor estaban clavados en él; tenía delante a un loco que no sólo entendía sino que quería entender más, mucho más de aquello, y comenzó una especie de duelo; del instrumento salía de todo; no se trataba ya de frases, sino de gritos y alaridos, «¡Bauu!» hacía abajo; y hacia arriba «¡IIIII!» y todo se estremecía, desde el suelo al techo. Intentó de todo, arriba, abajo, hacia los lados, a través, en horizontal, en treinta grados, y por fin cayó entre los brazos de alguien y terminó y todos empujaban a su alrededor y aullaban: «¡Sí! ¡Sí! ¡Ha tocado de verdad!». Dean se estaba secando con un pañuelo.
Después el saxofonista volvió a subir al estrado y pidió un compás lento y miró tristemente hacia la puerta abierta por encima de las cabezas de la gente y empezó a cantar «Close Your Eyes». Las cosas se calmaron durante un momento. El músico llevaba una andrajosa chaqueta de cuero, una camisa morada, zapatos muy viejos y unos pantalones sin raya; no le preocupaba. Parecía un Hassel negro. Sus grandes ojos pardos estaban llenos de tristeza y cantaba lentamente con largas y meditabundas pausas. Pero al llegar al segundo estribillo se excitó y agarró el micro y saltó de la plataforma al suelo doblándose sobre él. Para cantar cada nota tenía que tocarse la punta de los zapatos y alzarse a continuación para reunir toda la fuerza en sus pulmones y se tambaleaba y titubeaba y sólo se recuperaba con el tiempo justo para la siguiente nota lenta. «¡To-o-o-oca la mú-u-u-usica!» Se echaba hacia atrás con la cara hacia el techo, el micrófono muy cerca. Luego se inclinó hacia delante y casi se da con la cara contra el micro. «Suu-ee-ña en la dan-za.» Miró hacia la calle frunciendo los labios con desdén, la expresión de burla y desprecio hip de Billie Holiday… «mientras nos ama-a-a-mos»… se tambaleó hacia ambos lados… «El amo-o-o-o-or»… agitó la cabeza disgustado y como aburrido del mundo entero… «Todo debe estar»… ¿cómo debía estar? Todos esperaban; y el soltó lamentándose… «Muy bien.» El piano atacó el estribillo. «Así que ven y cierra tus hermosos ojos»… le temblaba la boca, nos miraba, a Dean y a mí, con una expresión que parecía decir: «Eh, ¿qué es lo que todos andamos haciendo por este triste mundo negro?»… y entonces llegó al final de la canción, y para esto eran precisos muchos preparativos, y durante ese tiempo se podían mandar mensajes a García alrededor de todo el mundo porque ¿qué importaban a nadie? Porque aquí estábamos tratando de los precipicios y abismos de la pobre vida beat en las calles humanas dejadas de la mano de Dios, y eso dijo y eso cantó: «Cierra… tus», y el grito llegó hasta el techo y lo atravesó y alcanzó las estrellas… «O-o-o-ojo-o-o-os»… y se bajó del estrado a pensar. Se sentó en un rincón y no hizo caso a nadie. Miraba hacia abajo y sollozaba. Era el más grande.