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Era un buen momento para recapitular. Llamé a Chamorro, que intercambiaba impresiones con dos de los guardias del puesto, y le propuse dar un paseo mientras ordenábamos las ideas.

– ¿Un paseo? -titubeó mi compañera.

– Sí. Así nos despejamos y exploramos un poco el lugar.

– ¿No deberíamos, más bien…?

Conocía lo bastante a Chamorro, y ella me conocía lo bastante a mí, como para que no necesitara terminar la frase. Era una trabajadora diligente, a la que le costaba demorar una tarea si tenía claro que debía hacerla. Y era evidente que había unas cuantas tareas que debíamos acometer en un futuro inmediato. Pero yo, por el contrario, creo que a veces hay que pararse y templar. No estoy seguro de que en el curso de una investigación la línea recta sea siempre el camino más corto entre dos puntos. Y tenía otra razón, puramente táctica, que no me privé de compartir con ella:

– Quiero darle tiempo.

– ¿Para?

– Para que los avise, si es que le da por ahí.

Chamorro me miró, tratando de adivinar mi intención.

– Si no es ninguno de ellos, no pasa nada -dije-. Si es alguno de ellos y tiene la sangre fría, nos esperará igual. Y si no la tiene, hará alguna idiotez. Supón que hiciera la peor, salir corriendo. Sabemos cómo es, nos lo ha dejado escrito en la pobre chica. Le cogemos en dos días, si no se entrega o no se pega un tiro antes. Y a riesgo de parecerte incorrecto, ahora que no nos oye nadie, ninguna de esas hipótesis me produce la menor inquietud.

– Muy sobrado te veo hoy, mi sargento -bromeó Chamorro-. Ayer estabas mucho más tenso, si puedo hacértelo notar.

– Ayer no teníamos autopsia, y sobre todo, no me había resignado todavía a la perspectiva de pasarme una semana aquí. Pero ya me he puesto el chip de comer marrones. Y una vez que lo hago, querida, soy una máquina implacable. Además, ahora que lo veo, este sitio no está tan mal. Me apetece conocerlo mejor.

– Desde luego, desisto de entenderte. ¿Cómo me dijiste aquella vez que se llamaba lo tuyo en jerga psicológica?

– Personalidad levemente ciclotímica. Aunque nunca dejaré que me lo mire un psiquiatra, porque supongo que hablaría de trastorno bipolar y me drogaría hasta reducirme los sesos a pulpa.

Chamorro rió de buena gana.

– Eres muy gracioso cuando hablas de esas cosas.

La miré con ternura. Su comentario revelaba hasta qué punto su mente estaba sana y a salvo de cualquier perturbación.

– Es que son cosas muy graciosas -admití-, hasta que dejan de tener gracia. Por eso comprendí que nunca valdría para la práctica profesional de la Psicología y decidí guardar el título en el fondo del armario. Y es que, puestos a escoger, prefiero este negocio de los muertos. Tampoco se consigue arreglar nunca nada, pero por lo menos tienes datos concretos sobre los que trabajar, y a veces puedes llegar a estar medianamente seguro de algo.

– Vaya, veo que vuelves a ser tú -opinó Chamorro-. Por un momento me pareció que te dejabas arrastrar por la euforia.

– Bueno, olvídalo. Vamos a dar esa vuelta, anda.

Ni ella ni yo, para ser sinceros, habíamos acudido allí con un entusiasmo desbordante. Y me parece que era más bien comprensible. En primer lugar, por la índole del caso. Todas las muertes son deprimentes, pero cuando se trunca una vida joven, después de usarla para realizar deseos sórdidos, cuesta mucho encontrar la manera de volver a creer en los semejantes. Por otra parte, agosto es el mes en que andamos más cortos de efectivos en la unidad, o lo que es lo mismo, más sobrados de trabajo, porque la clientela no descansa y porque siempre hay tareas pendientes del curso anterior que intentamos concluir. Y por si faltaba algo, estábamos también en el mes sin noticias por excelencia, lo que movía a todos los medios a ocuparse con amplitud de aquella muerte. Nos gustase o no, ya podíamos contar con trabajar todo el rato con el aliento de la prensa en el cogote, y prepararnos para que a nuestros jefes les entrasen los nervios y la impaciencia por poder dar alguna información. Justo lo último que un investigador juicioso desea hacer, hasta que no tiene atados todos los cabos.

Pero en fin, con esos mimbres había que hacer el cesto, y no era inusual que las cosas nos rodaran así. Si estábamos nosotros allí para ocuparnos de las pesquisas, se debía en parte a que gracias a los permisos veraniegos la unidad de policía judicial de la comandancia competente estaba en cuadro, pero también a que el caso había adquirido demasiada notoriedad. Ya era un valor entendido que a los de la unidad central se nos movilizaba cuando el asunto, por la razón que fuera, presentaba mal aspecto.

Nos despedimos de la gente del puesto, que nos observó, o eso creí, con cierto recelo. Sobre todo Sandoval, el sargento primero que estaba al mando, con el que ya la víspera, cuando nos habíamos conocido, no había establecido una buena química. Él me parecía a mí demasiado cuadriculado y yo a él debía de parecerle demasiado informal. Pero uno no puede ir por ahí enamorando a todo el mundo, tampoco iba a suicidarme por eso.

Era mediodía y el cielo estaba nublado. Aquella luz gris, pero intensa a la vez, le sentaba bien al paisaje. A lo lejos se veían valles de oscuro y cerrado verdor. Mientras bajábamos por una de las callejas empedradas del pueblo, le consulté a Chamorro:

– ¿Qué te parece la teoría de la mujer? Con lo que sabemos.

Chamorro alzó las cejas.

– No me parece incoherente. Cuadra con algunos detalles importantes. El hecho de que la cría no se resistiera, o la falta de habilidad para esconder después el cadáver. Cabe pensar en un asesino al que le estorban el raciocinio fuertes remordimientos. Como los que tendría alguien después de matar a su sobrina.

– Entonces estamos de acuerdo en seguir esa pista, mientras no haya otra. ¿Qué te han contado de nuestros tres sospechosos?

– Edades: José, treinta y tres; Samuel, treinta y siete; y Marcos, treinta y nueve. Todos trabajan y están casados. Ninguno, según me dicen los nuestros, se ha metido nunca en líos.

– Muy bien. ¿A cuál atacamos primero?

– Igual me da -contestó Chamorro, encogiéndose de hombros.

3. El benjamín.

Antes de abordar al primero de los hermanos, repasé con Chamorro lo que sabíamos de las horas finales de la víctima. La última vez que la habían visto viva había sido el día de su desaparición, a las cuatro y media. A esa hora, sus padres, que iban a hacer la compra del mes al hipermercado más cercano, a unos cincuenta kilómetros, se habían despedido de ella y la habían dejado en la casa familiar, viendo en la televisión un programa de cotilleo. Los animales estaban atendidos, aunque le encomendaron que se diera una vuelta a media tarde por los establos para comprobar que todo seguía como debía. Camino, que había echado los dientes entre las vacas, era perfectamente capaz de hacerlo.

Nadie la vio después. Cuando regresaron los padres, encontraron la casa vacía y la televisión encendida. La puerta de la casa estaba cerrada, pero sin llave. Tampoco esto resultaba demasiado significativo. Era una comarca tranquila y no tenían por costumbre asegurarse siempre de cerrarlo todo a cal y canto.

Dos días más tarde, el perro de un excursionista encontró el cuerpo de Camino a unos treinta metros de una carretera secundaria, semienterrado en un hoyo de no mucha profundidad y cubierto con ramas y hojas. Estaba completamente desnuda. Veinte metros más allá, aparecieron restos de sus ropas. Las habían quemado, pero no del todo. Una chapuza precipitada y grotesca.

El primero al que llamamos de los tres hermanos fue el benjamín, José. Estaba en casa, como nos suponíamos. Era la hora de la comida. Después de identificarme, le formulé mi invitación:

– ¿Le importaría pasarse por aquí a eso de las cuatro y media?

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

– Yo, esto… -habló al fin-. Verá usted, la verdad es que tengo mucho trabajo pendiente, con todo el follón de los últimos días. Si pudieran venir ustedes por el taller…

En condiciones normales, habría accedido sin más a lo que me pedía. Aunque ya sé que no es el talante de todos los funcionarios públicos (entre los que quizá abundan más de la cuenta los que creen ostentar la propiedad de una canonjía de la que nadie puede hacerles responder una vez ganada la oposición), yo asumo que estoy para servir a los ciudadanos honrados (y también, de un modo diferente, a los criminales) y que sólo debo causarles en ese servicio las molestias imprescindibles. Nada me autorizaba a pensar que José Gutiérrez no fuera un ciudadano honrado, así que en principio me sentía inclinado a proporcionarle todas las comodidades que pudiese requerirme y estuviera en mi mano concederle. Pero se trataba de un sospechoso al que me urgía confirmar o descartar como tal (en parte por su propio interés), y para ello me resultaba mucho más útil obligarle a desplazarse.

– Lamento muchísimo molestarle de este modo -dije-, pero espero que se haga cargo. Se trata de una investigación muy delicada, tenemos que interrogar a varios testigos en poco tiempo y por otra parte debemos dejar constancia documental de sus declaraciones. Aquí es donde tenemos los medios para eso.

– Si no hay más remedio…

– Se lo agradezco mucho, señor Gutiérrez.

– ¿A las cuatro y media, entonces?

– Bueno, la verdad es que si pudiera ser a las cuatro, mucho mejor. Tenemos otros testigos programados para esta tarde.

– Está bien, como usted diga -se sometió.

– ¿Y eso último? -preguntó Chamorro, cuando colgué.

– No sé, se me ocurrió sobre la marcha -respondí-. Le quito media hora de reflexión y le hago saber que voy a hablar con otros. Eso me ayudará a meterles la inquietud en el cuerpo.

– También cabe que sean inocentes -me reprochó mi compañera.

– Bueno, según las teorías modernas, los daños colaterales son inevitables, en cualquier operación de restablecimiento del orden. Yo procuro no causarlos gratuitos, ni irreversibles.

José Gutiérrez se presentó en la casa-cuartel a las cuatro en punto. Daban las señales horarias en el transistor que estaba encendido a medio volumen a la entrada. Chamorro y yo le acompañamos al cuarto que nos habían facilitado al efecto. Mi compañera se sentó al ordenador y yo frente a él. No teníamos necesidad de apuntar todo lo que dijera, ni mucho menos, pero era por crear un poco de atmósfera. Y funcionaba. José, un hombretón todavía más grande que su hermano mayor, parecía intimidado.

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