– No tiene importancia, de verdad, no…
– Sí que la tiene.
– Hice lo que pude. Yo quería a Araceli -susurras con timidez-. Vivíamos juntos.
– Ulises, lo dices de una manera…
– No, no. No había sexo entre nosotros, si te refieres a eso -niegas tú.
Ellas se miran entre sí. No acaban de decidir si eres un ingenuo, un bromista o un pervertido.
– Ejem. Sí, claro. -Aglae se aclara la garganta.
– También queríamos ver cómo triunfas, ver tus cuadros. Y queríamos, sobre todo, tener una excusa para salir a la calle un rato. -Talía recorre con la mirada a la gente que la rodea, y que va siendo menos numerosa por momentos.
La fiesta se está acabando. Por fin.
– Además de preguntarte por Valentina… -continúa Aglae-. ¿Has sabido algo de ellos últimamente?
– Vili me mandó una postal desde Nueva York hace una semana -explicas.
– ¡Nueva York! ¿Aún siguen allí desde que volvieron de las Barbados?
– Sí. Decía que Valentina se siente débil, aunque no mucho más que hace unas semanas. -Miras a una mujer y después a la otra-. Decía que son felices. «Cada día que pasa es una propina del tiempo», decía. Decía «no sé cuánto durará, pero eso, ¿quién lo sabe?». Eso es lo que decía su postal. Creo que Valentina llamó la otra noche por teléfono a Penélope, y que estuvieron hablando mucho rato. Podéis preguntarle a ella. Incluso podéis llamar a Valentina. Penélope puede daros su número.
– Lo haremos, querido, lo haremos -asegura Aglae-. Preguntaremos, llamaremos… A lo mejor incluso la visitaremos. -Y tras una pausa-: Me refiero a ella, a Valentina. Siempre que a ella le apetezca, por supuesto. Además, hace tiempo que pensábamos hacer un viajecito, ¿verdad, Talía?
Cuando Jana y tú entráis en el edificio donde vive Penélope, ya son casi las once y media de la noche. Jana tiene las llaves, es ella la que abre la puerta para que pases con Telémaco en brazos, dormido.
– Hoy no ha echado su siesta -le explicas a Jana-. Está reventado, pobrecillo.
El niño abre los ojos cuando la chica enciende la luz del recibidor. Vuelve a cerrarlos bruscamente.
– Mieeerda… -murmura entre dientes.
– ¿Es que no puedes cambiar de conversación? -le susurras tú, bajito-. Anda, sigue durmiendo. Papá te va a poner a hacer un pis y después te va a acostar en tu cama.
Le das un beso y dejas al niño en su habitación. Sales de puntillas procurando no hacer ruido.
Cuando Telémaco vivía contigo, algunas noches no había manera de dejarlo solo en su dormitorio. Te quedabas a su lado hasta que se dormía. Te ponías de pie. Te encaminabas hacia la puerta con todo el sigilo de que eras capaz. Pero los tobillos te crujían, has hecho mucho deporte y el deporte deja esos recuerdos: tus huesos sonaban como palitos secos que alguien troncha en medio de un perfecto silencio nocturno. Telémaco se despertaba enseguida y se ponía en pie de un brinco. Agarrado a los barrotes de la cuna, te miraba con censura. Pese a que en la oscuridad no podías ver sus ojos, notabas sus amargos reproches infantiles en el ritmo de su respiración, húmeda y agitada, como si fueran gritos de auxilio. Te dabas la vuelta y volvías a su lado. Te quedabas allí, sentado en el suelo, bajo la cuna, hasta que eras tú el que se dormía.
Ahora, por el contrario, Telémaco no se desvela. No protesta. No gruñe. Está cansado. Y vive con mamá. Por él puedes irte a donde quieras.
Te sientes traicionado.
Vuelves sobre tus pasos, entras de nuevo al cuarto, te reclinas sobre su pequeña figura acurrucada y le das otro beso.
– Hasta el fin de semana que viene, hijo -balbuceas-. Aunque puede que pase antes a verte.
Regresas al salón. Jana está de pie, dispuesta a marcharse. Tiene las llaves en las manos, las manosea nerviosamente.
– La niñera no viene hasta mañana a las ocho -te dice la joven. Se pasa una mano por el pelo y lo echa hacia atrás, dejándolo caer por su espalda-. Penélope me ha dicho que te diga que no tardará mucho en llegar. ¿Puedes quedarte con el niño hasta que venga, entonces? Es que, verás, me quedaría yo, pero hay alguien que me espera para tomar una copa. Sólo es nuestra segunda cita, y él es Libra. Ya sabes, equilibrados, ordenados, suspicaces, blablablá. No me gustaría llegar tarde y que pensara que siempre hago lo mismo. Sobre todo porque no es verdad.
– Está bien. -Te dejas caer sobre el sofá y te frotas los ojos-. Pero tu jefa debería saber que, según nuestro acuerdo, yo tengo que entregarle a Telémaco a las ocho de la tarde del domingo. Y ya son casi las doce.
– Bueno, bueno. Eso mejor lo hablas con ella.
– Sí. Es posible que lo haga.
– Yo, de todas formas, me voy. Me llevo las llaves.
– Que te diviertas.
– Gracias. Hay una buena conjunción astral para mí esta noche, así que probablemente sí, sí que me divertiré. -Jana te dice adiós con un tintineo de llaves y de llavero.
Oyes la puerta de la entrada cerrarse con un chasquido metálico.
Vas a la cocina y te preparas algo de comer. Estás hambriento. Los canapés que has logrado llevarte a la boca esta noche, en la galería, no te han llenado porque ni siquiera te has dado cuenta de que te los estabas comiendo.
En el momento en que estás a punto de quedarte dormido sobre el sofá, la puerta de la entrada vuelve a oírse y Penélope irrumpe en el salón enfundada en un vestido que ni siquiera parece que lo sea. Tú dirías, más bien, que se ha confeccionado una suerte de funda para el cuerpo. Demasiado ceñida, si alguien quiere saber tu opinión. Es escandaloso. ¿No es ella la madre de tu hijo, al fin y al cabo? Estás en tu derecho de sentirte molesto. Qué elegante ramera, habrías pensado de ella si la hubieras visto por la calle y no supieses quién es.
Te incorporas en el sofá. Os miráis sin decir nada.
El diableteau . La marionnette .
Paralizados frente a frente. Tan opuestos.
Consideras la función social del sadismo (debe de tenerla).
Nunca te han gustado las canciones de amor. Si tú me dices ven, lo dejo todo. Te amo hasta la locura. Amor hasta la muerte. Sólo pienso en ti. Nadie más que tú, y tú, y tú y solamente tú. Siempre has sospechado que las canciones de amor le envían a la gente unos mensajes lamentables, depresivos. Nadie debería amar nunca hasta la locura o hasta la muerte. Ni pensar sólo en la persona amada. Cualquiera debería ser capaz de vivir, y de vivir bien, sin cualquiera.
Por eso tus canciones preferidas son aquellas que fueron escritas bajo el efecto de los narcóticos.
El LSD, por ejemplo, dio estupendos resultados. Por ejemplo Lucy in the Sky Whith Diamonds.
Penélope en el cielo con diamantes.
Y, sin embargo, tú la amas.
Has sometido a tu amor a una métrica muy imaginativa y oscilante. Pero es amor lo que sientes por ella, porque puedes verla ahora mismo. A Penélope. Sola. Hermosa. En el cielo. Con diamantes. Sexo. En eso piensas. No puedes evitarlo. Es tu naturaleza. Pero con diamantes. Tú crees que las mujeres, en cuestión de sexo, son como los sprays: hay que agitarlas antes de usarlas. Penélope está parada, en mitad del salón. No, no. Demasiado quieta.
– ¿Eso que llevas rodeándote el cuello son diamantes? -le preguntas cuando te decides a hablar. Te levantas y te acercas a ella.
– No. Sólo son piedras falsas. Bisutería fina -responde ella-. Se presentaban esta noche. Las diseña un amigo mío.
– Ah.
– ¿El niño está durmiendo?
– ¿Tú qué crees que puede estar haciendo una criatura a estas horas? No me parece que éstas sean horas de… -dices.
– Lo siento. -Penélope esta noche está muy bella. ¿Era antes tan bella?, ¿lo era?-. La niñera no llega hasta mañana a las ocho. Tiene libres los fines de semana, cuando el niño se va contigo.
– Sí, lo sé. Y me importa un rábano el horario de tu niñera. No creo que una buena madre deba…
– ¿Qué?
– Que una buena madre no debería salir por ahí a estas horas sabiendo que su hijito la espera.
– ¿Qué me estás llamando? -Penélope se quita los zapatos. Te observa malhumorada.
– Nada que no te haya dicho antes.
– Explícate.
– Lo que haces no me parece propio de una buena madre. Es tarde. Mira qué horas son. Tengo derecho a exigirte que cuides del niño a todas horas. Las fiestas de tus amigos me la sudan, cariño. Te quedaste con mi hijo y tengo derecho a esperar de ti que estés a su lado como yo lo estuve cuando tú no quisiste hacerte cargo de él y lo abandonaste.
– ¿Qué has dicho? No, pero ¿qué has dicho? -pregunta Penélope. Después de descalzarse parece más menuda.
– Nada. Feliz cumpleaños. -De pronto sonríes, decides darte por vencido, te acercas más a ella. No tienes ganas de pelear. Y qué sorpresa. De nuevo su olor-. Aunque tu día de cumpleaños ya casi se ha pasado.
– Ya ha pasado, en realidad. Son las doce y media -ella mira su reloj de pulsera.
– ¿No lo has celebrado?
– ¿Estás de broma? -Penélope te contempla incrédula-. En el mundo en el que yo me muevo no se celebran demasiados cumpleaños, igual que no se festeja el contagio de enfermedades venéreas.
– Quería haberte traído un regalo. No sabía qué regalarte.
– No es necesario.
– Te he retratado. Es un acrílico. Te gustará el color. Tengo el cuadro en casa. En mi casa. En tu casa. Bueno, en la casa de la calle Santa Isabel. Lo traeré cuando quieras. No sabía si te agradaría tener un cuadro mío aquí. Por eso había pensado en comprarte un libro, o un perfume, pero hemos tenido un día infernal, no me ha dado tiempo a nada.
– Hum. ¿Qué tal tu exposición?
– Bien, bien. Se ha vendido todo. Dentro de poco participaré también en algunas muestras colectivas de Berlín y Chicago. Y han salido otras cositas por ahí. Bien, sí, no me puedo quejar -asientes parsimoniosamente-. Creo que pronto dejaré de ser pobre… aunque, es curioso, ahora ya no me importa tanto como antes.
– Ja. Tú y el dinero, menuda pareja.
– No, de verdad, Peny. Es así. -Observas con atención el color de su pelo. El tono ha variado desde la última vez que os visteis, hace una semana. Un cambio sutil que no puede, sin embargo, escapar a tu ojo entrenado-. Vamos, no nos enfademos por una vez. Hoy es un gran día. ¿Puedo darte un beso? -le preguntas con cautela-. ¿Un beso de felicitación?
Ella frunce el ceño. Parece nerviosa. Empieza a acalorarse. Eso es bueno. Eso crees tú.