– Me parece que he comprendido -le interrumpió el cónsul, impaciente por reunirse con los demás-. Así pues, ¿qué necesita para mantener vivas a sus huéspedes?
– Necesito una persona instruida que sepa leer bien, pues lo hemos dejado todo escrito. En nuestra casa tenemos cuadernos con la descripción de cada especie, su emplazamiento, su origen, sus enfermedades, su.alimentación, el riego, cómo respiran… Pero eso no es todo. Hay sabios que no pueden tocar una planta sin ponerla en peligro. Gracias al esfuerzo que nos ha supuesto conocer al vegetal, hoy éste nos conoce por instinto y en cuanto nos ve. Pongamos por caso que Macé se encarga de cuidar nuestra casa. Pues dentro de una semana la habría convertido en una tumba.
– Entonces, ¿quién? -preguntó el cónsul, consternado al darse cuenta de que había descartado a su candidato antes de proponerlo siquiera.
– Ya se lo he dicho, la presencia de algunos humanos favorece el crecimiento de las plantas. Nosotros, los botánicos, acabamos sabiendo quién tendrá sus favores, inexplicablemente. Aquí sólo hay una persona que puede tener ese don de la naturaleza.
– Gracias a Dios que por lo menos hay una -dijo el cónsul, ímpaciente por poner fin a la conversación-. Déme su nombre para ponerla inmediatamente sobre aviso.
– Es la señorita, su hija.
Después de soltar la bomba, Poncet retrocedió dos pasos y esperó. El cónsul estaba desconcertado.
– Mi hija es una persona de abolengo -dijo al fin, con expresión de ofendida dignidad-, y está completamente por encima de semejantes quehaceres.
– Sin embargo, la naturaleza la ha hecho digna de ellos.
– Poco importan aquí los designios de la naturaleza, si la sociedad no lo admite. Quítese esa idea de la cabeza y busque a otro candidato, se lo ruego.
– No lo hay.
– Pues en tal caso ya le daremos una indemnización por sus plantas.
– No es cuestión de dinero -replicó Jean-Baptiste poniéndose muy serio.
Luego se acercó al cónsul y le habló con un tono sosegado.
– Piense que no le pido nada del otro mundo. Mañana mi socio y yo nos habremos ido y la casa quedará vacía. La señorita, su hija, encontrará dos o tres cuadernos escritos en latín en una repisa. Estoy seguro de que posee la gracia necesaria para cuidar las plantas y que tiene la intuición precisa para darles lo que necesitan.
– Veo que sigue insistiendo, pero ya le he dicho que no voy a satisfacer ese capricho. Mi hija no irá.
– En tal caso -exclamó Jean-Baptiste-, yo tampoco iré. Ya encontrará a otro que vaya a husmear las costras del Negus.
– Un poco de respeto, señor. Se trata de un rey.
– Se trata de un rey y de sus costras. Las dejo en sus manos.
Jean-Baptiste se despidió con una reverencia y abrió la puerta.
– ¡Ya vale, Poncet! -gritó el cónsul-. Su chantaje no tiene límites. Escúcheme, pero antes cierre esa puerta.
El médico se quedó en el vano.
– Hace ocho días que hace usted lo que quiere con nosotros, pero ya basta. Se lo digo solemnemente: arrégleselas como mejor le parezca con su casa, pero eso que me propone es intolerable. Y márchese a Abisinia, porque si no…
– Si no, ¿qué?
– Si no haré que lo arresten inmediatamente. Tengo autoridad sobre cada uno de los habitantes de esta ciudad, y no tendré reparos en ejercerla contra usted.
– En tal caso, ya me puede arrestar.
– ¡No me provoque! -gritó el cónsul.
Poncet tendió las manos para que le pusieran las esposas.
– Bueno, ¿a qué espera?
Atraídos por las voces, el señor Macé y el padre De Brévedent entraron en la sala y calmaron a los dos hombres. Poco después Poncet volvió a su casa, no sin antes decirle al cónsul que no cambiaría de parecer y que tenía la noche por delante para reflexionar. El señor De Maillet se sentía tan abrumado por este último incidente que se negó a dar explicación alguna a su secretario y al jesuita, y se retiró inmediatamente a sus aposentos para descansar. Su mujer fue a reunirse con él, muy preocupada al verle tan alterado. Se lo encontró estirado en la cama, con la cabeza recostada en dos almohadones, y él sintió gran alivio al poder confiar a su esposa la proposición indecente del joven.
No se puede decir que la señora De Maillet fuera una persona sin honor, pues al igual que su marido tenía un gran concepto de su rango. Pero a menudo las mujeres saben distinguir mejor lo esencial de lo accesorio. Con dulzura y mucho tacto le insinuó a su marido que ciertamente sería menos perjudicial ceder a esta última exigencia de Poncet que resistirse. Argumentó que si el boticario no emprendía el viaje continuaría acosando al cónsul un día tras otro y le ocasionaría tantos quebraderos de cabeza que su salud acabaría por resentirse irremediablemente. En cambio, si el señor De Maillet aceptaba, los inconvenientes serían de escasa importancia, insignificantes.
– La casa quedará vacía. Todos saben que está llena de plantas y de libros de ciencia. Mandaremos a Alix con el padre Gaboriau para cuidarlas; nadie verá nada malo en ello. Y respecto a nuestra hija, le hará bien salir y moverse un poco.
– Pero ¿cómo ha podido poner sus ojos en ella? -dijo el cónsul, incorporándose-. ¿Habrán tenido alguna relación secreta en nuestra casa?
– Cálmate, querido, yo doy fe de que nuestra hija es extremadamente pudorosa. El sólo le ha hablado una vez, y en mi presencia.
Tras decirle esto le contó en pocas palabras la escena en el jardín.
– Por eso -añadió ella- tendrá la intuición de que tiene cualidades para el cuidado de las plantas. Y puedo asegurarte que tiene razón. Cuando alguna de mis plantitas se mustia por el calor o por la sequedad, se la confío a Alix. Ella la lleva a su habitación, y unos días más tarde me la devuelve lozana.
La señora De Maillet estuvo tan acertada que su marido se rindió a sus razonamientos. Además, algo le decía que Poncet no tenía ninguna posibilidad de volver del viaje. Así pues, aunque sus palabras escondieran algún propósito deshonesto, nunca tendría ocasión de ponerlo en práctica. Aliviado por haber vencido este último obstáculo, que en parte había originado él mismo, el cónsul mandó a su joven esclavo nubio a casa de Jean-Baptiste con el encargo de hacerle llegar la siguiente nota: «Mi hija irá a su casa cada día con el padre Gaboriau para cuidar las plantas. Ahora, vayase.»