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– ¿Quiere tomar un café? -le ofrecí.

– No, muchas gracias, ya he tomado.

– ¿Agua?

– Tampoco.

– ¿Un cigarrillo?

– No, muchas gracias.

– Vaya, sí que va a salirnos barato -bromeé-. Ande, tenga, acépteme por lo menos un chicle. Es sin azúcar.

José cogió el chicle. Se lo metió en la boca y empezó a mascarlo despacio. Para ir preparando el terreno le hice las preguntas más o menos generales. Mientras él las respondía, Chamorro tecleaba en el ordenador. Le toqué luego el asunto familiar:

– Así que tiene usted dos niños, ¿de qué edades?

– Cinco y siete.

– Estarán graciosísimos, ¿no? Es la mejor época. Luego, en seguida se hacen mayores y les entran ganas de volar.

– Sí -admitió José, sin demasiado énfasis.

Era el momento de entrar en harina.

– Voy a preguntarle una cosa y quiero que piense bien antes de responder -dije, mirándole a los ojos-. Que haga memoria y que me cuente cualquier idea que se le ocurra, por insignificante o improbable que le parezca. ¿Tiene usted alguna sospecha de quién pudo forzar y asesinar a su sobrina?

Había elegido con mucho cuidado los dos verbos, forzar y asesinar. Si estaba ante el culpable, no podían dejarle indiferente.

– No tengo ni la menor idea -respondió José Gutiérrez, después de un lapso de reflexión bastante más breve que el que yo me habría tomado si hubiera estado en su lugar.

– ¿No la vio nunca andar con algún chico mayor? ¿No sabe de nadie que la rondara o alguna vez se metiera con ella?

– Era una cría, sargento. Y si yo hubiera sabido de alguien que la molestara, le habría partido los morros.

Asentí un par de veces, en silencio.

– Ya, ya sé que todo esto es muy desagradable. Pero entiéndanos, tenemos que intentar saberlo todo, agotar todas las posibilidades, incluso las que pueden parecernos más descabelladas a nosotros mismos. Por las fotos que nos han dado, Camino parecía una chica bastante desarrollada, para su edad. Y muy guapa.

Dejé que la palabra guapa flotase en el aire.

– Era muy guapa, sí -confirmó José, con los ojos empañados.

– Cabe pensar, por tanto, que alguien la pretendiera, o se hubiera fijado en ella, a pesar de su juventud.

– Todo el mundo se fijaba en ella. Era bonita desde chica.

– Pero nadie mostraba un interés especial -intervino Chamorro.

– No, que yo sepa. Si lo supiera se lo diría.

– Está bien -retomé la palabra-. Ahora tengo que preguntarle algo que no es más que rutina. Se lo estoy preguntando a todo el mundo, y supongo que ya se imagina por qué y que comprende que no puedo dejar de preguntárselo. ¿Podría decirme qué hizo y dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto?

José Gutiérrez me miró con cara de cordero degollado.

– Estuve en el taller, trabajando, hasta las nueve y media.

– ¿Con alguien?

– Con el chaval que me ayuda, hasta las seis. Luego le dejé marchar. Quería ir a las fiestas del pueblo de al lado.

Sopesé su coartada. No era, desde luego, la mejor que me habían ofrecido en mi década larga de experiencia.

– No se dejarán llevar por las bobadas que les ha dicho la loca de mi cuñada, ¿no? -dijo de pronto, con una mirada furibunda-. Pregúntenle a cualquiera. A mí se me caía la baba, con esa niña.

– Tranquilícese, hombre -repuse-. Si le creyéramos culpable de algo le habríamos hecho venir con un abogado.

Alargamos el interrogatorio media hora más. No nos dio mucha información, pero tampoco volvió a perder la calma. Antes de que se fuera, le ofrecí otro chicle. Lo tomó, y depositó confiadamente, en el cenicero que le tendí, el que había estado masticando.

4. El tío Samuel.

– ¿Qué opinas? -le pregunté a mi compañera, mientras cogía con las pinzas el chicle bañado en la saliva de José Gutiérrez.

Chamorro, que observaba la operación con la bolsita de plástico abierta y lista para acoger la preciosa muestra, optó por hacer exhibición de su prudencia habitual:

– No creo que hayamos hecho ningún avance significativo para acusarle o descartarle. Si descontamos el chicle.

– Pero a ver, qué te parece. ¿Lo crees capaz?

– Pues claro. Todos los hombres sois capaces de cualquier burrada. Me temo que tenéis un problema a la hora de aceptar el mundo tal y como es. Y a veces se os cruzan los cables, se os nubla la vista y os da por tratar de torcer el mundo de mala forma para que se parezca a lo que a vosotros os gustaría que fuera. Por eso el impulso homicida es algo característicamente masculino.

– También matan las mujeres -objeté.

– Llevo veintiún asesinatos investigados. Una sola mujer. Veinte hombres. Echa un vistazo a tu estadística particular.

– Yo no los cuento.

– Pues calcula a bulto. La proporción te va a salir igual. Las mujeres suelen matar cuando no pueden aguantar más. Los hombres, por las razones más peregrinas y a las primeras de cambio.

La vi cerrar la bolsita y sellarla meticulosamente.

– Siento tener que darte la razón -dije.

– Sabes que la tengo.

– Lo que sucede es que en este caso tu razón no nos sirve para nada. No cabe ninguna duda de que lo hizo un hombre. Y con la teoría de que todos somos asesinos en potencia no vamos a ser capaces de distinguir al que aquí lo es efectivamente.

– Bueno, se trata de saber quién es más cafre que los demás. Si es uno de estos tres, habrá que esperar a verlos a todos.

– Puede no ser el más cafre -dije-. Puede ser el más amable.

Chamorro sonrió.

– Sí, ya sé que siempre te gusta imaginarte la historia más enrevesada. Pero ya sabes cómo suele ser la realidad.

– Tristemente predecible -reconocí-. En fin, faltan cinco minutos para que venga el tío Samuel. Y estará advertido, como su hermano pequeño, o quizá un poco más. He visto que José llevaba móvil y me apuesto todos los trienios a que le ha dado tiempo a usarlo. Así que recobremos la compostura y pongámonos serios.

Habíamos citado a Samuel a las cinco y a Marcos a las seis. Los dos habían aceptado venir a nuestro territorio, Samuel sin oponer ninguna resistencia y Marcos tras un breve tira y afloja como el que me había visto forzado a mantener con José. Había dejado diez minutos entre llamada y llamada. Eso nos permitía suponer que habían tenido tiempo suficiente de hablar entre ellos antes de que nos pusiéramos en contacto con el siguiente. Pensé que eso no les daría ninguna ventaja, sino más bien al contrario.

Samuel no vino tan puntual como José. De hecho se retrasó casi un cuarto de hora. Y no pidió disculpas por ello. Se limitó a rezongar, cuando por fin se presentó ante nosotros:

– He tenido que dejar la labor a medias. ¿Va a ser mucho rato?

– No le retendremos más de lo indispensable -prometí.

Samuel rechazó el café y el agua. En cambio, aceptó el cigarrillo, y cuando lo terminó también me cogió el chicle sin azúcar. Mientras tanto, iniciamos el interrogatorio, que no resultó nada fluido. Se notaba que a su hermano pequeño le había dado tiempo a prevenirle contra nosotros. Por otra parte, Samuel, que era el menos imponente de los hermanos que conocíamos hasta el momento, daba la impresión, en contrapartida, de ser el más huraño.

Tenía también dos hijos, bastante más pequeños que los de José, pero cuando le invité, como había hecho con el otro, a mostrar la dulzura paterna que debían de inspirarle, tan sólo gruñó:

– Es una edad asquerosa. No le dejan a uno dormir.

Crucé una rápida mirada con Chamorro. Al menos de entrada el tipo no parecía propenso a la hipocresía.

Su reacción, cuando le preguntamos, como a todos, si tenía alguna idea o alguna sospecha acerca de quién podía haberle quitado la vida a su sobrina, no fue menos destemplada:

– No tengo ni puta idea. Va por mal camino, sargento. Yo le digo que no fue nadie de aquí. Todo el mundo le tenía cariño a esa niña, y aquí no hay más que gente que trabaja para sacar adelante a los suyos. Fue algún cabrón de fuera que la vio en mala hora.

– Pero sus padres la dejaron en casa, al cuidado de los animales; no tuvo por qué salir, en principio. Más bien parece que debieron de ir a buscarla allí -pensé en voz alta-. ¿Le parece a usted que eso lo haría un forastero? ¿No es un poco raro?

– No lo sé. Yo no soy policía. No sé cómo pudo pasar. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que son los que conocen a los delincuentes. O eso es por lo menos lo que se supone.

– Los delincuentes son gente como usted y como yo -dije, mientras observaba el gesto de Chamorro, que se mantuvo tiesa e impenetrable-. Hacen cosas que a usted y a mí nos parecen impensables y espantosas, pero actúan de un modo relativamente lógico. El asesino, salvo raras excepciones, suele conocer a la víctima, y busca la mejor ocasión para atacar. Comprendo que se esfuercen ustedes por pensar bien de sus vecinos. Pero los indicios apuntan a que el culpable vive en el pueblo y tenía cierta familiaridad con la chica, y si todos se empeñan en sostener esa teoría del forastero malvado, me temo que no van a ayudarme mucho.

Creo que Samuel no advirtió hasta qué punto había calculado cuanto acababa de decir. Le estaba enseñando un trapo rojo, y en vez de mirar a otro lado, decidió embestirlo:

– Mire, sargento, no sé por qué da todas esas vueltas. ¿Por qué no me lo pregunta ya, de frente, y sin más rodeos? Mi cuñada le ha metido un disparate en la cabeza y usted se lo ha creído. Y a lo mejor espera que yo acuse a mis hermanos, o que confiese que maté a mi sobrina. Pero está usted equivocado. Digo yo que antes de dejar hacerles ese trabajo deberían enseñarles a distinguir de qué personas pueden fiarse y de cuáles no. Mi cuñada nunca tuvo los sesos muy en su sitio, y ahora se le han alborotado del todo. No digo que no lo comprenda, porque no hay nada más duro que perder a un hijo, pero lo que no entiendo es que ustedes, que se dedican a esto, se traguen sin más sus chaladuras.

– Ya que lo plantea de esa manera, permítame preguntarle dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto -dije-. Y le ruego que se haga cargo de que sólo cumplo con mi obligación.

– Válgame Dios -meneó la cabeza-. De verdad que no me explico cómo tengo que estar respondiendo a esta pregunta. Pero bueno, usted manda. Estuve trabajando en mis tierras hasta las seis, y luego fui a dar una vuelta por el monte con mi hermano Marcos. Volví a casa a eso de las ocho y media y ya me quedé allí.

– ¿Tiene quien pueda confirmarlo?

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