Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Mi hermano. Mi mujer. Y los que me vieran pasar cuando iba de un sitio a otro. Pero si no le vale, póngame las esposas.

Me tendió las muñecas. Las observé durante un par de segundos, o mejor dicho aproveché para observar sus manos. Eran grandes, como las de todos los hermanos. Como las del hombre que le había arrancado la vida a la pequeña Camino.

– No le acuso de nada, Samuel -dije-, ni mucho menos voy a ponerle unas esposas. Tengo un trabajo antipático. Me obliga a comprobarlo todo. No se lo tome como una ofensa personal.

Samuel me observó aún con su gesto iracundo, pero a partir de ahí se amansó un poco y el trato con él fue menos rudo. Aproveché, entre otras cosas, para hacerle hablar de su sobrina.

– Verá usted, yo he tardado mucho en tener hijos -nos explicó, en cierto momento, con las mejillas bañadas en lágrimas-. Durante todos estos años, mientras no terminaban de llegar, siempre he querido a Camino como si fuera mía. Sé que a mi cuñada la molestaba, sobre todo porque la niña era muy cariñosa conmigo. Puede que sea por eso por lo que se le han ocurrido las sandeces que les ha contado. Yo no soy un hombre muy efusivo, ya me ven, pero por esa cría, desde que nació, he tenido debilidad. Si ustedes la hubieran conocido. Era tan simpática, la pobrecilla…

Antes de despedirnos, le tendí a Samuel el cenicero.

– Tenga, eche ahí el chicle, que ya se le habrá pasado el sabor.

Y allí lo escupió, sin más, mientras se secaba los ojos.

5. El más simpático.

Teníamos ya dos chicles, dos salivas, dos bolsitas que enviar al laboratorio. Pero sobre todo habíamos tenido tiempo para escuchar a dos hombres, que habían clamado su inocencia y derramado ante nosotros sus lágrimas, sincera o insinceramente.

Resulta incómodo buscar la verdad cuando sientes que alguno la está ocultando, cuando te consta que la verdad incuestionable no existe y cuando sabes que la que elijas creer y en su caso sostener tendrá consecuencias desagradables para alguien. Por eso, cuando interrogo a un sospechoso, incluso cuando creo que debo presionarlo, me esfuerzo por no olvidar la gravedad de lo que estoy haciendo. Entre otras cosas, intento recordar en todo momento que sólo estoy autorizado a hacer sufrir a aquel que me miente, si es que para provocar algún sufrimiento puede uno considerar que tiene permiso. Y procuro no emplear más violencia verbal ni psicológica de la estrictamente necesaria, que no suele ser mucha, si sabes hacer bien tu trabajo. Pero a veces uno pierde el control, o tiene un mal día, o está más torpe de lo que debiera, y comete el error de infligirle a alguien un daño inútil.

No diré que no me ha pasado, alguna que otra vez. Y nada me avergüenza más. No me gusta, ni siquiera por una presunta buena causa, sumarme al club de los que abusan de sus semejantes. Contra ese club, en todas sus formas, es contra lo que lucho, en el trozo de trinchera que me toca defender. Sé que hay muchos que creen que he elegido un mal trozo de trinchera, muchos que me miran con recelo o desprecio cuando me presento ante ellos. No me importa, porque sé que ninguna posición te redime, sino que uno enaltece o corrompe el lugar que ocupa según cómo y contra quién combate. De niño no soñaba con estar aquí. Pero aquí estoy. Y teniendo en cuenta las circunstancias, ni me avergüenza ni me quejo de mi suerte. La mayoría de los días puedo irme a dormir tranquilo. No siempre, porque ése es un privilegio reservado a los imbéciles. Pero sí más a menudo de lo que me iría si estuviera en el lugar de muchos que me juzgan con condescendencia.

A veces pienso todas estas cosas, como cualquier ser humano con conciencia y entendimiento, y si me permito apuntarlas aquí no es porque sean indispensables para esta historia, aunque tampoco le sean ajenas, sino por si pueden ayudar a disipar la bruma pertinaz que enturbia algunas mentes, las de aquellos que asumen que por razón de mi oficio sólo puedo ser un perro de presa entrenado para ladrar y morder. La ignorancia, junto a la indiferencia, es la madre de casi todas las injusticias. Reducirla no es sólo una empresa pedagógica, sino un acto de higiene moral.

Y hablando de higiene, Marcos, el mayor de los tres tíos de Camino Gutiérrez, resultó ser con mucho el más atildado y el más simpático de los tres. También el menos dócil. Al final, tuvimos que ir a verle al pequeño negocio de ultramarinos que regentaba en la plaza del pueblo. Llamó a última hora diciendo que se le había puesto enferma la dependienta y que no podía abandonarlo. Me pareció excesivo amenazarle para hacerle ir a la casa-cuartel por narices, así que nos resignamos y a eso de las seis y veinte nos personamos en su tienda. Estaba solo y nos recibió como si, en vez de los guardias que iban a interrogarle en relación con el asesinato de su sobrina, fuéramos la visita que esperaba para ayudarle a sacudirse el aburrimiento. Tratando de hacerle ver el cariz oficial de la entrevista, le enseñé antes de nada mi identificación:

– Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Trataremos de robarle el menor tiempo posible.

– No se apure. Estoy a su disposición, sargento -dijo, borrando la sonrisa de su rostro pero sin perder por ello la cordialidad.

Recorrí la tienda de una ojeada.

– ¿El negocio es suyo?

– Sí -respondió-. Sólo da para ir tirando, pero por lo menos me defiendo. No me arrepiento de haberme gastado en ponerlo la indemnización que me dieron cuando cerraron la mina.

– ¿Era usted minero?

– Sí. El peor trabajo que hay. No lo echo de menos. Y eso que me metí ahí porque no me gustaba el trabajo del campo. Ya ve. A veces uno sale de Málaga para meterse en Malagón.

No sé si fue por el clima relajado que la aparente bonhomía de Marcos contribuía a crear, o si me dejé llevar por el cansancio que me producía la repetición. El hecho es que decidí no merodear con él como lo había hecho con sus hermanos:

– Bien, señor Gutiérrez. Supongo que a estas alturas de la tarde ya sabe lo que vamos a preguntarle.

Marcos esbozó una sonrisa triste.

– Alguna idea tengo.

– ¿Y qué tiene que decirnos?

– Que me hago cargo. Vienen ustedes de Madrid, a un pueblo pequeño donde han matado a una cría. No tienen ninguna pista, y la madre de la pobre chica les da una, que además les encaja con la idea que se hacen en la capital de la gente de los pueblos. Todos somos unos animales, y no es de extrañar que nos dé por matarnos dentro de la familia, con motivo o sin motivo.

Le observé con interés. No sólo parecía tener mucho más mundo que sus hermanos, sino también bastante más ingenio. Suele ser laborioso interrogar a alguien así, aunque si el ingenio no va acompañado de aplomo, lleva en seguida a despeñarse. Pero tampoco de aplomo parecía que Marcos anduviera falto.

– Es la primera vez que venimos a este pueblo -admití, tratando de resultar conciliador-. Pero no es la primera vez que tenemos que movernos en un ambiente como éste. De hecho, todos los crímenes que resolvemos tienen que ver de una u otra forma con el medio rural, que es el que a nosotros nos toca. No le digo que no tengamos algún prejuicio, pero le aseguro que ése que menciona no lo tenemos. Procuramos guiarnos por la información que encontramos, y cuando nos falta, buscarla. Por eso estamos aquí. Y eso es lo que queremos de usted. Información.

– Pregunten lo que quieran y yo les responderé lo que sepa.

Saqué el paquete de chicles y me metí uno en la boca. Antes de guardarlo, le tendí uno. Mientras lo hacía, trataba de imaginar cómo me las iba a arreglar para recuperarlo cuando lo hubiera mascado. Pero no me dio tiempo a profundizar mucho en estas cavilaciones. Marcos rechazó mi ofrecimiento.

– No, gracias, no me gustan.

Volví a guardarme los chicles. Me contrariaba un poco el fracaso de mi treta, para qué lo voy a negar, pero ni mucho menos me daba por vencido. Todavía me quedaba mi último recurso.

– Supongo que usted tampoco tiene ninguna idea de quién pudo hacerle eso a su sobrina -recobré el hilo.

– No la tengo, no -respondió Marcos, sosteniéndome la mirada-. Lo único que puedo pensar es que tuvo la desgracia de encontrarse con un mal nacido. De dónde salió él, no lo sé.

Yo sabía que su hipótesis, la misma que sostenían todos, era harto improbable. Una niña de doce años es lo bastante mayor como para no irse con el primer extraño que la invite a acompañarlo, y lo más normal es que oponga resistencia si intentan llevarla por la fuerza, lo que me constaba que no había sucedido. Pero Marcos podía creer de buena fe en aquella conjetura. No tenía los datos de que yo disponía para afirmar su inconsistencia.

– Le digo lo que les he dicho a sus hermanos -advertí-. Si eso es todo lo que me cuentan, y si seguimos como hasta ahora, es decir, sin un solo testigo que viera a su sobrina la tarde en que desapareció, nos dejan desarmados. Nos volveremos a Madrid y empezaremos a mirar fichas de violadores, a comprobar quiénes estaban en libertad condicional o habían salido con permiso de la cárcel, etcétera. Un camino largo, difuso y muy poco esperanzador. Por eso les insisto en que traten de pensar y nos den algo con lo que trabajar. Aunque sea una tontería, eso ya lo comprobaremos nosotros. ¿Es que no hay nadie que se les ocurra que pudiera ir esa tarde a casa de su hermano y sacar a la niña de allí?

– Nadie. O cualquiera, sargento. Aquí nos conocemos todos. No creo que mi sobrina hubiera dejado de abrirle a nadie del pueblo. Pero de verdad que no se me ocurre quién de aquí pudo ser.

Crucé una mirada con Chamorro. La invité a que siguiese ella. Con un candor casi virginal, le preguntó a Marcos:

– ¿Podría decirnos qué hizo usted la tarde del catorce de agosto?

6. Un papel de laboratorio.

La coartada de Marcos Gutiérrez era la que cabía prever. Hasta las seis y algo había estado en la tienda. Luego había venido a buscarle su hermano Samuel para dar una vuelta por el monte. Y a las ocho y media estaba recogido en su casa. No me cabía duda de que se había preocupado de acordar la historia con su hermano. Sobre todo porque era curioso que llegara a su casa justo a la misma hora que Samuel nos había dicho que había llegado a la suya, cuando antes Marcos había tenido que pasarse por la tienda para hacer la caja, según él mismo nos contó. Pero que se hubieran concertado para decirnos lo mismo no quería decir que mintieran. No a los efectos que a nosotros nos importaban.

También Marcos, antes de marcharnos, nos dejó patente el cariño que sentía por la pequeña Camino. No lloró, como sus dos hermanos, pero quiso que supiéramos hasta qué punto mantenía una relación estrecha con su sobrina:

13
{"b":"88630","o":1}