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En las calles vacías de Houston, a las cuatro de la madrugada, de pronto nos adelantó un joven motorista lleno de lentejuelas y adornado con relucientes botones, visera, chaqueta de cuero negra, una chica agarrada a él como una india, el pelo al viento, un poeta tejano de la noche a todo velocidad cantando:

– Houston, Austin, Fort Woerth… y a veces Kansas City… y a veces el viejo Antone… ¡ah!… ¡jaaaaa! -se perdieron en la noche delante de nosostros.

– ¡Vaya! ¿Habéis visto a ese chaval? ¡Vamos allá también nosotros! -Dean quería alcanzarlos-. ¿No sería estupendo si consiguiéramos reunimos todos y pasárnoslo bien sin follones; todo resultaría agradable y suave, sin protestas infantiles, sin desgracias corporales que nos molesten? ¡Sí! Pero ya sabemos cómo es el tiempo. -Se inclinó hacia delante y aceleró la marcha.

Pasado Houston sus energías, aunque eran muy grandes, le abandonaron y conduje yo. Empezó a llover justo cuando cogía el volante. Ahora estábamos en la gran llanura de Texas y; como Dean había dicho:

– Avanzas y avanzas y todavía estarás en Texas mañana por la noche.

La lluvia arreciaba. Crucé un destartalado pueblo de vaqueros con una calle principal llena de barro y me encontré en un camino sin salida. «¿Eh, qué estás haciendo?», me dije. Ellos dormían. Di la vuelta y regresé por donde había venido. No se veía ni un alma; tampoco una maldita luz. De repente un jinete con impermeable apareció ante los faros. Era el sheriff. Llevaba un sombrero de ala ancha que chorreaba.

– ¿Por dónde se va a Austin?

Me lo indicó educadamente y salí del pueblo. Poco después, de pronto vi dos faros que venían directamente hacia mí bajo la lluvia. Pensé que iba por el lado equivocado de la carretera; me ceñí a la derecha y me encontré rodando sobre el barro; volví a la carretera. Los faros seguían echándoseme encima. En el último momento me di cuenta de que el otro conductor iba por el lado equivocado de la carretera sin darse cuenta. Me hundí en el barro a cincuenta por hora; por suerte no había cuneta ni zanja. El otro coche se detuvo bajo el aguacero. Cuatro huraños braceros que habían abandonado su tarea para armar follón en los bares, todos con camisa blanca y brazos morenos y sucios, me miraron como idiotas. El conductor estaba como una cuba.

– ¿Por dónde se va a Houston? -dijo.

Señalé la dirección con el dedo. Me dije de pronto que habían hecho aquello a propósito con el fin de preguntar la dirección lo mismo que un mendigo se dirige directamente a ti en una acera para cerrarte el paso. Miraron melancólicamente el suelo de su coche, donde rodaban botellas vacías, y se alejaron con estrépito. Puse el coche en marcha; estaba hundido en tres centímetros de barro. Suspiré en el lluvioso desierto tejano.

– Dean -dije-. Despiértate.

– ¿Qué pasa?

– Estamos atascados en el barro.

– Pero, ¿qué cojones ha pasado?

Se lo conté. Lanzó un montón de juramentos. Nos pusimos unos zapatos y unos jerseys viejos y salimos del coche bajo la lluvia torrencial. Arrimé el hombro al guardabarros trasero y levanté todo lo que pude. Dean puso cadenas a las resbaladizas ruedas. En un momento estábamos cubiertos de barro. Ante estos horrores despertamos a Marylou e hicimos que pusiera el coche en marcha mientras nosotros empujábamos. El atormentado Hudson fue elevándose y elevándose. De pronto dio un salto y patinó por la carretera. Marylou lo dominó justo a tiempo y montamos. Así eran las cosas. El trabajo había durado media hora y estábamos empapados e incómodos.

Me dormí, cubierto de barro; por la mañana cuando desperté el barro se había secado y afuera nevaba. Estábamos cerca de Fredericksbug, en las grandes praderas. Fue uno de los peores inviernos de la historia de Texas y del Oeste, las vacas morían como moscas y nevó hasta en San Francisco y LA. Nos encontrábamos muy mal. Deseábamos volver a Nueva Orleans con Ed Dunkel. Marylou conducía; Dean dormía. Ella conducía con una mano y con la otra me toqueteaba. Me hacía mil promesas para cuando llegáramos a San Francisco. Me babeaba de gusto como un imbécil. A las diez cogí el volante. Dean estaba fuera de combate para varias horas. Conduje cientos de aburridos kilómetros a través de los matorrales nevados y los escabrosos montes cubiertos de salvia. Pasaban vaqueros con viseras de béisbol y orejeras buscando vacas. De cuando en cuando aparecían casitas de aspecto confortable con la chimenea echando humo. Hubiera deseado comer mantequilla y judías al amor de la lumbre.

En Sonora conseguí otra vez pan y queso gratis mientras el propietario charlaba con un fornido ranchero en el otro extremo de la tienda. Dean dio gritos de alegría cuando se lo conté; estaba muerto de hambre. No podíamos gastar ni un centavo en comida.

– Sí, sí -decía Dean mirando a los rancheros que pululaban por la calle principal de Sonora-, cada uno de ésos es un maldito millonario, miles de cabezas de ganado, braceros, edificios, dinero en el banco. Si yo viviera por aquí sería una liebre escondida entre los matorrales siempre al acecho de guapas vaqueras… ¡Ji-ji-ji-ji! ¡Hostias! -se dio un puñetazo-. ¡Sí! ¡De acuerdo! ¡Ay de mí!

No sabíamos de qué hablaba. Cogió el volante y condujo el resto del camino a través del estado de Texas, unos ochocientos kilómetros, directamente hasta El Paso, llegando al amanecer y sin parar nada más que una sola vez para desnudarse, cerca de Ozona, y saltar y gritar entre los matorrales. Los coches pasaban zumbando y no le veían. Se escurrió dentro del coche otra vez y volvió a conducir.

– Ahora Sal, y tú también, Marylou, quiero que hagáis lo mismo que yo, quitaos toda la ropa. ¿Qué sentido tiene? Es lo que os estoy diciendo. Vuestros cuerpos tienen que tomar el sol. ¡Vamos! -íbamos hacia el Oeste, rumbo al sol; sus rayos llegaban a través del parabrisas-. Ofreced el vientre al sol.

Marylou obedeció; yo también pero más a desgana. Nos sentamos los tres en el asiento delantero. Marylou sacó crema y nos la aplicó en broma. De cuando en cuando nos cruzábamos con un gran camión; desde su alta cabina el conductor tenía una fugaz visión de una dorada beldad sentada desnuda entre dos hombres también desnudos; podía vérseles por la ventanilla trasera hacer eses durante unos momentos mientras se alejaban. Cruzábamos grandes llanuras cubiertas de matorrales, ya sin nieve. En seguida estuvimos en las rocas anaranjadas del Pecos Canyon. En el cielo se abrían lejanías azules. Bajamos del coche para ver unas ruinas indias. Dean lo hizo completamente desnudo. Marylou y yo nos pusimos los abrigos. Anduvimos entre las viejas piedras saltando y gritando. Unos turistas vieron a Dean desnudo en la llanura; no creían lo que veían sus ojos y se alejaron aturdidos.

Dean y Marylou aparcaron el coche cerca de Van Horn y follaron mientras yo dormía. Me desperté precisamente cuando rodábamos por el tremendo valle de Río Grande, a través de Clint e Ysleta hacia El Paso. Marylou saltó al asiento trasero, yo al delantero y continuamos la marcha. A nuestra izquierda, pasamos los vastos espacios de Río Grande, estaban las áridas y rojizas montañas de la frontera mexicana, la tierra de los tarahumaras; un suave crepúsculo jugaba en las cimas. Delante se veían las lejanas luces de El Paso y Juárez, sembradas por un inmenso valle tan grande que se podían ver varios trenes humeando al mismo tiempo en diversas direcciones como si aquello fuera el Valle del Mundo. Descendimos a él.

– ¡Clint, Texas! -dijo Dean. Había sintonizado en la radio la estación de Clint. Cada cuarto de hora ponían un disco; el resto del tiempo emitían anuncios de cursos por correspondencia-. Este programa se difunde por todo el Oeste -exclamó Dean excitado-. Tío, solía escucharlo noche y día en el reformatorio y en la cárcel. Todos escribíamos. Obtienes un diploma de segunda enseñanza por correo si pasas los exámenes. No hay joven matón del Oeste que no escriba en alguna u otra ocasión; no se oye otra cosa por la radio; sintonizas la radio en Sterling, Colorado, Lusk, Wyoming, no importa dónde, y allí está Clint, Texas, Clint Texas. Y la música siempre es música hillbilly y mexicana, es el peor programa de toda la historia del país y nadie puede remediarlo. Cuentan con una red potentísima; tienen cubierta toda la región. -Vimos la alta antena pasadas las casas de Clint-. ¡Oh, tío, la de cosas que te podría contar! -exclamó Dean, casi sollozando. Con la mirada puesta en Frisco y la costa, entramos en El Paso cuando se hacía de noche, y sin un centavo. Era imprescindible que consiguiéramos algo de dinero para gasolina o nunca llegaríamos.

Lo intentamos todo. Fuimos a una agencia de viajes, pero aquella noche no iba nadie al Oeste. La agencia de viajes es el sitio adónde se va a obtener asiento en un coche a cambio de compartir el precio de la gasolina, cosa legal en el Oeste. Siempre hay esperando tipos miserables con maletas destrozadas. Fuimos a la estación de los autobuses Greyhound para tratar de convencer a alguien de que nos diera el dinero en lugar de adquirir un billete para el Oeste. Pero fuimos demasiado vergonzosos para acercarnos a nadie. Nos paseamos melancólicamente por allí. Afuera hacía frío. Un estudiante se puso a sudar cuando vio a la atractiva Marylou e hizo grandes esfuerzos por disimularlo. Dean y yo nos consultamos la cosa y decidimos que no éramos macarras. En esto, un muchacho alocado y bruto, recién salido del reformatorio, se nos pegó, y él y Dean fueron a tomar una cerveza.

– ¡Venga, tío! Podemos pegarle a alguien un palo en la cabeza y cogerle dinero.

– ¡Tú eres mi hombre! -respondió Dean. Se alejaron rápidamente. Durante un momento me quedé preocupado; pero Dean sólo quería ver las calles de El Paso con el chico y divertirse un poco.

Marylou y yo esperamos en el coche. Ella me rodeó con sus brazos.

– ¡Coño! ¡Espera hasta que lleguemos a Frisco! -le dije.

– No me importa. De todos modos Dean me va a dejar.

– ¿Cuándo vas a volver a Denver?

– No lo sé. Me da lo mismo no ir. Podría volver al Este contigo.

– Tendremos que conseguir algo de dinero en Frisco.

– Conozco un restaurante donde podrías encontrar trabajo de cajero, y yo de camarera. También sé de un hotel donde nos fiarían. Seguiremos juntos. ¡Vaya! Me estoy poniendo triste.

– ¿Por qué estás triste, Lou?

– Por todo. ¡Joder! Me gustarla que Dean no estuviera tan loco -Dean venía hacia nosotros haciendo guiños y riéndose. Se metió en el coche.

– Vaya tipo más loco. Pero conozco a miles de tipos así, todos iguales, sus cabezas funcionan igual, ¡oh! las infinitas ramificaciones, no hay tiempo, no hay tiempo… -y puso el coche en marcha, se inclinó sobre el volante, y dejamos atrás El Paso-. Tenemos que recoger autostopistas. Estoy seguro de que encontraremos a alguien. ¡Allá vamos! ¡Adelante! -gritó a los de otro coche-. ¡Paso! -añadió y les adelantó y evitó a un camión y salimos de las afueras de la ciudad.

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