El policía municipal alzó la mano para darnos el alto. Era un muchacho de buena planta, llevaba un uniforme impecable y en la cara el gesto de gravedad que la situación requería. El coche patrulla junto al que vigilaba, y que mantenía con las luces azules encendidas a la entrada del campo deportivo, era nuevo y se veía impoluto. El conjunto formado por agente y vehículo transmitía una agradable sensación de pulcritud y prestancia.
Todo lo contrario que Chamorro y yo, en nuestro Toyota Celica negro con spoiler trasero y rayajos surtidos. Por un momento, el policía municipal debió de pensar que éramos un par de macarras que nos habíamos equivocado de fiesta. No sabía que nuestro parque móvil, merced a la providencia del legislador y la penuria de nuestro presupuesto, procedía de los bienes incautados a narcotraficantes y otros delincuentes, y que no éramos en absoluto responsables de la elección del modelo ni del color. Conducíamos aquello que se ajustaba al gusto de nuestros enemigos, lo que contribuía al incógnito, sin duda, pero también tenía múltiples inconvenientes. Aparte de vernos obligados a viajar en un coche negro en el sofocante julio de Madrid, no podíamos cumplir con las revisiones ni arreglar cada desperfecto de chapa. Los concesionarios de Toyota, y no digamos otros, pedían por ambas operaciones mucho más de lo que la unidad estaba en condiciones de pagar.
No iba a explicarle todo esto al municipal, porque no le importaba y porque por otra parte Chamorro y yo llevábamos prisa. Así que saqué la identificación y se la metí debajo de las narices.
– Ah, pasad, pasad -dijo, un poco azorado.
Vi con el rabillo del ojo cómo Chamorro inclinaba la cabeza y le sonreía. Si lo hacía movida por una ironía maliciosa, o porque el chico le resultaba atractivo, no intenté averiguarlo.
Guié el Toyota hasta el centro del campo deportivo, levantando una considerable nube de polvo. Allí, más o menos alineados, estaban la ambulancia, el Nissan de los nuestros y otros dos coches. Por lo que se veía, no había llegado aún el juez.
– Soy el sargento Bevilacqua, de la unidad central -le dije al guardia que estaba de plantón. Apenas miró el carnet, ocupado en saludarme. Luego se volvió y señaló hacia donde se hallaba un grupo de seis hombres: tres de civil, agachados sobre un bulto, y un par de los nuestros y otro municipal, observando.
Los que estaban inclinados sobre el cadáver eran el médico forense y dos de policía científica de la comandancia. Conocía de otras veces a uno de los científicos. También él me conocía a mí.
– Coño, mi sargento, cuánto honor -dijo, interrumpiendo su tarea. El cabo y el guardia que le miraban trabajar adoptaron una breve posición de firmes y saludaron. No así el municipal.
– Menos cachondeo, Ormaza -le advertí.
– En serio, ¿qué haces aquí? Esto no es nada, un horterilla al que le han dado plomo por pagar mal o cortar demasiado el polvo. Mira -añadió, mostrándome un par de papelinas-. Una farlopa de lo más floja. Si éste era su género, hasta se comprende.
Chamorro buscó mi mirada. A pesar de su impropia y ruda conjetura, Ormaza tenía razón. Aquél no era un asunto para nosotros. Se suponía que estábamos para los casos difíciles, los que se ponían cuesta arriba o los que por la razón que fuera tenían mayor entidad. A veces la razón que fuera consistía simplemente en que los periodistas le cogieran querencia a la historia. Pero ni aquello parecía nada del otro mundo ni en principio cabía esperar más que una noticia a dos columnas, a todo tirar.
– Estamos apagando fuegos -expliqué, de mala gana-. Parece que los vuestros tienen prevista hoy una función con todos los actores y nos han pedido que cubramos este asunto.
– Ah, claro, lo de los rumanos -recordó Ormaza-. ¿Dónde tendré la cabeza? Entonces, ¿vais a ocuparos vosotros?
– En principio.
Eso era lo que me había dicho mi jefe, el comandante Pereira. Los del grupo de delitos contra las personas de la comandancia de Madrid tenían pringados a todos sus efectivos en una operación contra unos rumanos que habían cometido dos robos con homicidio en urbanizaciones de la sierra. Llevaban semanas preparándola, y no podían aplazarla. Entre otras cosas, su coronel se había comprometido ante el delegado del Gobierno a darle el paquete bien atado y envuelto para que se lo vendiera a toda la prensa, con el objetivo de acallar la alarma que la actividad de los rumanos había producido entre los pudientes (y en algún caso, influyentes) vecinos de aquellas urbanizaciones. Y justo entonces, en el momento más inoportuno, aparecía aquel cadáver en el campo deportivo de un pequeño municipio del sureste. El coronel había llamado a Pereira para pedirle el favor, y Pereira no tenía por costumbre negarles favores a los coroneles. Aunque en la unidad central tampoco nos faltaba el trabajo. Así había tratado de hacérselo ver a mi jefe, con la prudencia y la humildad aconsejables, pero su respuesta me había disuadido de insistir:
– Por lo que me dicen, huele a ajuste de cuentas. En dos o tres días os lo cepilláis y de paso nos deben una. Venga, Vila, tómatelo como un paréntesis. No tenemos nada que nos queme.
Así que allí estábamos Chamorro y yo, apartados por orden superior de los asuntos en los que aún seguían enfrascados nuestros cerebros, y encarando resignados la perspectiva de tener que descubrir cuanto antes cómo, por qué y a manos de quiénes había perdido la vida aquel varón de poco más de cuarenta años, cabello oscuro, y alrededor de uno ochenta de estatura.
El cabo nos facilitó algunos datos complementarios. El muerto tenía encima la documentación. Se trataba de Marcos Jesús Larrea Rebollo, nacido en 1959 en Lorca, Murcia, y residente en El Ejido, Almería. Habían hecho ya la comprobación de antecedentes: dos detenciones por delitos contra la salud pública, eufemismo legal para el tráfico de drogas, pendientes de juicio.
Ormaza y el forense, mientras lo iban viendo, nos completaron el cuadro. La muerte parecía imputable a un solo balazo en la nuca. A la espera de extraerle el proyectil, sólo podían decir que era de buen calibre, un pildorazo mortal de necesidad.
Observé al muerto. Siempre que surge la ocasión (no siempre, o más bien rara vez asisto al levantamiento de los muertos de los que tengo que ocuparme), procuro tomármelo con un detenimiento especial. No sólo por lo que el cadáver dice de cómo fue el homicidio, cuestión de la que además siempre le informan a uno mejor los expertos, como el forense y Ormaza; sino sobre todo por lo que puede indicar de quién era la persona cuando estaba viva. La gruesa cadena de oro, la camisa de seda desabrochada hasta mitad del pecho y los pantalones de Marcos Larrea justificaban hasta cierto punto el calificativo que le había adjudicado Ormaza. En cuanto a su rostro, descompuesto por el rictus de la muerte, sólo transmitía una muda sensación de horror.
Entre las pertenencias del muerto se contaba un teléfono móvil. Lo habían encontrado en la chaqueta. El compañero de Ormaza, por indicación mía, se lo tendió a Chamorro. Mi ayudante, tras calzarse los guantes, hizo una rápida comprobación.
– Es un modelo barato -dijo-. De los que suelen comprarse los chavales para usar con tarjeta prepago. Vaya, hombre, qué mala suerte. Sólo guarda el último número marcado y no tiene registro de llamadas entrantes. Bueno, menos da una piedra.
Chamorro apuntó el número que le mostraba la pantalla del aparato y luego lo metió en una bolsita de plástico.
Media hora después, apareció su señoría. Era un juez sustituto y nunca antes había levantado un muerto, pero gracias al oficio del forense y de Ormaza la diligencia pudo acabarse decentemente. Cumplido el trámite, se llevaron el cuerpo y cada uno volvió a su olivo. En el pueblo había el lógico revuelo y ya se habían presentado cinco o seis periodistas, de esos jóvenes, inexpertos y mal pagados que tienen en prácticas en casi todos los medios durante el verano. Los esquivamos sin mayor dificultad.
Lo primero que comprobamos al llegar a la unidad fue aquel último número que habían marcado en el teléfono móvil de Marcos Larrea. Correspondía, inesperadamente, al cuartel de la policía municipal del pueblo donde había aparecido su cadáver.
Según pudimos averiguar, aunque nos costó conseguir que nos lo confesaran, al policía municipal que había llegado el primero al campo, alertado por los chavales del equipo de fútbol, no se le había ocurrido nada mejor que utilizar el teléfono móvil del muerto para avisar a sus compañeros. Por no volver hasta el coche, y por los nervios del momento, admitió. Era el joven apuesto que nos había echado el alto a nuestra llegada. No quise hacer sangre, porque no tenía ninguna utilidad y porque todos somos alguna vez en la vida novatos y metemos la pata hasta la ingle.
Así las cosas, y en espera de la autopsia y otros datos del laboratorio, no disponíamos de muchos elementos para iniciar nuestra investigación. Pero eso no significaba que no hubiera material que remover. En primer lugar, profundizamos un poco acerca de los antecedentes de Marcos Larrea. Las dos veces le habían cogido con cantidades dudosas, de esas que siempre se puede alegar que son para consumo propio. No podía descartarse que el juez fuera comprensivo y considerase que el acusado no intentaba traficar, sino que sólo había acaparado un poco para no sentir la angustia de quedarse sin combustible. Por lo pronto, Larrea había logrado que le pusieran en libertad, a la espera de que salieran los dos juicios. Sin embargo, no dejé de anotar que la segunda vez le habían pillado con más gramos que la primera. También me apunté, por lo que pudiera valer, el nombre del individuo junto al que le habían detenido en aquella segunda ocasión. Se trataba de Raúl Castro Castro, residente como él en El Ejido, con seis antecedentes por drogas y tres por utilización ilegítima de vehículos a motor. Era obvio que Marcos no andaba en buenas compañías.
Mientras yo me ocupaba de fisgar en el pasado delictivo del difunto (o presuntamente delictivo, ya que nunca había sido condenado en firme), le encomendé a Chamorro la labor más ingrata. No sólo porque para eso están los galones, sino porque a ella se le daba mucho mejor aquel menester. A mí nunca deja de resultarme violento llamar a la mujer de alguien por teléfono para decirle que su marido ha aparecido panza arriba en un descampado. No puedo evitar pensar que es una noticia que siempre debería ir uno a dar en persona, para ofrecerle el hombro a la viuda, si hay necesidad de ello. Pero las cosas son como son, y cuando la interesada vive a seiscientos kilómetros, ni tenemos tiempo ni dinero para ir hasta allí, ni es siempre fácil arreglar que vaya otro.