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– Ah, Señor, Señor…

– No discutáis, por favor -murmura Vili.

– Tenemos que dejar claro de una vez el tema del niño, papi. -Penélope hace un gesto negativo con la cabeza, y luego señala a Ulises con un dedo acusador.

– Tomemos el helado -sugiere Valentina.

– Sí, yo probaré un poco. -Penélope se fija en el dibujo festoneado de su servilleta, de repente las margaritas bordadas allí le parecen un alivio.

– Claro, tenemos que arreglar el tema del niño. -Ulises deja que Roberta le sirva una generosa porción de helado-. Por una vez estamos de acuerdo tú y yo.

– Deberíais pensar en el chiquillo sobre todo -masculla Vili.

– Los niños tienen que estar con sus madres -asiente Penélope en dirección a un mueble repostero antiguo que adorna la sala.

– Haberlo pensado antes, antes de abandonarlo -dice Ulises.

– ¿Yo abandoné a mi hijo? ¡Ja y ja! ¡Yo te abandoné a ti, imbécil!

– No es eso lo que yo creí entender en su momento -dice Ulises, y prueba una cucharada de helado.

– Tú difícilmente entiendes algo -le reprocha Penélope-. Eres el vivo ejemplo de que la estupidez es, junto con el hidrógeno, el elemento más abundante del universo conocido.

– ¿Por qué no fuiste a interponer una demanda de divorcio en cuanto te largaste de casa?

– ¿Por qué? -Penélope duda un segundo-. Tuve, tuve… cosas que hacer. Cosas más urgentes. Quería salir adelante. Quería instalarme bien antes de que Telémaco…

– Oh, sí. No me cuentes historias, querida. -Ulises rebaña su helado con fruición-. La verdad es que la idea ni se te ocurrió. Pensaste que me dejabas con el niño, que aprendería una lección, que sacaría adelante a tu cachorrito, que escarmentaría y conseguirías fastidiarme, pero que todo estaría preparado en casa, y a tu gusto, esperando el día en que volvieras, a por Telémaco, o a barrer del suelo de mi estudio mis cenizas, o a por lo que quiera que sea que tú quieras. Nunca has tenido intención de divorciarte de mí. Es más, divorciarte o no, es algo que te trae al fresco. Eres una egoísta. Pero no puedes jugar con la vida de una criatura a tu antojo.

– Todo eso es mentira -dice Penélope sarcásticamente-. Es mentira. ¿Y tú? ¿Por qué no fuiste tú a solicitar el divorcio, si tanto te preocupa el asunto? ¿Por qué no me denunciaste por abandono de hogar? ¿Por qué…?

– Cuando uno tiene un bebé a su cargo, no le resulta tan fácil andar arriba y abajo pidiéndoles divorcios y todo tipo de tonterías a los jueces. Ellos ya están bastante ocupados con sus propios chanchullos.

– ¡Ja!

– Tranquilizaos, por favor -suplica Valentina.

Pero ellos no se tranquilizan. No pueden serenarse porque ni Valentina, ni Vili, ni los padres de Ulises, ni los profesores del colegio y la universidad, ni nadie les ha enseñado a Penélope y Ulises un poco de educación sentimental. No señor, nadie lo ha hecho, y ellos no han logrado aprenderla solos.

Por eso Penélope está sentada con los brazos cruzados sobre el pecho, observando de reojo a su marido y dándose cuenta de que cuanto más lo mira, mayor es la sensación que ella tiene de que alguien está raspando su carne con un rallador metálico de cáscara de limones, y que quien quiera que sea que lima así su carne -furiosa, meticulosamente- se está acercando cada vez más al hueso, a sus huesos. Pues, ¿qué razón es capaz de educar al sentimiento?

– Vas a traumatizar al crío -dice Ulises, se limpia las comisuras de la boca manchadas de chocolate con los preciosos pétalos de margarita entorchados en su servilleta.

– Bueno, tener algunos traumas no me parece que sea tan malo -se excusa Penélope-. Las personas tenemos que beneficiarnos de algún que otro pequeño traumatismo, ciertas desolladuras en el alma que nos hagan madurar, ser menos blandos y razonablemente perversos. O sea: humanos.

– No tienes arreglo, Pe -Ulises chasquea la lengua.

– Ah, ¿te parece que estoy estropeada?

Vili la mira moviendo la cabeza con parsimonia. Nadie podría asegurar con certeza que está escandalizado por lo que acaba de oír, o si aprueba una por una todas las palabras de su hija.

– Mmmmm -dice -. Mmmmm.

Penélope recuerda la noche que se fue de casa. Su primera idea fue la de poner de patitas en la calle a Ulises. Después de todo, el apartamento era suyo, era el regalo de bodas de Vili. Inicialmente, su plan había sido hacer un enorme montón con las cosas de Ulises, algo así como una pira funeraria, y tirarlo a la calle desde el balcón, incluidos sus cuadros llenos de caras femeninas que no eran la suya y todos los botes de disolventes y otras sustancias peligrosamente inflamables que rodeaban sus útiles de pintura. Tirarlo todo a la calle, pagar la multa del ayuntamiento por tirarlo todo a la calle, y dejar a Ulises en medio de todo aquello, solo y desconcertado en medio de la calle. Empezó a hacerlo, pero al instante se dio cuenta de que no recordaba de quién era cada una de las cosas que había en la casa. Llevaban tanto tiempo juntos que ya no podía distinguir sus pertenencias de las de su marido. Ya ni siquiera podía recordar quién era quién. Y decidió largarse ella antes de que la confusión fuese aún más aterradora.

– Pásame el agua -dice Penélope con un apremio receloso, levantando su vaso-. Quiero beber agua.

– ¿Fría, caliente…? -pregunta Ulises. Coge con indolencia la jarra que reposa cerca de su plato, en la mesa. La deposita un momento en el lugar que hasta hace un rato ocupaba el cubierto de su hijo. Se seca las manos con la servilleta.

– ¿Te sudan las manos? -Penélope deja escapar una risita entrecortada. Está nervioso, se dice, y se pasa la lengua por los labios resecos, satisfecha de pensar que no está tranquilo, que no es imperturbable.

¿Dónde está el Ulises schaümend , glänzend , glühend , segnend ? El deslumbrante, resplandeciente, ardiente, bendiciente Ulises. ¿Dónde, en qué arruga, en qué línea de las palmas de esas manos sudadas? ¿En la de la vida, en la del destino, en la del amor?

– Sí, a veces me sudan las manos.

– Qué grosería. A mí nunca me sudan las manos -dice Penélope sonriendo muy ufana, como una niña atontada, orgullosa de sus propias nimiedades de niña tonta.

– Claro, cariño. Pero es que yo soy real, ¿sabes? -Ulises vuelve a agarrar la jarra y llena el vaso de Penélope. Hasta el borde.

El sueño de sus vidas transcurre lentamente durante noches lluviosas, como esta noche lluviosa, dejando los misterios de su vileza sobre un mantel lleno de manchas de vino y chocolate, y de finas margaritas bordadas.

– ¿Y qué pensáis hacer entonces? -quiere saber Vili.

Roberta pregunta si desean tomar café.

– Descafeinado para mí, con un poco de leche, sólo una gotita -pide Penélope.

– Para mí exprés, solo, sin ni siquiera una gotita de leche, y con cafeína. Toda la cafeína de que disponga, Roberta. Gracias -dice Ulises.

– Yo no quiero café -dice Valentina-. ¿Podría usted hacerme una infusión de manzanilla, Roberta?

La mujer asiente vagamente.

– Yo tomaré… -Vili duda un momento-. Yo no tomaré nada. ¿Qué pensáis hacer con el niño?

Valentina se pone de pie. Sus gestos parecen flemáticos, pero Penélope sabe que no son otra cosa que torpeza, aturdimiento causado por la enfermedad y el dolor.

– Si queréis… -dice la mujer, contemplándolos fríamente desde el otro lado de sus ojos claros y hundidos-, podemos tomar el café en la biblioteca, estaremos más cómodos.

Penélope calcula que su madre está llevando a cabo una gran lucha contra una fuerza llena de oscuridad que le da mucho miedo. Se imagina que su madre sufre, que hace esfuerzos, que detesta oír cómo su hija se pelea con el padre de su nieto -igual que ella misma ha hecho en los últimos tiempos con Vili-; imagina que su madre se muere, que está compitiendo con la muerte, que siente dolor y que todo eso junto es demasiado para ella. Para cualquiera. Que por eso no se levanta con más agilidad de la mesa.

Penélope imagina que todo lo que imaginamos siempre es real, y que ésa es la causa de que la imaginación resulte un artefacto mental a veces tan insoportable, tan odioso, tan obsceno. Penélope puede ver con su imaginación el rostro interior de Valentina. Encogido y breve, asustado, consumiéndose perezosamente, secretamente, impulsado por el mal. No le gusta mirarlo, y aparta la vista de su madre, avergonzada, atemorizada.

Se van hacia la biblioteca. Vili agarra su copa de vino con una mano y con la otra enciende un puro. Se queda rezagado unos instantes, despidiendo por la boca volutas suaves de humo gris que parecen esbozos infantiles de simpáticos fantasmas.

– ¿Y bien? -le pregunta Ulises a Vili.

Penélope ha vuelto a ir a su habitación para comprobar que el niño está bien, y Valentina se ha excusado un momento diciendo que tenía que recoger algo de su dormitorio. Él está sentado a sus anchas en un sillón alegre, viejo y alegre.

– ¿Qué? -pregunta Vili a su vez, repantigado en el sofá.

– ¿Estás mejor? ¿Cómo te sientes después de lo que ha pasado con el suicida, y todo eso?

– Oh, ya sabes. -Vili se remueve como si tratara de desarraigarse del sitio en el que está sentado-. Pues me siento igual que el marisco que ha servido Valentina para cenar. Vivo, pero cocido.

– ¿No piensas volver a abrir la Academia?

– No. Que se jodan. Que se jodan todos. -Vili suspira y da un trago a su copa de vino-. Estoy cansado, Ulises. Neuróticos, histéricos y, por último, suicidas y libelos sobre mi integridad y mis intenciones en la prensa, ésa es toda mi cosecha después de tanto tiempo intentándolo. Después de tanto tiempo enseñando filosofía tengo que leer en el periódico que quizás yo sea el dirigente de una secta. ¡Una secta!, ¿te lo puedes creer? Es demasiado. El asunto ya está en manos de mis abogados. No, no no… -Vili contempla abstraído la chimenea encendida-. El fuego es como un delirio, ¿no crees? No, Ulises, no. Hoy día hay poco espacio para la filosofía en el mundo. La gente no sabe que la filosofía es el arte de vivir, de vivir bien. La gente no sabe lo que es la filosofía ni lo que es nada. Y yo me siento un viejo filósofo cansado. Me gustaría tener un poco de paz. Eso es todo. No, no voy a volver a la Academia. Ni pensarlo.

Vuelve a darle un sorbo a la copa, pero esta vez la derrama sobre su pechera al tratar de apurar de una vez lo que queda de vino.

– ¡Me cago en Melanos! -exclama, sacudiéndose. Busca un pañuelo de papel en sus bolsillos, y se frota con él inútilmente.

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