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I LA ORDEN DEL NÁUFRAGO

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El Rey Sol estaba desfigurado. Una lepra que en los países de Oriente corrompe los óleos había traspasado el barniz y se expandía poco a poco sobre la tela. Luis XIV tenía en la mejilla izquierda, la que el pintor había encarado con majestuosidad hacia el espectador, un gran lunar negruzco cuyos filamentos de un marrón rojizo se prolongaban hasta la oreja como una estrella repugnante. Mirando atentamente, también se podían advertir algunas manchas en el cuerpo. Pero salvo las que mancillaban su media, las otras imperfecciones no eran tan desagradables.

Hacía tres años que el cuadro hermoseaba el consulado de Francia en El Cairo. El propio Hyacinthe Rigaud, autor del original, había supervisada la ejecución de la obra en su taller parisino, y más tarde fue expedida por barco. Para colmo de la desgracia, ni en El Cairo ni en ningún otro puerto de Levante razonablemente próximo se tenía constancia de que en ese momento hubiera un pintor habilidoso. El cónsul, el señor De Maillet, se enfrentaba con el siguiente dilema: o bien dejar a la vista de todos, en el gran salón del edificio diplomático, un retrato real que ofendía en grado sumo a la augusta persona del Rey, o bien confiarlo a unas manos inexpertas que podían arruinarlo definitivamente. Después de darle vueltas a aquel espinoso asunto durante tres meses, el diplomático decidió arriesgarse y mandó restaurarlo.

El señor De Maillet eligió para tal menester a un droguero establecido en la colonia franca que al decir de la gente tenía buena mano para restaurar las telas estropeadas por el clima. Se trataba de un tipo alto, ligeramente encorvado, con una barba entrecana que le cubría toda

cara, cabellos rizados como el astracán, que se desplazaba con brusquedad agitando sus largos brazos. No obstante, cuando se aplicaba, sus gestos podían ser muy minuciosos. Todos le llamaban maestro Juremi, y su peor defecto era ser protestante. La idea de confiar la imagen del Rey a un fanático, capaz de cometer un atentado, no convencía demasiado al diplomático, pero el hombre era conocido por su honestidad, una cualidad bastante apreciada en medio de aquella turbulenta población, y por otra parte el señor De Maillet no tenía otra elección.

Mientras examinaba el cuadro, el maestro Juremi anunció que el trabajo le tendría ocupado diez jornadas, y al día siguiente, con la ayuda de un joven esclavo nubio, ya estaba removiendo grandes cuencos de gres que olían a trementina y a aceite de adormidera, en un andamio de dos metros de altura. El cónsul había exigido estar presente siempre que hubiera que tocar la tela. Todas las mañanas, hacia las once, después de realizar las disoluciones pertinentes (pues había que aplicar estas sustancias enseguida ya que no se conservaban de un día para otro), los sirvientes iban a avisar al cónsul, y el maestro Juremi emprendía el trabajo de restauración en su presencia. En primer lugar se dedicó a las manchas que cubrían los pliegues de la túnica púrpura, allí donde éstos apenas se distinguían. Los primeros resultados fueron alentadores; los barnices de color no perdían su brillo, el tinte se mantenía intacto y las manchas desaparecían casi por completo. El señor De Maillet tenía sobradas razones para sentirse optimista. Con todo, en cuanto el maestro Juremi se acercaba a la tela real con sus pincelitos de piel de oreja de ternero, el cónsul se ponía a gritar como un paciente con la boca abierta que ve venir los alicates del dentista. Más de una vez se vieron obligados a interrumpir las sesiones que se vislumbraban excesivamente dolorosas.

Por fin se pudo llegar al cáncer que devoraba la mejilla real. El señor De Maillet, que llevaba puesta la peluca e iba ataviado con un ligero batín de tela india, se retorcía en la banqueta que había mandado colocar frente al cuadro mientras su mujer le tomaba una mano y la aprisionaba contra su corazón. La pareja miraba implorante al techo como una familia desconsolada al pie de la crucifixión de un pariente cercano. Aquella tarde de mayo el calor era aún más sofocante que de costumbre debido al viento cálido que había soplado desde el desierto nubio los últimos tres días. El maestro Juremi, con un casquete gris en la cabeza, sujetó el pincel fino que le tendió el joven esclavo y lo llevó hasta la mejilla regia. Pero el señor De Maillet se levantó gritando.-¡Espere!

El droguero se detuvo.

– ¿Está usted absolutamente seguro de que?…

– Sí, señor cónsul.

El maestro Juremi no sólo tenía una apariencia peculiar. A menudo se sentía tentado de enfurecerse con virulencia, pero se contenía a base de una concentración extrema que se reflejaba en su cara. Refunfuñaba, gruñía, silbaba como una caldera a punto de explotar, pero nunca estallaba, e incluso era capaz de expresarse con una dulzura sorprendente para un hombre con una carga interior tan terrible.

– Sólo es una capa de preparación -dijo-. Fíjese, Excelencia, apenas lo rozo…

Si de él hubiera dependido, el protestante habría embadurnado la regia nariz de rojo escarlata y le habría pintarrajeado unas orejas de perro en la peluca. Tanto él como su familia habían padecido grandes desgracias por culpa de ese Rey. Estaba harto de tantos miramientos. Una vez más, el maestro Juremi se prometió mandarlo todo al diablo ese mismo día si la sesión no conducía a ninguna parte.

El cónsul debió darse cuenta de la furia contenida que reflejaban los brillantes ojos del restaurador porque volvió a sentarse y al final dijo:

– Sea, si es necesario.

Se tapó la boca con las manos y cerró ligeramente los ojos.

En ese instante dos violentos golpes retumbaron en la puerta. El pintor se echó hacia atrás, el esclavo sudanés miró al cielo con sus grandes ojos en blanco y el señor De Maillet volvió a abrir los suyos, enrojecidos por la emoción. Un denso silencio se apoderó un instante de la estancia. Era como si el gran Rey en persona, crispado por el ultraje de que iba a ser objeto, estuviera lanzando a los cielos un aviso de su terrible poder.

Sonaron otros tres golpes, cada vez más fuertes, así que no quedó más remedio que rendirse a la evidencia. Pese a las órdenes expresas del cónsul de no ser molestado en ninguna circunstancia durante estas sesiones, alguien había tenido la osadía de llamar a la puerta de roble de doble hoja que daba al vestíbulo y a los gabinetes. Tras asegurarse el nudo del batín, el diplomático se dirigió a paso ligero hacia la puerta y la abrió con un golpe seco. El señor Macé apareció en el vano y, ante el semblante irritado del cónsul, se partió literalmente en dos en una suerte de reverencia que, desde el punto de vista de la geometría, resultaba una inclinación extremadamente audaz puesto que lo más lógico habría sido que se diera de bruces contra el suelo. Sin embargo no llegó a caer, tal vez debido a la prontitud con que volvió a enderezarse, y dijo con el tono modesto y firme que le había servido para granjearse el aprecio de su superior:

– El agá de los jenízaros acaba de enviar un mensaje para Su Excelencia. Ha mandado decir que se trata de un asunto muy urgente. Los turcos tienen una palabra muy precisa para designar las cosas que no se pueden aplazar. La imperiosa necesidad que me ha impulsado a transgredir sus órdenes formales es, a mi modo de ver, la mejor forma de traducirla.

El señor Macé había sido un «infante de lenguas», es decir, alumno de la Escuela de lenguas orientales. Aquellos que se habían diplomado, como él, eran enviados a una embajada antes de convertirse en diplomáticos o dragomanes. El cónsul tenía cierta consideración con aquel joven que «desempeñaba honorablemente sus funciones». Si bien no era un aristócrata, el señor Macé abordaba todas las tareas que se le encomendaban con un comedimiento que expresaba tanto sus limitaciones como la juiciosa conciencia que tenía de ellas.

– ¿Trae una carta?

– No, Excelencia. El enviado del agá, que ni siquiera ha querido bajarse del caballo, ha hecho saber que su señor le espera en su palacio, ahora.

– ¡Habráse visto! ¡Así que esos salvajes me convocan! -masculló el señor De Maillet entre dientes-. Espero que tengan buenas razones, pues de lo contrario llamaré personalmente al pacha…

El señor Macé se acercó al cónsul y luego giró sobre sí hasta colocarse a su lado, de espaldas a las demás personas presentes en la sala. Entonces el infante de lenguas empezó a hablar con esa vocecilla sigilosa que resulta tan conveniente para revelar en público un secreto de estado. El maestro Juremi se encogió de hombros al observar aquella grosería disfrazada de buenas maneras y que constituye la segunda naturaleza de los miembros de la carrera diplomática.

– El agá pone a disposición de Su Excelencia un prisionero francés que ayer fue detenido en El Cairo -susurró el señor Macé.

– ¿Acaso es ésa una razón suficiente para interrumpirnos? Cada semana apresan como mínimo a uno de esos desgraciados que vienen a probar suerte aquí. ¡Qué me importa a mí eso!

– Es que no es un prisionero corriente -musitó el señor Macé en un tono tan bajo que el cónsul casi se vio obligado a leer en los labioslas palabras del secretario-. Es el hombre que esperamos y trae un mensaje del Rey.

El señor De Maillet soltó una exclamación de extrañeza.

– En este caso -dijo en voz alta-, no hay un momento que perder. Señores -dijo dirigiéndose al maestro Juremi-, se interrumpe la sesión.

El cónsul salió de la sala con el semblante digno y contrariado, aunque en su fuero interno cualquier cosa le parecía preferible al suplicio que aquel incidente acababa de interrumpir.

Una vez solo, el maestro Juremi profirió un juramento y lanzó furioso el pincel en el bote, de tal manera que algunas gotitas del precioso ungüento rosáceo, destinado a la mejilla real, salpicaron la frente del joven esclavo negro.

En aquella época, un buen caminante podía dar la vuelta a El Cairo en tres horas. Por aquel entonces aún era una ciudad pequeña, y todos los extranjeros coincidían en considerarla fea, vetusta y sin encanto. De lejos, el entrelazado de sus estilizados minaretes con los penachos de las palmeras sobresaliendo por encima de los jardines le conferían un aire peculiar. Pero en cuanto uno se internaba por sus calles estrechas, la vista se detenía en las casas corrientes de varios pisos, ornamentadas únicamente con unas celosías de cedro que se inclinaban peligrosamente sobre los paseantes. El palacio de los beyes, la ciudadela donde vivía el pacha, que daba por un lado a la plaza de Roumeilleh, y las numerosas mezquitas, se difuminaban en aquel abigarrado conjunto. La ciudad, sin espacio ni perspectiva, privada de aire y de luz, confinaba la belleza, la felicidad y las pasiones detrás de sus murallas ciegas y sus verjas oscuras. Por lo general circulaba poca gente por las calles, salvo en los alrededores del bazar y en las cercanías de alguna de las puertas por donde entraban los mercaderes que llegaban del campo. Unas siluetas negras, envueltas en velos, avanzaban a buen paso, deseosas de despejar las callejuelas y devolvérselas a los mendigos y a los perros sarnosos, que habían hecho de ellas su morada.

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