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– ¿Cuánto hace que no me besas, que no nos besamos tú y yo? -pregunta Penélope, escamada.

– No recuerdo.

– Yo sí -dice.

Le das un beso en los labios, poniéndole una mano en la cintura. Recuerdas que eso a ella le gustaba.

Agítala un poco, te dices.

Penélope te devuelve un puñetazo en el ojo. Qué ingrata. Escuece. Ha sido un golpe certero y sólido. Sorprendente. Ha dado en el clavo. Se te saltan las lágrimas. Ni en el ring del gimnasio recibes porrazos tan decisivos. Por lo menos, no todos los días, y sueles llevar casco.

Qué asombroso es el dolor. Antiguo y pertinaz como la vida. Siempre de moda, exhibiendo la perfección en que delimita sus umbrales salvajes.

Penélope se sopla sobre los nudillos lastimados. Agita la mano derecha, la sacude nerviosamente.

– ¡Ay, ay…! Desde luego eres… eres… -aúlla de dolor-. ¡Animal!, ¡serás animal!

– Sinceramente, cariño… -dices tú, mientras te frotas la ceja y la cuenca lacerada. Te miras los dedos, hay en ellos unas gotas de sangre de un vigoroso color rojizo mezcladas con algo que parece agua-. Sinceramente…

Unas horas después das vueltas, soñoliento y turbado, en la cama. ¿Cuál es el beneficio y cuál el daño?, te preguntas. Pero hay cosas que más vale no saber, de modo que rechazas las respuestas, si es que había alguna, o si es que cabía darlas.

– Creo que debería irme a mi casa -le dices a Penélope, que dormita boca abajo, a tu lado-. Es muy tarde. Llamaré a un taxi por teléfono. No te levantes, preciosa.

Aún te escuece la ceja. Aún sangra. Pero no tienes sangre en ninguna otra parte de tu cuerpo.

Hay cosas que es mejor no olvidarlas. Cuando la vida hiere lo hace en un instante, sin avisar para que pueda ser detenido su zarpazo. La vida se vive en instantes y así no hay quien pueda con ella.

– Quédate a dormir aquí, si quieres -dice Penélope. Se coloca boca arriba. Está adormecida. Cansada y tranquila y agradecida. Siempre has sido generoso con las mujeres. A lo mejor ése es el secreto de tu éxito.

– ¿Y mañana? -preguntas tú tontamente.

¿Y mañana? Mañana quién lo sabe, Ulises.

El amor y la vida, al revés que el dolor, son cosas poco exactas.

– ¿Quieres quedarte? -pregunta Penélope.

Te metes debajo de las sábanas. Palpas a ciegas hasta que encuentras de nuevo su cintura.

– Sí, quiero -dices-. Sí.

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