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Al otro lado del río se veían las brillantes luces de Juárez y las tristes tierras áridas y las brillantes estrellas de Chihuahua. Marylou osbervaba a Dean disimuladamente como lo había observado durante todo aquel ir venir a través del país (con aire triste y hosco, como si pensara en cortarle la cabeza y esconderla en su bolso). Había en ella un amor rencoroso y triste hacia Dean, hacia este Dean tan asombrosamente él mismo, un amor siniestro y alocado, expresado con una sonrisa tierna y cruel que me dio miedo, un amor que ella sabía que jamás daría fruto porque cuando miraba aquel rostro huesudo de mandíbulas firmes, con su satisfacción varonil y tan enfrascado en lo suyo, comprendía que estaba demasiado loco. Dean estaba convencido de que Marylou era una puta; me confió que pensaba que era una mentirosa patológica. Pero cuando ella miraba también expresaba amor; y cuando Dean lo notaba siempre se volvía hacia ella con una sonrisa de falso enamorado, pestañeando y enseñando sus blancos dientes, cuando sólo un momento antes sólo pensaba en la eternidad. Entonces Marylou y yo nos reímos, y Dean no mostró ningún signo de desconfianza, sólo nos replicó con una despreocupada y alegre sonrisa que nos decía: «En cualquier caso lo estamos pasando bien, ¿verdad?» Y así eran las cosas.

Después de El Paso vimos una confusa y pequeña figura en la oscuridad con el dedo extendido. Era un autostopista en potencia. Nos detuvimos y luego dimos marcha atrás hasta llegar a su lado.

– ¿Cuánto dinero tienes, muchacho?

El chico no tenía dinero; era pálido, extraño, con una mano subdesarrollada, paralítica. Tendría unos diecisiete años y no llevaba ningún tipo de equipaje.

– ¿No es una monada! -dijo Dean volviéndose hacia mí con expresión seria-. Entra, amigo, te llevaremos.

El chico aprovechó la ocasión. Dijo que tenía una tía en Tulare, California, que era dueña de una tienda y que en cuanto llegásemos nos conseguiría dinero. Dean se retorcía de risa, era igual que aquel otro chico de Carolina del Norte.

– ¡Sí! ¡Sí! -gritaba-. Todos tenemos tías; bien, adelante. Vamos en busca de las tías y los tíos y de las tiendas de comestibles, los buscaremos por todo el camino.

Teníamos un nuevo pasajero. Era un muchacho agradable. No decía nada, simplemente nos escuchaba. Tras un minuto de oír hablar a Dean probablemente quedó convencido de que había subido a un coche de locos. Dijo que hacía autostop de Alabama a Oregón, donde estaba su casa. Le preguntamos qué había estado haciendo en Alabama.

– Fui a visitar a un tío mío; me había dicho que me daría trabajo en un aserradero. La colocación fracasó y vuelvo a casa.

– A casa -dijo Dean- Sí señor, a casa. Te llevaremos a casa, por lo menos hasta Frisco. -Pero no teníamos dinero. Entonces se me ocurrió que podría pedir prestados cinco dólares a mi viejo amigo Hal Hingham, de Tucson, Arizona. Inmediatamente Dean dijo que estaba todo solucionado y que iríamos a Tucson. Cosa que hicimos.

Pasamos de noche por Las Cruces, Nuevo México, y llegamos a Arizona al amanecer. Me desperté de un profundo sueño para encontrármelos a todos dormidos como corderitos y el coche aparcado Dios sabe dónde: no se veía nada a través de las empañadas ventanillas. Salí del coche. Estábamos en la montaña: era una maravillosa salida de sol, frescos aires púrpura, laderas rojizas, pastos esmeralda en los valles, rocío y cambiantes nubes doradas; en el suelo agujeros de topos, cactos, acacias. Era hora de que condujera. Empujé a Dean y al chico a un lado e inicié el descenso con el motor parado para ahorrar gasolina. De este modo entré en Benson, Arizona. Recordé entonces que tenía un reloj de bolsillo que Rocco me había regalado por mi cumpleaños, un reloj de cuatro dólares. En la estación de servicio pregunté al encargado si en Benson había alguna casa de empeños. Me señaló la puerta de al lado de la estación. Llamé, alguien saltó de la cama, y un minuto después me habían dado un dólar por el reloj. Lo gasté en gasolina. Ahora ya teníamos bastante combustible para llegar a Tucson. Pero en esto apareció un policía en moto que llevaba una enorme pistola, y justo cuando me ponía en marcha, me dijo que quería ver mi permiso de conducir.

– Mi amigo, que está ahí detrás, lo tiene -dije. Dean y Marylou dormían pegados bajo la manta. El policía dijo a Dean que saliera. De pronto sacó la pistola y gritó:

– ¡Manos arriba!

– Pero agente -oí que decía Dean con tono untuoso y ridículo-. ¡Por Dios, agente! Si sólo me estaba abrochando la bragueta.

Hasta el pestañí sonrió. Dean salió manchado de barro, desastrado, con el vientre asomando bajo la camiseta, lanzando maldiciones, buscando su permiso de conducir por todas partes, y también los papeles del coche. El de la bofia registró el portaequipajes. Todo estaba en regla.

– Era sólo una comprobación de rutina -dijo con amable sonrisa-. Pueden seguir. Benson no está nada mal, pueden pararse allí a desayunar.

– Sí, sí, sí -dijo Dean, sin prestarle ninguna atención y nos alejamos. Suspiramos aliviados. La policía siempre sospecha de los grupos de jóvenes que andan en coches nuevos sin un centavo en el bolsillo y empeñando relojes- Siempre tienen que meterse en todo -añadió Dean-, pero era un policía mucho mejor que aquella rata de Virginia. Quieren hacer detenciones que merezcan grandes titulares; creen que todos los coches que pasan vienen de Chicago con una banda de gánsters dentro. No tienen otra cosa que hacer. -Seguimos rumbo a Tucson.

Tucson está situado en una zona fluvial cubierta de acacias y dominada por la nevada Sierra Catalina. La ciudad era de construcciones sólidas; la gente estaba de paso, era bronca, ambiciosa, atareada, alegre; lavaderos, remolques; calles muy animadas con banderolas; todo muy californiano. Fort Lowell Road, donde Hingham vivía, sigue el solitario camino del río bordeado de árboles junto al llano desierto. Vimos al propio Hingham meditando en el patio de su casa. Era escritor; había venido a Arizona a trabajar en su libro en paz. Era alto, desgarbado, un tímido satírico que farfullaba sin mirarte y que continuamente contaba cosas divertidas. Su mujer y su hijo vivían con él en la casita de adobe construida por su suegro, que era indio. Su madre vivía en su propia casa al otro lado del patio. Era una americana muy nerviosa enamorada de la alfarería, los abalorios y los libros. Hingham sabía de Dean por cartas que le había escrito desde Nueva York. Llegamos como una plaga, todos muertos de hambre, incluso Alfred, el muchachito inválido. Hingham llevaba un jersey viejo y fumaba una pipa en el acre aire del desierto. Su madre salió y nos invitó a entrar en la cocina para que comiésemos algo. Preparó tallarines en una enorme cazuela.

Luego fuimos a una tienda de bebidas del cruce donde Hingham hizo efectivo un cheque de cinco dólares y me entregó el dinero. Hubo una breve despedída.

– Fue una visita muy agradable -dijo Hingham mirando hacia otro lado. Más allá de unos árboles, entre la arena, había un parador con un gran letrero de neón rojo encendido. Hingham siempre iba allí a tomarse una cerveza cuando se cansaba de escribir. Se sentía muy solo y quería volver a Nueva York. Era triste ver cómo su elevada figura se perdía en la oscuridad mientras nos alejábamos, lo mismo que había pasado con las otras figuras de Nueva York y Nueva Orleans: se las veía inseguras bajo los inmensos cielos y todo lo que les rodeaba sumergido en la negrura. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Para qué hacerlo…? dormir. Pero nuestro grupo de locos se lanzaba hacia delante.

9

Nada más dejar Tucson vimos a otro autostopista en la oscura carretera. Era un okie de Bakersfield, California, que nos contó su vida.

– ¡La hostia! Me marché de Bakersfield en un coche que me recogió en la agencia de viajes y olvidé la guitarra en el portaequipajes de otro y no los he vuelto a ver: ni a ellos ni a mi guitarra, ni a mi ropa de vaquero. Soy músico, iba a Arizona para tocar con los Sagebrush Boys de Johnny Mackaw. Bueno, pues ahora aquí estoy. En Arizona, sí, pero sin una lata y sin la puta guitarra. Llevadme hasta Bakersfield y conseguiré dinero de mi hermano. ¿Cuánto queréis? -necesitábamos gasolina para llegar desde Bakersfield a Frisco, unos tres dólares. Ahora íbamos cinco personas en el coche-. Buenas noches, señora -dijo el okie llevándose la mano al sombrero al dirigirse a Marylou, y nos pusimos en marcha de nuevo.

Durante la noche vimos allá abajo las luces de Palm Springs desde una carretera de montaña. Al amanecer, siempre entre montañas cubiertas de nieve, avanzamos hacia el pueblo de Mojave que era la entrada hacia el gran paso de Techachapi. El okie se despertó y contó cosas divertidas; el simpático Alfred sonreía. Nos dijo que conocía a un tipo que perdonó a su mujer que le hubiera disparado y que consiguió que saliera de la cárcel, sólo para que le pegara otro tiro. Pasábamos por la cárcel de la mujer cuando nos contó eso. Arriba, delante de nosotros, veíamos el paso de Techachapi. Dean cogió el volante y nos llevó hasta la cima del mundo. Pasamos junto a una escondida fábrica de cemento del desfiladero. Después empezamos a bajar. Dean paró el motor, metió el embrague, tomó fácilmente dificilísimas curvas, adelantó coches e hizo todo lo que señalan los libros sin usar el acelerador. Yo me agarraba con fuerza al asiento. A veces la carretera subía un trecho; Dean seguía pasando coches silencioso, gracias al impulso. Conocía todos los trucos y ritmos de un paso de montaña de primera categoría. Cuando llegaba una curva en forma de U hacia la izquierda que rodeaba un muro de roca y bordeaba un abismo sin fondo, se inclinaba hacia la derecha; y cuando la curva era hacia la derecha, ahora con un precipicio a la izquierda, se inclinaba hacia la derecha, obligándonos a Marylou y a mí a hacer otro tanto mientras él se agarraba con fuerza al volante. De este modo bajamos casi volando hasta el valle de San Joaquín que se extendía unos mil quinientos metros más abajo. Era virtualmente la parte más baja de California, verde y maravillosa desde nuestra plataforma aérea. Hicimos cincuenta kilómetros sin gastar ni una gota de gasolina.

De pronto, todos estábamos excitados. Dean quería contarnos todo lo que sabía de Bakersfield en cuanto llegamos a las afueras de la ciudad. Nos enseñó las pensiones donde había dormido, los hoteles ferroviarios, los billares, los restaurantes baratos, los recodos a los que había saltado desde la locomotora a coger uvas, los restaurantes chinos donde había comido, los bancos del parque en los que había conocido a chicas, y otros lugares donde no había hecho más que sentarse a esperar. La California de Dean… salvaje, sudorosa, importante, el país donde se unen como los pájaros los solitarios, los excéntricos, los exiliados, el país donde en cierto modo todo el mundo tiene aspecto de guapo artista de cine decadente y hundido.

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