Tras un largo silencio, el maestro Juremi entró en la casa donde ardía una vela, descolgó dos floretes y tomó los petos de cuero sin pronunciar palabra. Desde que se dedicaban a la farmacia, la esgrima se había convertido en una distracción para pasar las noches de verano. Se pusieron en guardia.
– Bueno -dijo Jean-Baptiste antes de blandir el arma-, te conozco, vas a venir.
– No me harás cambiar de opinión -replicó el maestro Juremi-, pero te deseo buen viaje.
En cuanto empezaron a sonar los floretes la tristeza que los atenazaba desapareció conio por ensalmo.
Había que preparar minuciosamente la caravana que iba a emprender viaje a Abisinia con Hadji Ali al frente, acompañado de Poncet y su criado Joseph. Para que todo pareciera absolutamente natural y los turcos no sospecharan nada, era imprescindible que el consulado se mantuviera al margen y que Jean-Baptiste fingiera no estar demasiado interesado en el asunto. Así pues, Hadji Ali asumió la responsabilidad de comprar él solo los camellos y las mulas, además de sillas, bridas y arneses para los animales de carga. Se había acordado que el señor De Maillet pagaría los gastos iniciales que el mercader tuviera a bien calcular, lo cual suponía otro pretexto para obtener más beneficios. Con estas ganancias, Hadji Ali compró mercancías, que cargó sobre las bestias con la idea de cambiarlas en Abisinia por oro y algalia, y de este modo doblar sus haberes al regreso.
El cónsul redactó una carta para el Negus y ordenó al señor Macé que la tradujera al árabe. Para mayor precaución, le encomendó a éste que un erudito monje siriaco, el hermano François que residía en la ciudad árabe, comprobara su traducción. Por último se estamparon los sellos de Francia y remitieron la misiva a Poncet. También fue necesario conseguir los presentes destinados a los príncipes cuyas tierras iban a atravesar, de acuerdo con la tarifa rigurosa e inmutable que estipulaba la tradición.
Jean-Baptiste, por su parte, reunió un arsenal de remedios para todos los imprevistos imaginables en un cofre que el señor De Maillet le había proporcionado para tal fin. También se ocupó de las armas y acomodó un gran mosquete en la montura de Joseph. Jean-Baptiste se ocupó de guardar la pólvora y los cebos. Aparte de los dos sables,mandó preparar para uso propio dos pistolas, y las deslizó en las fundas de su silla.
Mientras se llevaban a cabo los preparativos, el consulado se convirtió en el cuartel general donde los miembros de la caravana se reunían discretamente cada noche antes de la cena para informar sobre la marcha de las operaciones. El supuesto Joseph se había quitado ya sus hábitos de jesuita para pasar desapercibido, aunque aún no se vestía de criado, para no resultar sospechoso a los ojos de los domésticos y por miedo a que hubiera algún espía entre ellos. Hadji Ali, Poncet y hasta el maestro Juremi, que también ayudaba en los preparativos a pesar de que no era uno de los viajeros, iban y venían por el consulado como si tal cosa. El señor De Maillet toleraba de buen grado esta situación porque sabía que todo aquello acabaría muy pronto. Estas visitas bulliciosas que tanto fatigaban a la señora De Maillet entusiasmaban a su hija Alix, pues le brindaban la ocasión de ver un poco de gente sin salir de casa. Además tuvo la oportunidad de cruzarse varias veces y muy de cerca con el joven que había visto en el jardín y enterarse de quién era. Jean-Baptiste hacía alarde de una sabia cautela y procuraba no comprometer a la muchacha dirigiéndose a ella directamente. Alix tuvo la agradable impresión, desde el primer momento, de comunicarse con él como si estuvieran a solas. La primera vez que experimentó esta deliciosa sensación fue el día en que tuvo lugar una larga discusión a propósito de los bultos que cargarían las mulas y los dromedarios. En contra de la opinión generalizada, Jean-Baptiste insistía en que estos últimos soportaban menos peso que los équidos. Discutía esta cuestión con Hadji Ali, aunque el cónsul, el señor Macé y el padre De Brevedent también metían baza de vez en cuando. Aprovechando las nuevas costumbres del consulado, donde ya no se cerraban las puertas, Alix entró en la sala donde se celebraba la reunión. Se sentó en un taburete a cierta distancia y simuló bordar mientras observaba a los visitantes. De pronto le pareció que el joven sólo hablaba para ella. Era una impresión extraña. El discurso de Jean-Baptiste rebotaba sobre la masa opaca de hombres situados enfrente de él, y que la muchacha sólo veía de espaldas, a contraluz. Las palabras de aquel joven llegaban a sus oídos redondeadas como peladillas, pues el sonido de las sílabas las atenuaban hasta despojarlas de sentido. Era como una música destinada a ella, con el único objeto de embelesarla, cosa que lograba a las mil maravillas. Si hubieran tenido una verdadera conversación, la muchacha habría estado pendiente del sentido de las palabras, pero este diálogo silencioso era pura emoción.De vez en cuando el joven miraba en su dirección. Sus ojos parecían llevarle lejos, hacia un punto remoto, mucho más allá de la ventana; seguramente los demás sólo percibían en su actitud la inspiración imprecisa que persigue el orador en algunos momentos. Pero ella, con una certeza que le parecía infalible, sentía que aquella mirada se posaba en la suya y que la luz, que reflejaba su rostro y sus largos cabellos rubios, aspiraba su imagen y su persona a través de la pupila negra de aquel ojo y más allá, hasta el corazón recóndito del hombre. Pero aunque los juegos de miradas inflamen la imaginación, no mitigan el sentimiento. Lejos de apaciguar sus deseos de aproximarse al joven, Alix era consciente de que aquellas señales turbadoras aumentaban de día en día. Lamentablemente, Jean-Baptiste no hacía nada para acortar la distancia que los separaba, y ella tampoco podía debido a la dignidad de su posición y al pudor de su sexo.
Sin embargo, una tarde, amparándose en su madre como parapeto moral, Alix casi tuvo el atrevimiento de abordar al joven cuando entraba en el consulado y ella deambulaba por el jardín con su madre. Cuando el médico pasaba a su altura por la alameda, ella miró el arbusto junto al que Jean-Baptiste se había arrodillado hacía poco, y dijo con una voz clara para que él la oyera:
– ¿Por qué no le pregunta a ese señor, que conoce tan bien las plantas, el nombre de ese arbusto que vimos ayer y cuyo origen ignoramos?
Jean-Baptiste se detuvo, saludó con un ademán espontáneo y contestó con aplomo:
– Yo también lo he visto. Se trata de una especie desconocida; ni siquiera Linneo la recoge en su clasificación botánica. Parece que esta especie es más propia de las regiones.del sur. La planta nunca rebasa este tamaño y sólo da flores una vez en su vida, unas flores de color rojo intenso, y durante unos instantes únicamente. Algunos asocian este arbusto con el pasaje de la Biblia que alude a la famosa zarza ardiente.
Al decir estas últimas palabras miró a la joven directamente a los ojos, y fue entonces ella la que ardió de rubor. Luego la saludó con premura y se fue.
La señora De Maillet, que no había notado la turbación de su hija, estuvo comentando un buen rato esta explicación del Evangelio que tanto la había entusiasmado. Sólo una semana después, al confiarle la anécdota a su confesor* se enteró de que tales explicaciones simbólicas o científicas de las Sagradas Escrituras eran meras patrañas inventadas por cabalistas o filósofos impíos.Cuando llegó la víspera de la partida, Alix se percató de repente de que aquellos días de alboroto y de alegría iban a terminar y que nunca le había dicho una palabra en privado a aquel joven, que quizá se dejara la vida en un viaje tan peligroso. Por un instante se preguntó si sería posible un acercamiento. Como de costumbre, en el momento de franquear la puerta que la ayudaría a salir del mundo de sus sueños se quedó dudando. Aquella reacción tan propia de ella le hizo pensar en su escaso talento para la vida real y trató de convencerse de que todos los sentimientos, todas las miradas, todos los pensamientos que había dedicado a aquel hombre sólo habían sido producto de su imaginación. A fin de cuentas, él nunca había intentado hablarle ni tan siquiera hacerle llegar una nota. En el momento en que hubiera dado el primer paso, se habría llevado un desengaño. ¿Quién se creía que era? ¿Qué podía pretender un retaco mofletudo como ella? En el fondo, era lo mejor que podía pasar. No la reconfortaba ninguna certeza aunque tampoco había sido rechazada, de modo que conservaba intactas las ilusiones y fantasías que había devanado en aquellas jornadas tan dichosas. ¿Qué más podía esperar?
Jean-Baptiste, por su parte, estaba sumido en una gran perplejidad. Iba a emprender un viaje que anhelaba con todas sus fuerzas, por el mero afán de descubrir y aventurarse por otros mundos, y se preparaba para ello con entusiasmo. Pero el encuentro con Alix lo había sumido en una tremenda inquietud.
La melancolía de su primer encuentro, en el puente de Kalish, dejó paso a la fútil ensoñación del segundo, en la ventana del consulado, y luego a las frecuentes visitas y entrevistas cotidianas. Jean-Baptiste había tenido tiempo suficiente para apreciar con claridad los sentimientos que al principio sólo había podido intuir, y para observar minuciosamente a la joven cuyo nombre ya no olvidaría jamás. La proximidad, lejos de disipar la primera impresión de gracia y de misterio, la había fortalecido, y ahora ya era tan intensa que se había apoderado de sus sueños hasta el punto de añorar a Alix cuando no la veía.
Al margen de la condición social que los separaba y que había tratado de ignorar también, se levantaba ante ellos una barrera insufrible, que no obstante sus ojos franqueaban sin cesar. Jean-Baptiste estaba desamparado.
Este período de preparativos y encuentros cotidianos apenas duró una corta semana, poco propicia para indagar en los sentimientos debido a la confusa excitación originada por el viaje. Por otra parte, ¿aquién iba a confiar sus sentimientos? Al maestro Juremi le repelían las cuestiones amorosas y nunca había sabido dónde acababa la rectitud estrictamente protestante y dónde empezaba la desvergüenza de los hombres de armas. Y aparte de él, Jean-Baptiste, que era el confesor de toda la ciudad, no conocía a nadie capaz de invertir los papeles y escucharle. De repente se sintió el más solo y desgraciado de los hombres; ese pensamiento extraño que lo invadía ahora cuando estaba a punto de emprender un viaje tan vertiginoso, le permitió conocer por primera vez en su vida la paradójica dulzura de compadecerse a sí mismo. La víspera de la partida, a última hora de la tarde, echó a andar hacia la ciudad árabe, dejó atrás dos cortejos nupciales que abandonaban la mezquita de Al Azar y se internó en el jardín de Roda.