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– Ven a Nueva York conmigo; tengo dinero.

Volví a mirarle; mis ojos estaban empañados por la turbación y las lágrimas. Seguía con los ojos clavados en mí. Ahora me miraba intensamente y como atravesándome. Probablemente fue el momento crítico de nuestra amistad. De pronto, se dio cuenta de que había pasado unas cuantas horas pensando en él y en sus problemas, y trataba de situar aquello dentro de sus categorías mentales atormentadas y tremendamente confusas. Algo hizo ¡click! en el interior de en ambos. En mí era un súbito interés por un hombre que era unos cuantos años más joven que yo, en concreto cinco, y cuyo destino se había ligado al mío en el curso de los años anteriores; en él era algo de lo que únicamente pude asegurarme a partir de lo que haría después. Se puso muy contento y dijo que todo estaba arreglado.

– ¿A qué venía esa mirada? -le pregunté. Le entristeció oírme. Frunció el entrecejo. Era extraño que Dean lo frunciera. Los dos nos sentíamos perplejos e inseguros con respecto a algo. Estábamos allí de pie en la cima de una colina de San Francisco un día de sol; nuestras sombras se alargaban sobre la acera. De una de las casas próxima a la de Camille salieron once griegos, hombres y mujeres, que al momento se pusieron en fila sobre el soleado pavimento mientras otro retrocedía por una estrecha calleja y les sonreía con una cámara de fotos en la mano. Quedamos boquiabiertos ante aquella gente que celebraba la boda de una de sus hijas, probablemente la milésima de una ininterrumpida sucesión de morenas generaciones sonriendo bajo el sol. Estaban bien vestidos, y nos parecían extraños. Dean y yo podíamos haber estado en Chipre y todo hubiera sido igual. Las gaviotas volaban por encima de nosotros en el aire reluciente.

– Bueno -dijo Dean con una voz tímida y suave-, ¿nos vamos entonces?

– Sí -le respondí-. Vámonos a Italia.

Recogimos nuestro equipaje. Dean llevaba su baúl con el brazo sano y yo el resto, y llegamos tambaleándonos a la parada del tranvía. Un momento después íbamos cuesta abajo, con las piernas colgando junto a la acera, sentados en la trepidante plataforma. Eramos dos héroes derrotados de la noche occidental.

3

Lo primero que hicimos fue ir a un bar de la calle Market y decidirlo todo: seguiríamos juntos y seríamos amigos hasta la muerte. Dean estaba muy quieto y preocupado observando a los viejos vagabundos del saloon que le recordaban a su padre.

– Creo que está en Denver. Esta vez es absolutamente necesario que lo encontremos, quizá esté en la cárcel del condado, o quizá ande por la calle Larimer una vez más, pero hay que encontrarlo. ¿De acuerdo?

Sí, yo estaba de acuerdo; haríamos todo lo que nunca habíamos hecho y hubiera sido idiota hacer entonces. Después dicidimos pasar un par de días de juerga en San Francisco antes de empezar la búsqueda, y naturalmente acordamos viajar compartiendo el precio de la gasolina con quien nos llevara y ahorrar la mayor cantidad de dinero posible. Dean aseguraba que ya no necesitaba a Marylou aunque todavía la amaba. Ambos convinimos en que lo comprobaría en Nueva York.

Dean se puso el traje de rayas y una camisa sport, dejamos nuestras cosas en la consigna de una estación de los autobuses Greyhound (nos costó diez céntimos) y fuimos a reunimos con Roy Johnson que sería nuestro chófer durante los días de juerga en Frisco. Roy dijo que sí por telefono. Llegó a la esquina de Market y la Tercera poco después y nos recogió. Ahora vivía en Frisco, trabajaba en una oficina y se había casado con una rubita muy guapa que se llamaba Dorothy. Dean aseguraba que la chica tenía una nariz demasiado larga (según él, y por alguna extraña razón, era su principal defecto), pero la verdad es que la nariz de Dorothy no era larga en absoluto. Roy Johnson es un tipo delgado, moreno y agradable, con una cara afilada y el pelo peinado hacia atrás que constantemente mantiene pegado a ambos lados de la cabeza. Era una persona de trato cordial y amplia sonrisa. Resultaba indudable que a Dorothy, su mujer, no le gustaba nada que fuera nuestro chófer… pero él decidió demostrar que era quien llevaba los pantalones en su casa (vivían en un pequeño cuarto), y mantuvo su promesa a pesar de todo, aunque no sin consecuencias; su dilema mental se reflejaba en un amargo silencio. Nos llevaba a Dean y a mí por todo Frisco a todas las horas del día y de la noche y nunca pronunciaba ni una palabra; todo lo que hacía era saltarse los semáforos en rojo y doblar las esquinas sobre dos ruedas; era un modo de comunicarnos el aprieto en que le habíamos metido. Estaba a medio camino entre su mujer y su antiguo cabecilla de la banda de los billares de Denver. Dean estaba contento y, desde luego, imperturbable ante su modo de conducir. No prestábamos la menor atención a Roy y sentados en la parte de atrás nos desternillábamos de risa.

Lo siguiente que hicimos fui ir a Mili City a ver si encontrábamos a Remi Boncoeur. Advertí con cierto asombro que el viejo Almirante Freebee ya no estaba en la bahía; y después, que Remi ya no vivía en la casucha del desfiladero. Una negra muy guapa nos abrió la puerta; Dean y yo hablamos con ella mucho rato. Roy Johnson esperaba en el coche leyendo los Misterios de París, de Eugenio Sue. Eché una última mirada a Mili City y comprendí que sería inútil tratar de sondear en el complicado pasado; en lugar de eso, decidimos ir a ver a Galatea Dunkel para que nos proporcionara un sitio donde dormir. Ed la había dejado otra vez; estaba en Denver y ella todavía confiaba en que volvería. La encontramos en su apartamento de cuatro habitaciones de la parte alta de Mission, sentada con las piernas cruzadas sobre una alfombra de tipo oriental y un tarot en las manos. Era una buena chica. Advertí tristes señales de que Ed Dunkel había vivido allí cierto tiempo y luego se había largado debido a su habitual inestabilidad y falta de interés por todo.

– Volverá -dijo Galatea-. No sabe arreglárselas por sí mismo, me necesita

– lanzó una mirada furiosa a Dean y a Roy Johnson-. Esta vez la culpa fue de Tommy Snark. Antes de que apareciera, Ed siempre estaba contento y trabajaba y salíamos y lo pasábamos maravillosamente. Dean, ya sabes cómo son esas cosas. Después se pasaban horas en el cuarto de baño, Ed sentado en la bañera y Snarky en el retrete, y hablaban y hablaban y hablaban… ¡Cuántas estupideces!

Dean se reía. Durante años había sido el gran profeta del grupo y ahora todos habían aprendido su técnica. Tommy Snark se había dejado barba y sus grandes y melancólicos ojos azules habían venido en busca de Ed Dunkel a Frisco; lo que había pasado (de verdad, no de mentira) era que Tommy había perdido un dedo en un accidente y recibió una importante suma de dinero. Y sin razón ninguna decidieron dar el esquinazo a Galatea y largarse a Portland, Maine, donde al parecer Snark tenía una tía. Así que ahora debían estar en Denver, de camino, o ya en Portland.

– Cuando a Tom se le termine el dinero Ed volverá -dijo Galatea mirando las cartas-. ¡Es un maldito chiflado…! No sabe nada de nada y nunca lo ha sabido. En realidad, lo único que tiene que saber es que le quiero.

Galatea se parecía a la hija de aquellos griegos de la cámara fotográfica, sentada allí en la alfombra, con su largo cabello llegándole hasta el suelo, afanándose con las cartas del tarot. Me gustaba. Incluso decidimos salir aquella noche a oír jazz, y Dean acompañaría a una rubia de más de uno ochenta de estatura que vivía calle abajo: Marie.

Esa noche Galatea, Dean y yo fuimos a recoger a Marie. Esta tenía un apartamento en un sótano, una hermanita y un viejo coche que casi no podía andar y que Dean y yo empujamos calle abajo mientras las chicas manipulaban el botón de arranque. Fuimos a casa de Galatea y todos se sentaron en círculo (Marie, su hermana, Galatea, Roy Johnson, Dorothy), muy tétricos y abarrotando la habitación, mientras yo me quedaba en un rincón, indiferente ante los problemas de Frisco, y Dean de pie en medio de la habitación con su dedo hinchado al aire a la altura del corazón y farfullando.

– ¡Coño! -soltó-. Todos estamos perdiendo los dedos. ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

– Dean, ¿por qué haces tantas locuras? -dijo Galatea-. Me llamó Camille y me dijo que la habías dejado. ¿Es que no te das cuenta de que tienes una hija?

– Él no dejó a Camille, fue ella la que lo echó -intervine yo rompiendo mi neutralidad. Todos me miraron con desagrado; Dean sonrió maliciosamente-. Y además, ¿qué puede hacer el pobre chico con ese dedo? -añadí. Todos me miraron; Dorothy Johnson me lanzó una mirada especialmente amenazadora. Aquello no era más que un grupo de costureras y en el centro estaba el culpable: Dean. Quizá el responsable de que todo fuera mal. Miré por la ventana la animación nocturna de Mission; quería salir y escuchar el gran jazz de Frisco… Recuérdese que sólo era mi segunda noche en la ciudad.

– Creo que Marylou fue muy lista dejándote plantado, Dean -dijo Galatea-. Desde hace años no tienes el menor sentido de la responsabilidad con nadie. Has hecho tal cantidad de cosas horribles que no sé ni qué decirte.

Y de hecho ésa era la cuestión, y todos seguían sentados en círculo mirando a Dean con cara de muy pocos amigos, y él seguía encima de la alfombra, en medio de todos ellos y se reía… sólo se reía. Bailó un poco. Su vendaje cada vez estaba más sucio y empezaba a deshacerse. De repente comprendí que Dean, en virtud de su enorme serie de pecados, se estaba convirtiendo en el Idiota, el Imbécil, el Santo del grupo.

– No te preocupas absolutamente de nadie, excepto de ti mismo y de tus locuras. Sólo piensas en lo que tienes entre las piernas y en cuánto dinero o cuánta diversión puedes obtener de la gente que te rodea, y luego la dejas por ahí tirada. Y no sólo eso, además pareces tonto. ¿Nunca se te ocurre pensar que la vida es una cosa seria y que hay gente que trata de hacer algo decente en lugar de limitarse a andar haciendo el idiota todo el tiempo?

Eso era Dean: el IDIOTA SAGRADO.

– Camille llorará sin parar toda la noche pero no pienses ni por un minuto que quiere que vuelvas, me dijo que no quería volver a verte y que esta vez era la definitiva. Y sin embargo, tú sigues ahí poniendo cara de idiota, creo que no tienes corazón.

Esto no era verdad; yo conocía mejor las cosas y podría habérselas contado. Pero no veía que tuviera ningún sentido el intentarlo. Deseaba acercarme al grupo, poner el brazo sobre los hombros de Dean y decir: «Bien, ahora escuchadme todos de una puta vez. Recordad una sola cosa: este chico también tiene sus problemas; y otra cosa, nunca se queja y os ha proporcionado a todos muy buenos ratos sólo por ser como es, y si no tenéis bastante con eso llevadle ante el pelotón de fusilamiento, pues parece que eso es lo que tenéis tantas ganas de hacer, y…»

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