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Un hombre que se proponía meditar antes de abandonar a sus semejantes no podía encontrar en todo El Cairo un lugar más adecuado como jardín de los Olivos que aquel lugar poblado de sagús ventrudos, grandes mangos de troncos torturados y sobrias acacias. Sin embargo, tan pronto como hubo llegado a aquel paraje solitario, Jean-Baptiste se percató de lo poco predispuesto que estaba para entregarse a la desesperación. Las plantas crasas del jardín emanaban sus perfumes oleosos al aire cálido que ascendía del suelo. Unos viejos jardineros descalzos regaban las plantas jóvenes con aire pensativo y el agua, al correr por la tierra seca, runruneaba lenta y deliciosamente. Los días seguían siendo largos, de modo que todavía podría disfrutar un rato de aquel atardecer bañado en sombras cárdenas. Al final, Jean-Baptiste se sentó en un banco, se rió para sus adentros por haber sido tan estúpido como para consentir que la tristeza lo atormentara y se juró que no volvería a ocurrir.

Entonces intentó considerar la situación con la mayor frialdad posible. Primero sopesó su falta de experiencia, pues aunque hacía mucho tiempo que las mujeres le brindaban gustosamente sus favores, nunca se había sentido afectado por los amores que inspiraba su persona1 . Estas pasiones no compartidas no le habían enseñado gran cosa, salvo a eludir los sinsabores que en ocasiones pudieran causar los celos desaforados de ciertos maridos, como uno furioso que le obligó a salir corriendo de Venecia. Por lo demás, desde que vivía en El Cairo, había sido lo bastante sensato como para salir airoso de las trampas que le había tendido alguna que otra otomana bella y fogosa. Un bey que le tenía aprecio, incluso le había propuesto casarse con su hija mayor, con la condición, evidentemente, de que se hiciera turco para la boda,pero Jean-Baptiste había alegado esta obligación para librarse de un asunto que a su modo de ver no guardaba ninguna relación con los sentimientos.

Afortunadamente era bastante lúcido como para no confundir esos juegos y placeres con el amor, y admitía sin reparos que nunca lo había encontrado. Pero ni se afligía ni se arrepentía de ello; era así, simplemente. Ninguna mujer le había despertado jamás esa turbación perdurable, esa captura del pensamiento, o esa esclavitud del corazón y de los sentidos que debía de ser el amor. Se había acostumbrado a ver únicamente el lado bueno de las cosas que le ocurrían, y más bien se alegraba de que la pasión nunca hubiera puesto trabas a su libertad. Tal vez por eso le disgustaba en cierto modo la idea de no poder librarse de la imagen tierna y turbadora de la señorita De Maillet en el momento en que iba a emprender un viaje de tal envergadura.

Un pobre anciano, sentado en la grupa de su borrico, pasó lentamente por el camino. En la quietud silenciosa de la noche, el viejo chascaba la lengua al ritmo quedo de los cascos del animal. El asno llevaba atado al petral una cesta repleta de higos chumbos. Cuando estuvo cerca, Jean-Baptiste le hizo una señal al campesino, le tendió una piastra y obtuvo cuatro higos a cambio. Empezó a pelarlos con una navaja, mientras meditaba sentado en el banco.

Ahora ya no lamentaba haber caído en las redes del amor, pues estaba seguro de que esta vez no podía ser otra cosa. No obstante, la cuestión era qué hacer, pero no se le ocurrían buenas soluciones. Si se quedaba en El Cairo, se expondría a la animosidad del cónsul, que no dudaría en perseguirle u obligarle a exiliarse de nuevo. En ese caso era absurdo imaginar cualquier relación con su hija. Trató de pensar que aquella pobre niña estaba más contenta simplemente porque veía a más gente. Por otra parte ella era hija de un aristócrata y eso no se podía cambiar. Jean-Baptiste estaba convencido de que un hombre como él no tenía ninguna posibilidad, y menos aún si prescindía de la posición efímera que su misión le había conferido. Por otra parte, si se marchaba, quizá no la volviera a ver nunca más. Probablemente fuera la mejor solución. Todo pasa, y las impresiones nuevas del viaje le ayudarían a olvidar los buenos y los malos recuerdos.

Algo le decía sin embargo que podía aunar lo irreconciliable, esto es, no renunciar ni al deseo de conocer Abisinia e ilustrarse ni a la tentación de conquistar a la inaccesible Alix de Maillet, una muchacha que parecía haber sido creada para encontrarle y hacerle feliz.El higo chumbo era jugoso y dulce. Le gustaba el delicioso contraste de las pepitas duras y la carne tierna del fruto, así que tomó otro, pero se pinchó. «Pincha porque es dulce», pensó.

Era una de esas frases sin sentido aparente que a veces surgen en el curso de otra reflexión. Sin duda pretendía decir que el cactus tiene pinchos porque protege su fruto de los animales que pudieran codiciar su dulzura. Pero su mente, dislocada de tanto cavilar sobre el problema que le obsesionaba, captó esa paradoja y la transpuso. Se quedó deslumhrado, como presa de una iluminación. «Eso es -pensó, dejando a un lado los higos chumbos-, eso es exactamente. Entre ella y yo hay tremendos obstáculos que sólo pueden ser superados en circunstancias muy especiales. Si no tuviera que marcharme de El Cairo, nunca la habría visto, nunca me habría acercado a ella y nada habría sido posible. Pero la misión que me han confiado, que sin duda me enfrentará a grandes peligros, puede asegurarme un gran triunfo a cambio. Voy a Abisinia, sano al Negus, vuelvo con la embajada que me piden y la acompaño a Versalles. Luis XIV me otorga un título de nobleza y el cónsul no podrá negarme a su hija. Eso es. Hoy, los higos pinchan, pero mañana, gracias a ellos, saborearé la dulzura.»

El joven se puso de pie y, sin cesar de murmurar, llegó a la salida del jardín a grandes zancadas. En cuanto dio con la clave del asunto, lo demás llegó sin darse cuenta. Así que elaboró espontáneamente un plan de conducta, lo consideró excelente y se prometió llevarlo a cabo.

A partir de ese momento lo vio todo con otros ojos, y muy particularmente la misión que le habían confiado. De entrada se había imaginado, sin entusiasmo, que sólo serviría a los designios del Rey de Francia y del Papa. Pero ahora estaba convencido de que también podía ser el artífice de su felicidad. La cuestión adquiría otro cariz.

10

Cuando el señor Macé preguntó a unos barqueros en Boulac, un puerto fluvial próximo a El Cairo, éstos le indicaron que dos capuchinos remontaban el delta en un viejo falucho. Todavía estaban a tres jornadas de la ciudad, pero la noticia de su llegada precipitó los preparativos, y la partida se fijó para dos días después, un lunes. La víspera, el padre De Brévedent, a quien el señor De Maillet no acababa de ver como criado, le había pedido permiso al cónsul para oficiar personalmente la misa en el consulado. Era imprudente utilizar la capilla principal, donde el servicio dominical reunía a todo bicho viviente de la colonia, así que la misa se celebró en la sala de audiencias, bajo el retrato del Rey. Además de la familia De Maillet al completo, entre los asistentes se encontraban el padre Gaboriau, el señor Macé, el dragomán señor Frisetti y Jean-Baptiste. Como de costumbre, éste no intentó acercarse a Alix, pero cruzó con la muchacha una última mirada en la que ella mostró su alegría.

El cónsul sólo supo apreciar en el comportamiento del médico una total ignorancia de la liturgia más elemental. Este detalle confirmaba, por si fuera necesario, la escandalosa falta de fe del diplomático.

Al término de la ceremonia se sirvió un pequeño refrigerio en el salón contiguo. Después de las congratulaciones, Jean-Baptiste pidió al cónsul una última audiencia en privado.

– Bueno -le espetó el cónsul malhumorado en cuanto estuvieron solos-, y ahora qué pasa…

– Debo informarle -empezó Poncet- que mi socio no puede quedarse en El Cairo en mi ausencia. Él prepara las recetas, según mis instrucciones, y solo no puede hacer nada. De manera que va a marcharse a Alejandría, donde hay un boticario que le reclama desde hace mucho tiempo.

– Muy bien -dijo el señor De Maillet-, pero eso, si no es mucho preguntar, ¿en qué me afecta a mí?

– A eso voy. El arreglo es provisional. Cuando regrese de Abi-sinia…

El cónsul bajó la mirada.

– En fin -prosiguió Jean-Baptiste con voz firme-, el maestro Juremi volverá cuando yo regrese de Abisinia y entonces continuaremos con nuestros asuntos aquí.

– Es una idea excelente.

– Y bien…

– ¿Cómo que y bien?

– Dejamos nuestra casa como está.

– No veo ningún inconveniente. No se mortifique por el alquiler -dijo el cónsul con resignación, que se imaginaba adonde quería ir a parar el médico.

– No se trata de eso. He agregado un año de renta en los gastos.

– ¡Entonces no hay más que hablar!

– Se equivoca -dijo Poncet, que después de haber dado dos vueltas, paso a paso, por la exigua estancia, se topó literalmente con el cónsul y se quedó plantado delante de él, rebasándole con creces-. La casa no tiene importancia, pero su contenido es infinitamente precioso. Allí está todo nuestro material, aunque aún no es gran cosa. Nuestro mayor trabajo ha sido incrementar el número de plantas valiosas, plantas que hemos cruzado con mucha paciencia estos últimos años y que no deben desaparecer.

– Daré órdenes a alguno de mis criados para que las rieguen…

– ¡Para que las rieguen! ¡Sus criados! ¡ Ah, señor qué poco sabe usted de esas cosas! -exclamó Poncet, alzando los ojos al cielo-. ¿Piensa realmente que basta con que una persona cualquiera vierta unas gotas de agua en cualquier momento para mantener con vida un tesoro?

– Sin duda -farfulló el cónsul-, eso creo.

– ¡Pues se equivoca! -sentenció Poncet-. No es así. La gente nos paga precisamente por todo lo que debemos saber sobre ese mundo extraño o infinitamente más complejo que las mayores intrigas humanas. No puede imaginarse cuánta paciencia, intuición y memoria se requiere para cuidar con inteligencia a todos esos seres vegetales, furiosamente hostiles entre sí.Jean-Baptiste, como siempre que hablaba con pasión, hacía grandes gestos con los brazos.

– Una determinada especie, por ejemplo, puede morir si la temperatura aumenta unos grados más de la cuenta. Usted lo sabe, y cree que basta con abrir una ventana. Craso error, porque puede producirse una corriente de aire y al día siguiente a lo mejor está muerta.

Explicaba la cuestión como si se tratara de un genocidio, y el señor De Maillet lo miraba espantado, con los ojos muy abiertos.

– Y otra -continuó Jean-Baptiste con tono de voz que sobresaltó al cónsul- absorbe toda el agua que usted le ponga. Entonces se satura, las hojas se hinchan, se ponen turgentes, hasta el punto de que parece una planta distinta, pero usted sigue echándole una cubeta de agua cada mañana. De pronto entra en un ciclo seco. No hay indicios del cambio, en apariencia, a no ser unas pequeñas señales casi imperceptibles que los botánicos han tardado casi un siglo en descubrir. Y ahí, de un día para otro, un solo vaso sobre las raíces es suficiente para que se pudra por completo. También hay algunas que no pueden estar junto a determinadas especies porque se devoran, se estrangulan, luchan a muerte con toda la fuerza de sus ramas. Se cree…

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